La salida de la luna no es una de las obras que suele destacarse en la filmografía de John Ford, ni siquiera cuando se reivindican obras de pequeña escala como El juez Priest (1934) o The sun shines bright (1953). Pero no dudaría en calificarla como una de sus obras más entrañables o jubilosamente exultantes (y una de las obras más definitorias de su singular mirada). Fue una propuesta que le plantearon para impulsar la producción irlandesa (y por lo que parece Ford accedió sin cobrar remuneración alguna). El título hace tanto referencia a la obra teatral, de marcado carácter patriótico (irlandés), que escribió Lady Gregory en 1904, y que se adapta en el tercer episodio bajo el título de 1921, como a la canción (cuyas estrofas son parte integrante de esa narración) o balada irlandesa escrita por John Keegan Casey (publicada en 1866), y cuya letra remite a la rebelión de irlandeses unidos en 1798, como aliento de inspiración para la que sería la rebelión feniana de 1867. Así que la obra de Ford (cuyas raíces eran irlandesas) recoge el testigo de ese espíritu de exaltación, pero a través de un tono tan distendido como irónico que destierra cualquier gravedad panfletaria (con apuntes como que, en el episodio La espera de un minuto, la atildada pareja británica, de clase alta, exclusivos pasajeros de primera clase, se queden en el andén cuando por fin el tren se ponga en marcha).
El primer y breve relato, La majestad de la ley, adaptación del relato Bones of contention de
Michael Killanin, es un preclaro ejemplo del sutil arte de Ford, esquivo y
soterrado, reflejado a través de detalles que ya insinúan la renuencia del
inspector Dillon (Cyril Cusack) a realizar su cometido: el hecho de que salga
de la comisaría sin querer coger el coche, y ni siquiera la bicicleta, presto a
recorrer una larga distancia con el único apoyo de un bastón, evidencia su renuencia
a realizar el cometido encomendado; cómo mira esa torre en ruinas colindante
con la granja del hombre que va a visitar, 0'Flaherty (Noel Purcell), una
mirada en la que se sugieren las afinidades afectivas (y una inexorabilidad que
no se puede eludir). En principio, la visita parece que no tenga nada de
oficial, sino que es el encuentro de dos amigos, cuya conversación (como en
ocasiones el arte de Ford) es pura digresión, aderezado con el consumo del té y
el inefable whisky que colapsa momentáneamente el aliento (o levanta una
imponente llamarada cuando se arroja al fuego), y la puntual intervención de
otros lugareños que irrumpen (no como interrupción sino como musical deriva),
hasta que, casi como si fuera un aparte u otro tema de conversación más al que
no da especial relevancia (ambos hablan, en ese instante, fuera de la casa, sin
mirarse a la cara), se revela que la presencia de Dillon sí es oficial (pero
por amistad no le ha dado ese tratamiento; por eso, el hecho de recorrer camino
hasta su casa con un elemento más tradicional y cotidiano como un bastón, y no
oficial como un vehículo). El motivo de la detención: una de esas rencillas
entre vecinos que terminó con O'Flaherty golpeando en la cabeza al otro (por
calificarle como mentiroso). Podría evitar esa detención con el pago de una
multa, pero niega la ayuda monetaria de amigos (e incluso de aquel a quien
agredió), en buena medida por orgullo, lo que también representa la pétrea
torre en ruinas (un tipo de orgullo, que se expresa con puñetazos, cuestionado
con ironía en la festiva conclusión de El
hombre tranquilo, The quiet man, 1952). De hecho, la despedida de sus
vecinos se tiñe de una lacerante melancolía, precisamente frente a esa torre,
como si un tiempo se derruyera, o fuera el fin de algo (cómo previamente toca
el muro de su chimenea, gesto que realizaba cada día). El hecho de que solicite
que el inspector Dillon le espere en la entrada en la comisaría es el gesto de intemperie
de un niño que necesita la asistencia de un adulto cuando se pierde en un mundo
del que no sabe si regresará. Los muros y las torres también se derruyen.
Un minuto de espera adaptación de la homónima comedia de un acto de Martin J McHugh, es una pura delicatessen. El título hace referencia a ese minuto de espera que el interventor grita cuando llega el tren a la estación. Si en la presentación del primer relato, por parte de Tyrone Power, ya había cierta sorna cuando apuntaba que es de esos relatos que parece que no hablan de nada, pero hablan de cosas muy importantes, en éste se presenta diciendo que los tránsitos del tren eran reflejo de que pocas cosas ocurrían -recuérdese, dicho sea de paso, las magníficas secuencias de la estación de El hombre tranquilo. En este episodio no pueden pasar más cosas con un tren al que, como dice una mujer, nunca se llegará tarde, porque siempre sale tarde. Por tres veces, por tres imprevistos, se gritará un minuto de espera, lo que determina que todos los pasajeros (o casi: menos la envarada pareja de clase alta) salgan en tropel cual alud en dirección al bar de la estación. Sea porque hay que meter a una cabra que representa al condado en una competición, porque llegan con el marisco destinado a una boda de un obispo o porque avisan de la llegada del equipo de criquet (acompañado de banda musical de gaitas) que acaba de ganar un partido, por tres veces todos desembarcan, sea para continuar, como el maquinista, su relato de encuentro con un fantasma, o sea para que una pareja acabe concertando una boda entre la hija de una y el hijo del otro. Una pequeña joya que inspira el deseo de habitar de modo permanente esa estación (cual luminosa variante de risueña concordia de El ángel exterminador).
El tercer relato, 1921, que podría ser el más grave, logra rehuirlo. Eso sí, es en el que Ford se permite ciertas estilizaciones, caso encuadres desequilibrados en el primer tramo (con matices más tenebrosos en el trabajo de la iluminación proporcionados por Robert Krasker), relacionados con la espera de la ejecución de un integrante del ejército republicano durante la guerra de la independencia (1919-21). Un desequilibrio acorde a una circunstancia que reajustar (y equilibrar) mediante su liberación (efectuada gracias al dominio del arte de la escenificación). Ford (y el guionista Frank S Nugent, habitual colaborador) ofrecen proverbial muestra de su capacidad para caracterizar personajes con escasos trazos, como el policía irlandés (Dennis 0'Dea), que mantiene el orden en la pacífica manifestación ante la prisión, mientras su esposa le reprueba que esté apoyando a los enemigos (sin faltar la apostilla doméstica o íntima: el recordatorio de que esa mañana se había olvidado de ponerse los calzoncillos), o el pesaroso comandante de la prisión por tener que realizar esa ejecución (un absurdo tras cuatro años de enfrentamiento). El segundo tramo condensa la fuga, gracias a la intervención de dos simpatizantes por la causa disfrazadas de monjas (actrices, por otra parte), con un breve pasaje en el teatro (en el que maquillan al fugado) y un desenlace en un nocturno muelle, donde se cruzan evadido y sargento de policía, con una feliz culminación, celebrada por la canción que da título a esta estimulante que refleja el gran arte de John Ford, ese que parecía hablar aparentemente de cuestiones livianas, pero realmente hablaba, sutilmente, de cuestiones muy sustanciosas: eso tan escurridizo, y con tantos vericuetos y umbrales, que se llama la vida.
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