Translate

viernes, 31 de enero de 2025

El último escalón

 

La experiencia de lo fantástico rasga el velo de la certidumbre, y pone en entredicho toda presunción de normalidad. Las señales de tráfico de la realidad (normalidad) se desajustan, lo real se revela como una materia porosa y flexible donde el puede ser se amplia según el ángulo de la percepción alterada. En ocasiones, lo fantástico responde a la incisión de una percepción aguda, anómala condición que pone en evidencia los límites de nuestra mente, ignorante de todo aquello que puede haber más allá de los mismos. En otras, responde a una necesidad, la purga de un conflicto interior, entretejido de represiones, frustraciones y carencias, la inconsciente invocación de un acontecimiento que, en ocasiones, se convierte en liberación y, en otras, en constatación de un atoramiento interior, de una incapacidad, consciente o inconsciente, por liberarse de esos lastres emocionales en la relación con uno mismo, los otros, o el mundo. Todo depende de cómo uno se enfrente a esa agitación de ecos que conmociona la mente. Precisamente, Agitación de ecos es cómo se puede traducir Stir of echoes, el título original de El último escalón (¿Qué escalón, si no sale ninguno por ningún lado?),de David Koepp, que adapta una novela de Richard Matheson. Una estimulante muestra de género fantástico que atiende al importante detalle de que el acontecimiento está en función de las circunstancias del protagonista, y sus irresueltos fantasmas interiores. ¿Y cuáles son estos?. Tom (Kevin Bacon) se siente frustrado porque no ha realizado en su vida todo aquello que esperaba: no ha logrado conseguir que su carrera de músico cuaje. No es que le amargue no haber alcanzado la fama, sino más bien sentirse tan del montón, tan ordinario. En su vida no se ha realizado acontecimiento alguno. Él es cualquier otro. Para ganarse la vida realiza un trabajo de técnico eléctrico, arreglando los problemas de conexiones. Ironías, dado que en su vida siente que ha perdido la conexión. Tom se acaba de trasladar, con su mujer, Maggie(Katrhyn Erbe), y su hijo Zac, a una nueva casa, en uno de esos barrios de impecable aspecto donde todo parece tan correcto y casi ideal, y en donde uno cree que el aspecto de las fachadas se corresponde con el interior (¿No es esa la falacia y sustento de la normalidad?).

Pero Tom se siente fuera de lugar porque siente su interior y su fachada desajustados. Hasta que acaece (o irrumpe) el acontecimiento que le saca de esa vida carente de acontecimientos ( e incluso ya resignado a que no los haya). El detonante es una sesión de hipnotismo, a la que, escéptico, se ofrece voluntario. Pero, tras la cual, siente que su percepción se ha alterado (ha cambiado el rollo de la película de su vida, como visualiza en su imaginación una pantalla de cine), en forma de inquietantes visiones, como flashes, de una palpable fisicidad, algunos dolorosos (mientras hace el amor con Maggie, siente como una mano se rompe una uña contra el suelo). La primera situación (aparición de lo anómalo) es modélica. Tom no puede dormir, se levanta de la cama, y se dirige al salón, presto a anestesiar su agitado insomnio viendo la televisión. Ya sentado en el sofá, se inclina hacia adelante para encender con el mando el televisor, acompañado en su gesto por el movimiento de la cámara, pero cuando se echa hacia atrás vemos, y ve, que a su lado hay una chica, de aspecto espectral que realiza un gesto hacia él (¿Cómo si quisiera decirle algo?), con el consiguiente sobresalto para Tom y los espectadores. Además, siente que sufriera espasmos de percepción teñida de rojo cuando mira a una niñera que contratan, Debbie. Siente que hay un peligro, que se corrobora cuando vuelve a casa y comprueba que se ha llevado a su hijo, Jake. Pero el motivo es porque Jake le ha dicho que se comunica con su hermana desaparecida, Samantha (la chica que se le había aparecido en el sofá a Tom).

Koepp sabe dosificar y modular las situaciones fantásticas, las sobrecogedoras apariciones, sabiendo rehuir el efectismo, y acompasadas a esa progresiva obsesión de Tom por lograr saber qué es lo que quiere comunicarle ese fantasma, o lo que es lo mismo, lograr proveer de sentido a ese puzzle de flashes (de agitación de ecos) que agitan su mente. Llega a reconocérselo a Maggie, cuando ésta ya empieza a preocuparse por su desmesurada obsesión, que le ha llevado a excavar en todo el jardín ( cavar, llegar a las profundidades del subconsciente), esas visiones representan mucho más que un mero enigma a resolver, representan el sentir al fin que algo excepcional ocurre en su vida, que hay un acontecimiento. Koepp, por otro lado, sabe jugar muy bien con la ambivalencia, al abrir el ángulo al hijo, Jake, el cual sabemos desde la secuencia introductoria que dialoga con alguien invisible, y de alguna manera se convierte en transmisor del fantasma, como si él poseyera esa percepción aguda, esa excepcionalidad, de la que carece su padre (que necesitó forzar su mente con la tecla de la hipnosis). Es como si su hijo fuera aquello que él no ha sido (o que ha perdido), aquella ilusión que poseía de ser excepcional cuando era más jóvEn, ahora frustrada, entumecida, en su madurez, la posibilidad anulada por los condicionamientos de la vida, de la normalidad, la cual, precisamente, se desvelará como la procreadora de monstruos. Hay mucha agitación de ecos tras las fachadas. El fantasma le enfrenta a los abismos que se ocultan tras los aparentemente inanes e inofensivos rostros de la normalidad, esos vecinos cuya vida parece carecer también de ningún atributo de excepcionalidad. Cualquiera, por muy normal que parezca, es capaz de realizar la más aberrante violencia, por muy accidentalmente que se produzca. Y hay quienes no dudan en ocultar el acto monstruoso por conveniencia (por la protección del propio hijo). Los planos finales, cuando abandonan ese barrio, son rasgadamente elocuentes. Un movimiento de cámara se desplaza desde la ventana hacia la calle, ofreciendo tres representaciones de Samantha, como si recuperara su condición de joven no dañada, que se pierde en la noche. La cámara se desplaza hacia un camión, encuadrando la palabra mudanza, mientras se aprecia cómo pasan Tom y Debbie, que cogen de la mano fugazmente. Y, por último, cuando se alejan en coche, el niño mira hacia las fachadas, mientras escucha esa terrible cacofonía de ecos agitados, hasta que se tapa los oídos. Esta adaptación de una novela de Richard Matheson, es la mejor obra de David Koepp, la más estimulante de su filmografía junto a la primera, El efecto dominó (1996). Lástima que sus cinco siguientes películas, aunque alguna no carezca de interés, caso de La ventana secreta (2004) y You should have left (2020), también con Kevin Bacon, no estuvieran a su altura.

miércoles, 29 de enero de 2025

A tiro limpio

 

El largo plano secuencia inicial de A tiro limpio (1963), de Francisco Pérez-Dolz, con guion de José María Ricarte, Miguel Cussó y Pérez Dolz, puede evocar el de la antológica secuencia del atraco de El demonio de las armas (1950), de Joseph H Lewis. En ambas la cámara está ubicada en el asiento de atrás de un coche, mientras éste se desplaza, aunque en ésta se inicia encuadrando a uno de los hombres que entra en el coche que le está esperando (ambos portan vestuario parecido, monos oscuros y boinas caladas). Un elemento añade extrañeza a la secuencia, los textos sobre amor de famosos autores, como Santo Tomás de Aquino, que una locutora lee en la radio. Si en la secuencia de la obra de Lewis la cámara permanecía en el coche mientras se realizaba el atraco en el interior, y proseguía con la persecución, sin corte de plano, en este caso los cambios, o cortes de plano, son expeditivos. Una panorámica desde el guarda de un garaje hasta la mano del copiloto del coche, Antoine (Joaquín Navales), que se enfunda un guante. La mano del conductor, Martín (Luis Peña), que apaga la radio. Encuadre del guarda que se acerca al conductor, siendo golpeado por éste. La secuencia prosigue con una cadena de humillaciones (es patente un áspero despecho en Martín por su despectiva manera de tratar a tres los que atracan en el subterráneo del garaje por ser hombres de posición económica privilegiada, a los que ordenan que se quiten la ropa, y a los que luego mojan con la manguera). Una secuencia de crispada violencia que ya marca la tonalidad de la película, no lejana de la sulfurada tensión que mantiene la obra de Lewis, y cercana en la atmósfera de sórdido malestar a otra gran obra maestra del film noir, también centrada en atracadores, Apuestas contra el mañana (1959), de Robert Wise.

En ese sentido, no deja de ser irónico que Román (José Suarez), al que Martín pide que colabore con ellos en un atraco, aportando las metralletas, trabaje en un mísero lavadero. La misma relación de Román con su pareja, Marisa (María Asquerino), está teñida de una permanente crispación, atravesada por la insatisfacción (la falta de dinero de Román, los reproches de Marisa de que no sea capaz de conseguirlo, el hecho de que tenga Román que depender de ella, carece de espacio propio ya que es el piso de ella donde viven). Es una relación agrietada, erosionada, cuya violencia no deja de ocultar la desesperación por unas circunstancias en la que no parecen encontrar el puerto de salida (como si la misma ruptura fuera la ilusión de una solución). Esas sombrías figuras de lo dos anarquistas llegados de Francia, de afuera, podrían contemplarse como ese siniestro fuera de campo que parece la única opción para solucionar las propias carencias, lo que no deja de ser, de modo indirecto (a través de la citada atmósfera de malestar) un modo de evidenciar las carencias de un país enquistado en la desproporción o desequilibrio entre los que tienen y no tienen. El magnífico trabajo en la dirección fotográfica, de Francisco Marín, con sombras envenenadas que parecen cernirse, y adherirse, permanentemente sobre los personajes, refleja con precisión un enquistado malestar social.

Pero sin duda lo más destacado de A tiro limpio es la tensa e inventiva narrativa, y el uso de espacio y ambientes, de Pérez-Dolz, a la hora de dotar de cuerpo a esa atmósfera citada. Los espacios siempre transmiten opresión, sensación de no salida, sean las casetas entre las barcazas en el puerto, o hasta en el exterior en el campo, a donde va Roman para buscar la colaboración de su amigo El picas (Carlos Otero). A este respecto es revelador ese plano, desde el interior del establo, cuando se reencuentran, ambos perfilados en sombras. La secuencia del primer atraco es modélica en su milimétrica y concisa planificación. Pero aún más brillante es la principal set piece, el doble atraco, de Román y El picas, en el Patronato de apuestas mutuas, y de Martín y Antoine, como cortina de humo de ese atraco, en un clandestino club (mientras puntúa la acción el sonsonete del locutor que desgrana los resultados de los partidos de fútbol en juego). E impecables son las secuencias del tiroteo en el puerto, el enfrentamiento nocturno en la casa en ruinas entre Román y Martín, así como el desenlace en el metro, con ese largo plano de la cámara emplazada en lo alto de la escalera mecánica mientras asciende el cadáver de Román (cáustico corolario sobre sus anhelos de ascender en la vida). Pero hay otro plano, magnífico, que condensa la fúnebre atmósfera de este fronterizo film noir, el plano general de la madre de El picas en la morgue, ante el cadáver de su hijo, bañada por la blanquecina luz que entra por la ventana a su espalda. Esa distancia que toma el plano condensa la distancia de los personajes con respecto a la vida que será elusiva a sus aspiraciones.

lunes, 27 de enero de 2025

Chinatown

 

El desenlace de La noche se mueve (1975), de Arthur Penn, tiene lugar en el agua, en la inmensidad del mar, con el yate en el que se encuentra el detective protagonista (private eye) dando vueltas en círculos, como su propia mirada. De las profundidades del mar surgían cadáveres en el fondo acristalado del yate, y ahí se hunde el causante de todo el embrollo, tras caer del cielo. La mirada siempre entre medio, resbalándose en el líquido elemento de la escurridiza realidad (porque la mirada también está ofuscada). La noche se mueve era una aguda actualización de los patrones del film noir, no sólo configurativos, sino conceptuales. No era un homenaje nostálgico, que se quedara en superficies. Lo mismo ocurre con Chinatown (1974), de Roman Polanski, aunque fuera más tentador calificarla de ese modo al integrarla en esa corriente retro (noir) de ciertas producciones, tras el éxito de Bonnie y Clyde (1967), de Arthur Penn, porque su acción dramática transcurre en la década de los 30, y brillen esplendorosamente todos los atributos formales de ambientación ( vestuario, attrezzo…), es decir, puesta al día en color de unos tropos pretéritos, los de las investigaciones detectivescas noir (Polanski mencionaba a Chandler como influencia fundamental: por ejemplo, en la decisión de que se mantuviera siempre el punto de vista (a través de la mirada) de Gittes). Pero no porque sus trazos caligráficos sean refinadamente pulidos quiere decir que caiga en una licuada reproducción decorativista o esteticista. Evans, por cierto, desechó la opción de Polanski de que se contratara como director de fotografía a William A Fraker, con quien había colaborado en La semilla del diablo, para que no hicieran peña creativa, menos manejable, por tanto, por él.

Como las también excelentes La banda de los Grissom (1971), de Robert Aldrich y Dillinger (1973), de John Millius, recuperación, aún más sucia y sórdida (sobre todo la de Aldrich) de las turbiedades del pasado a través de las acciones gansteriles, en Chinatown, cuya acción dramática acontece en 1937, se realiza una prospección que es especular, un reflejo que surca los tiempos como réplica (tanto como equiparación como relación causa-efecto). Es decir, los lodos del presente (esa corrupción de los abusos del poder que se había explicitado de modo obsceno con el caso Watergate ) ¿en dónde tienen sus raíces? ¿Qué había variado en el país en cuarenta años, o qué seguía repitiéndose? Al fin y al cabo, las obras de Millius y Aldrich difuminan cualquier distinción entre ambos lados de la ley, e incluso no dejan de mostrar, como antes la de Penn, sus simpatías ( aunque sin idealizar o romantizar sus figuras) con respecto a los fuera de la ley (lejos de la corriente principal del género en los 30, donde se marcaban más nítidamente, en general, las diferencias: o cómo los representantes de la ley solían detentar la ejemplaridad). Aldrich lo lleva a los más lacerantes extremos, al entresacar conmovedor lirismo del romance entre la bella y el bruto, la secuestrada y el secuestrador, como el último residuo de la integridad o lo genuino entre tanta podredumbre moral.


Chinatown, con sus más refinadas maneras, acaba embadurnándonos con la putrefacción que emana de un entramado social regido por el caciquismo, el poder en las sombras (ese que no es institucional; el económico, hoy el corporativista, ese que rige las instituciones, y por tanto la sociedad, entre bambalinas). Este es el caso de Noah Cross ( John Huston), camuflado bajo la máscara de la respetabilidad, de la legalidad, porque controla los subterráneos desde donde manipula la realidad ( y su representación) a conveniencia, dando rienda suelta a su rapacidad sin límite ( no gana dinero porque lo necesita, ya que le el dinero le sale ya por cualquier poro, porque lo necesita, sino porque puede tener más, aunque él diga por el futuro: la codicia quintaesenciada), esa la pulsión de poder, de dominio ( el instinto más rudimentario del ser humano, aquel que se deja llevar por la apetencia y el capricho, aunque implique también poseer a su hija, sin importar el deseo de esta). El agua adquiere una relevancia fundamental. Es la primordial materia de la vida; su control refleja también ese control de la vida ( la ley de la selva). El agua es objeto de debate y litigios, el agua desaparece, dejando cauces secos, o aparece en los lugares más inopinados. Esclarecer las incógnitas alrededor de la gestión del agua, implicará enfrentarse a la primordial materia del ser humano, la corrupción. En albercas particulares, en su fondo, se encuentra alguna pieza de un puzzle (precisamente, unas gafas rotas) que posibilitará que la mirada descifradora (private eye) logre unir por fin las piezas, la visión de conjunto que aúna la corrupción estructural y la corrupción individual
                                                                  

En las secuencias iniciales queda patente que la mirada de Grittes (Jack Nicholson), el detective contratado por una mujer que piensa que su marido le es infiel, se ha apoltronado. Es una mirada vaga. Antes fue policía, en el hervidero de la realidad, en Chinatown, pero desistió. Ahora deja que su mirada discurra entre superficies, con el piloto automático puesto, entre prosaicos e intercambiables dramas maritales. En un estanque, mientras fotografía al marido en cuestión con una joven en un bote, la mirada se queda al pairo ante las apariencias; el resorte de la inercia le dice que está ante la típica relación entre hombre maduro y jovencita; la realidad, como irá comprendiendo paulatinamente, es mucho más complicada y turbia. Empezando por el hecho de que quien dijo que era la esposa de ese hombre no lo era sino una prostituta que habían contratado para intentar desvirtuar la imagen del marido en cuestión, Mulwray (Darrel Zwerling), que no es otro que el ingeniero jefe del Departamento de Aguas de Los Ángeles, cuya notoriedad se debe a que se niega a construir otro acueducto que traslade agua a Los Ángeles porque no lo ve viable (su integridad es la que determinará su muerte; ya quienes controlan la situación gestionan el agua a su conveniencia, es decir de modo discriminativo, solo para beneficio de unos pocos). Gittes comprende que, por su mirada ya vaga, se había convertido en alguien vulnerable a una aviesa manipulación, que utiliza al ojo descifrador como peón o pieza del puzzle para sus intereses (escurridizos, subterráneos). Eso le despierta; atenta contra su arrogancia, pero también entresaca algún rescoldo pretérito de compromiso con la realidad (de buscar la entraña de lo real; de sacar a la superficie los detritus ocultos). Pero husmear no es conveniente, se corre el riesgo, como así sucede, de que al sabueso le corten, literalmente, la nariz, para que no siga el rastro del olor a podrido.

A Polanski no le convencía el final escrito por Robert Towne, una feliz resolución con la muerte del villano (tampoco la voz en off, que suprimió), y consiguió, tras largas discusiones con el productor, Robert Evans, que le permitiera cambiarlo. Porque, según la perspectiva polanskiana, ante ese demiurgo subterráneo, que se extiende tentacularmente en cualquier institución, a la mirada descifradora sólo le queda, en última instancia, la impotencia. Aunque insista, sólo levantará el velo que cubría su sueño, su emborronada mirada vaga. En el hervidero de la realidad, Chinatown, tiene lugar la resolución, y la realidad es (propiedad) de quien dispone de los tentáculos para manipularla y representarla a conveniencia (Noah es quien tiene el control del arca). El ojo, la mirada que suponía el resquicio por el que encontrar la fisura, revienta, como el propio ojo de la hija de Noah, Katharine (Faye Dunaway), la real esposa de Mulwbray, quien, infructuosamente, intentó rebelarse contra su padre y se encontró con una bala. Olvídalo, es Chinatown, le dicen a Grittes en el plano final; lo que es lo mismo que decir Olvídalo, así funciona la realidad. Porque si se mete la nariz donde no te llaman, si se insiste en querer descubrir la verdad, en desvelar los subterráneos que rigen las superficies, en querer cambiar las cosas, la mirada no sólo puede acabar dando vueltas en círculo, sino que te la pueden reventar por mirar demasiado tiempo a unos abismos que no permiten que otra mirada cambie el escenario.



viernes, 24 de enero de 2025

The brutalist

 

La expectativa sobre películas que han recibido superlativos parabienes en sus primeros pases, por ejemplo en festivales, dirigidas por cineastas que hasta entonces no han suscitado particular entusiasmo se asemeja al temor por una tierra movediza camuflada. Es el caso de Brady Corbet, con The brutalist (2024), la cual, presentada en Venecia, fue recibida como una excepcional obra que parecía salirse de cualquier coordenada, y a la vez parecía recuperar esa dimensión más grande que la vida de las superproducciones de las décadas de los sesenta o setenta con su uso del formato de Vistavisión y su larga duración de tres horas y media. Como si representara (recuperara) al Cine con mayúsculas, en contraposición a lo que ofrecen las plataformas televisivas (por mucho que ya, a diferencia de décadas atrás, en el siglo pasado, no haya diferencia particular entre formato televisivo y cinematográfico). El temor provenía, en mi caso, de que sus dos largometrajes anteriores, La infancia de un líder (2015) y Vox Lux: El precio de la fama (2018), no me habían cautivado. De hecho, me habían parecido sobrecargadas y afectadas. Más pretenciosas que sustanciosas. Pero quizá por el deseo de ser espectador de una obra que desafíe moldes y además evoque un tipo de cine que raramente encuentra su eco en estas últimas décadas confié en que The brutalist pudiera ser una película que sorprendiera y conmocionara y sobrecogiera. Ya se han dado casos en los que un cineasta me sorprendía con una notable, cuando no excelente, obra pese a que su previa filmografía no me había resultado prácticamente atractiva o interesante. Interesante sí me pareció The brutalist, pero no me suscitó entusiasmo.

El título alude a un estilo arquitectónico, el brutalismo, caracterizado por construcciones minimalistas en las que no importa la vertiente decorativa sino que se resalta la materia usada para la construcción, como el hormigón. Importa la estructura más que la vistosidad de proporcionan los ornamentos, o el mismo color. Surgió en la posguerra, con particular incidencia en Gran Bretaña. The brutalist es una obra que a través del pasado intenta ser metáfora de un presente. Es una obra que pone en primer término la entraña clasista en la sociedad estadounidense, por tanto su materia básica desnuda, y además , por añadidura, expone la colisión o el pulso entre el creador y el empresario o inversor. Un inmigrante, húngaro, arquitecto brutalista, Laszlo Toth (Adrien Brody), llega, en 1947, a Estados Unidos. Un largo plano secuencia, en primer plano, que lo sigue por un espacio oscuro hasta que sale a la luz, la superficie, y contempla la Estatua de la libertad. El símbolo del país al que llega tras una travesía de padecimientos en Europa, por judío (por lo tanto, superviviente de un holocausto). Pero lo que parece no tiene porque ser. Su primera colisión se producirá con su primo, Attila (Alessandro Nivola), quien le ofrece cobijo y empleo, en su empresa de diseño de interiores, pero la conducta, inesperada, de Audrey (Emma Laird), la esposa de su primo, por sus relatos acusatorios (en cuanto conducta inapropiada), determinará que sea rechazado por su primo. Su segunda colisión, de más largo recorrido, será con otro superior, pero representante de la (dominante) identidad estadounidense, el millonario Van Buren (Guy Pearce), quien, tres años después, requerirá sus servicios como arquitecto para crear un espacio comunitario de grandes dimensiones, en honor de su madre, con gimnasio, teatro, biblioteca y capilla. Van Buren es el prototipo de hombre blanco, no lejano de lo que puede representar Trump, que, como dice su hijo, Harry (Joe Alwyn), tolera a los inmigrantes. Tras sus palabras admiradas se camufla la condescendencia de quien a la vez que se siente superior envidia la singularidad, no por posición y posesión, sino por talento, lo cual le reconcome. Y a quien la envidia reconcome no tardará en evidenciar que la sonrisa de la admiración pueda tornarse en colmillo de abuso.


Resulta prometedora, interesante, esa primera mitad, la primera colisión y el afianzamiento del vínculo contractual con Van Buren, tras un primer rechazo, ya que la primera reacción de Van Buren al ser conocedor de la renovación de su espacio personal, con la construcción de una nueva biblioteca, ocurrencia de su hijo Harry, será más bien colérica. Por eso, esta primera reacción, aunque Van Buren la intente justificar por la reciente muerte de su madre, sedimenta la sensación de que es un hombre que pese a sus recurrentes sonrientes muestras de admiración puede sorprender con algún giro de conducta que no sea precisamente cálido sino todo lo contrario. Y así será cuando la relación se irá agriando con reveses financieros y conductas abusivas. Su culminación acontecerá precisamente en un espacio de materia básica, la cantera, lugar de extracción del mármol, en Carrara, Materia básica: abuso. En paralelo, Toth seguirá lidiando con su adicción a la heroína y recuperará, tras larga separación, la relación con su esposa, Erzsébet (Felicty Jones), ahora inmovilizada, por osteoporosis. Pero en este segundo segmento, pese al expresivo tratamiento tenebrista de la iluminación y los colores, comenzará a asentarse cierto regusto por el tremendismo y la afectación. Por mucho, que se evoquen a películas como La puerta del cielo (1980), de Michael Cimino, en la que coincide por su planteamiento crítico de la naturaleza clasista de la sociedad estadounidenses, ya desde sus orígenes, The brutalist dista de su magisterio. Y, de nuevo, evocar a David Lean, en particular Lawrence de Arabia (1962), puede resultar desorientador. Es como mencionar un océano con respecto a un modesto arroyo. The brutalist, pese a su interés, no es lo que calificaría como el Cine. No conmociona, sino que se sobrecarga, entre el énfasis y su regusto por la turbiedad. Sus sugerentes apuntes críticos se diluyen en cierto autocomplaciente manierismo y en el deleite por los aspavientos o golpes de efecto dramáticos y formales.

miércoles, 22 de enero de 2025

Paso al noroeste

 

En un momento dado de Paso al noroeste (Northwest passage, 1940), de King Vidor, un personaje, Marriner (Walter Brennan), señala con perplejo asombro que han subido unos botes por una escarpada ladera donde ni las cabras transitan y que han cruzado, haciendo una cadena humana, los peligrosos rápidos de un río donde ni los peces nadan. Palabras que definen muy bien a una obra que materializa algo inusual de ver hoy en día, la narración de una genuina aventura que es esforzada odisea, superación de continuos escollos e imprevistas adversidades, con una crudeza y fisicidad poco habitual entonces y hoy en día, con la excepción de las dos últimas excelentes obras de Peter Weir, Master and commander (2002) y Camino de libertad (2010). Obras como Objetivo: Birmania (1945), y su variación, Tambores lejanos (1951), ambas de Raoul Walsh incidieron en semejante trance, al borde del via crucis, y con el mismo dinámico a la par que descarnado sentido de la aventura. Paso al noroeste, una vigorosa obra de aventuras en el paisaje del western, que posee el aliento de la gesta, no exenta de sus aspectos crudos y sombríos, era la producción más cara de la MGM desde que se había producido Ben Hur (1926). En el guion participaron en las distintas revisiones doce guionistas, además de los dos que fueron acreditados, Laurence Stallings y Talbot Jannings. Adaptaron dos novelas escritas por Kenneth Roberts, publicadas en 1937. Aunque en una segunda versión, en la que participó el novelista, se planteó adaptar ambos libros, se optó por la primera versión, que adaptaba solo el primero, Roger's Rangers. El novelista quedó tan poco satisfecho con las variaciones, incluido un final feliz, que se negó a propiciar más adaptaciones de sus obras, aunque King Vidor estuviera dispuesto a realizar la secuela. Irónicamente, la exploración del paso al noroeste, que da título a la película, sería el centro de la narración del segundo libro, no adaptado.

La acción se ubica en 1759, cuando lo que sería Estados Unidos era aún una colonia británica, en plena guerra con los franceses, que duraría siete años desde 1758. El objetivo de la misión que realizan los rangers, comandados por Rogers (Spencer Tracy), es sortear a los franceses y sus aliados indios para alcanzar las tierras de la tribu Akenabi que han estado realizando incursiones violentas, de una crueldad desorbitada, en territorio ingles, y acabar con ellos. Vidor narra implacable e impecablemente los diversos trances físicos que deben superar, cuyo desgaste se aprecia en sus cuerpos y rostros. Otro punto de interés es el retrato del líder, Rogers, del que no están exentos claroscuros (en el cual también se pueden ver antecedentes del Aubrey que incorpora Russell Crowe en la citada obra de Weir), quien tiene que mantener la determinación, a veces de modo inclemente, como cuando tienen que abandonar en su trayecto a los malheridos o cuando tiene que enfrentarse a las protestas de sus hombres dado que el hambre se hace cada vez más insoportable (su reticencia se debe a que pescar o cazar implicaría exponerse a que fueran advertidos por franceses o indios): en este sentido es elocuente el destino de los cuatros grupos en que se dividen cuando Rogers tiene que plegarse a esas demandas: uno de los grupos será casi exterminado cuando usen las armas de fuego para cazar un alce.

Como enriquecedor contrapunto están Towne (Robert Young) y Marriner, a través de los cuales somos introducidos en la narración, dos personajes que se han enfrentado a la autoridad, y han tenido que abandonar la ciudad. Marriner no es presentado sufriendo un castigo público, y Towne retornando de la universidad de la que ha sido expulsado por enfrentarse al rector, y encontrándose con escasa receptividad por querer salirse de la norma y querer ser pintor, aparte de sufrir la amenaza de ser detenido por no callar sus críticas a las autoridades de la ciudad, lo cual determinará su huida, en cuyo trayecto coincidirán, en una taberna, con Rogers. Este contrapunto sirve para amplificar el retrato de Rogers, sin idealizarlo, con sus claroscuros, o cómo puede suscitar admiración alguien con real condición de líder, cómo tiene que dejar a veces de lado la compasión pero también cómo sabe ser flexible a las peticiones de sus hombres (aunque luego se vea que él tenía razón). Para realizar gestas como las de estos hombres, se necesitan una voluntad, un carácter y una determinación como la de Rogers, porque es la estirpe de hombre que será capaz de, luego, alcanzar territorios desconocidos como el paso al noroeste, el que une el Pacífico y el Atlántico, una voluntad empecinada que sepa hacer de tripas corazón, y siempre con una capacidad resolutiva ante cualquier adversidad en una odisea llena de peligros.