Translate

viernes, 3 de enero de 2025

El guateque

 

El guateque (The party, 1968), de Blake Edwards, fue la cuarta colaboración del director con la Mirisch Company, tras La pantera rosa (1963), El nuevo caso del inspector Clouseu (1964) y ¿Qué hiciste en la guerra, papi? (1966). En teoría iban a colaborar en cuatro proyectos más, pero Edwards optó, para su siguiente producción, Darling Lili, por colaborar con la Paramount. El fracaso económico hizo tambalear al Estudio y Julie Andrews tardaría cuatro años en decidirse a intervenir en otra película. El guateque nació de la idea de Sellers y Edwards para realizar una película planteada como una película muda con subtítulos (ya La Gran carrera, 1965, se inspiraba en comedias slapstick de aquel periodo, en concreto las películas de Laurel y Hardy), pero Sellers sintió la necesidad de que su personaje sí dispusiera de líneas de diálogo, y desarrolló el personaje de Hrundi V. Bakshi, un torpe y naif extra, de origen hindú, dinamitador de rodajes. Y nunca mejor dicho lo de dinamitador, porque, en el rodaje que abre la película (que no es sino un remedo de Gunga Din), tras alargar hasta la exasperación la muerte de su personaje acribillado repetidamente mientras lanza su último toque de trompeta, que parece eterno, para avisar a un destacamento británico de una emboscada, y de atacar por la espalda a un enemigo, aunque portando un reloj del siglo XX, cuando la acción transcurre un siglo atrás, acaba provocando la explosión de un fuerte sobre el que aún no se había rodado ningún plano (de hecho, solo se podía rodar un plano ya que iba a ser destruido). Por si fuera poco, por accidental azar será invitado a una fiesta de envarados potentados del cine y otras celebridades variopintas, ya que el productor, Clutterbuck (J. Edward McKinley) no se da cuenta de que apunta el nombre de quien no quiere que aparezca en otra producción suya en el papel en el que consta la lista de invitados. Bakshi dinamitará el evento con su ingenua torpeza en una explosión de hilarante sucesivos gags que acabará con una inevitable inundación de la casa, porque su atolondrada carencia de doblez, cual niño grande, es como el tsunami en un mundo regido por la presunción y arrogancia del que se autoafirma en su posición, y de la que intenta aprovecharse, caso de Divot (Gavin McLeod), el productor ejecutivo a cargo de la película cuyo rodaje dinamita Bakshi, y que intenta, infructuosamente, ligarse a una chica, Michele (Claudine Longet), a la que vetará por negarse, y que, precisamente, establecerá un singular vínculo afectivo con Hrindu, como cómplices que han sido abocados a los márgenes de la industria.

Bakshi genera desorden y contrariedades, como quien desconfigura las coordenadas de un entorno medido y definido, pero a la vez no deja de colisionar con su entorno, como un cuerpo desajustado. Es a través de los dispositivos mediante los que se evidencia ese desajuste que propicia un descontrol. No se da cuenta de los estragos que causa con las distintas teclas que pulsa en el panel de control (en una casa en la que según qué tecla, algo se cierra o se abre, sea la barra del bar o la piscina). O con el dispositivo de sonido, cuando no se da cuenta de lo que dice o emite, sean palabras o sonidos estridentes, con el loro (pajarito num num), al que intenta dar de comer. En otras ocasiones, su manera de expresar su cuerpo evidencia esa discordancia: la circunstancia en la que se contorsiona mientras escucha cantar a Michele, la acompañante del crispado productor del peluquín. Y están esas otras en las que provoca un mal funcionamiento, como él es también una avería en su entorno laboral (como fue el caso del rodaje), caso de su lucha con la inundación que crea en el baño cuando provoca un desajuste en la cisterna. Como solía ser el caso de Jerry Lewis, se convierte en un cuerpo, una presencia, que desestabiliza un entorno definido por el envaramiento o una formalidad que poco tiene que ver con la naturalidad, y más con la conveniencia y la suficiencia. Comete infracciones, como cuando, durante un tiempo, poco más llegar, camina sin uno de sus zapatos, hecho que intenta disimular con un papel. Es una nota discordante en el conjunto. Por esa condición, y el uso del espacio, y sus objetos y dispositivos, se aprecia la influencia del cine de Jacques Tati, en concreto de Mi tio (1959), aunque la concentración escénica evoca la larga secuencia del restaurante en la magistral Playtime (1967).

Una de las grandes ocurrencias del guion, firmado por Edwards y los hermanos Frank y Tom Waldman, es utilizar a otro personaje alternativo, en cuanto focalización de gags y en cuanto elemento transgresor o dinamitador de circunstancias: el camarero, Levinson (Steven Franken), que se irá emborrachando progresivamente (bebiendo las copas que los invitados rechazan). En la memorable secuencia de la cena resulta hilarante cuando se pone a servir la ensalada y se da cuenta de que no lleva los cubiertos necesarios para servirla, y lo hace con su mano en cada plato, para envarada perplejidad de los invitados. A continuación llega el, también envarado, jefe de camareros, Harry (James Lanphier), quien le reprende con su mirada (está hasta el moño de él) y generándose un gag de caídas y golpes cuando Harry intenta cogerle la bandeja, pero el camarero se resiste, enredándose en un tira y afloja hasta que se cae la ensalada al suelo, y ambos se agachan, chocándose sus cabezas. Ya en la cocina, con una aguda utilización de la profundidad de campo y del efecto de las puertas bamboleándose, abriéndose y cerrándose, apreciamos cómo el jefe de camareros, crispado, intenta ahogar al borrachuzo camarero, ante la atónita, y casi mineral expresión, de Hrundi, y la rubia oxigenada invitada. Un gag que luego se volverá a repetir, en un brillante ejemplo de cómo saber utilizar un gag en el punto justo, esto es, ni quedarse corto, ni pasarse en la cocción. Así uno repite con gusto, pero no se empacha. Memorable es también cuando Hrundi abre la puerta del baño y sorprende al jefe de camareros en ajustada prenda interior roja comprobando su musculatura en el espejo. En suma, Hrundi, es como un elefante en un cacharrería. Por eso, resulta coherente que en las secuencias finales el decorado sea dinamitado por la irrupción de la hija y sus amigos, que traen un elefante. El escenario de conveniencias será borrado con las burbujas que se expandirán tras intentar limpiar los dibujos en el cuerpo del elefante, ya que para Hrundi representa un sacrilegio según su cultura. El hombre al que se pretendía borrar y marginar del mapa del escenario cinematográfico genera un borrado del espacio interior de uno de los que dominan y controlan ese escenario.

miércoles, 1 de enero de 2025

La luz que imaginamos

 

El hecho de que La luz que imaginamos (All we imagine as light, 2024), primer largometraje de ficción de la cineasta hindú Payal Kapadia, tras su documental Una noche sin saber nada (A night of knowing nothing, 2021), que se estrenará en España a finales de enero, no fuera elegida por la Federación de cine de India para representar al país en los Oscars, generó cierta controversia internacional dado el entusiasta reconocimiento que recibió en el Festival de Cannes, en donde ganó el gran premio del jurado. El presidente de la federación justificó la decisión señalando que parecía un película europea realizada en India en vez de una película hindú en India. Curiosa distinción. Mientras que la elegida no ha pasado el filtro de las quince producciones extranjeras que aún aspiran a ser nominadas para el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa, La luz que imaginamos ha recibido numerosas nominaciones y premios por parte de la crítica internacional. Es un caso que recuerda al de otra admirada película hindú, The lunchbox (2013), de Ritesh Batra, que tampoco fue elegida para representar a India. La luz que imaginamos conecta particularmente con otra espléndida obra de Batra, Tu fotografía (2019), en la que el protagonista, harto de la insistencia de su madre para que se case, propone a una mujer que se haga pasar por su prometida. En La luz que imaginamos se expone cómo se sigue sintiendo como una condena esa tradición hindú según la cuál los padres eligen al marido de sus hijas aunque ni siquiera lo conozcan, o rechacen a quien ella quiere porque, por ejemplo, su religión sea otra.


La luz que imaginamos comienza con un travelling que recorre las bulliciosas y concurridas calles de Mumbai (ciudad natal de la cineasta), mientras se suceden diversas voces en off de varios de sus habitantes. Las dos protagonistas, enfermeras, son singularidades y a la vez representantes de una sociedad, o de una circunstancia social. Se presenta a un conjunto en el que paulatinamente se destacará a ambas mujeres, las cuales comparten piso. La mayor, Prabha (Kani Kusruti) se casó con un hombre que había sido elegido por sus padres, un hombre al que no ha visto en un año, ya que se marchó a Alemania. Ese momento en el que recibe una caja con un aparato para hacer arroz, sin remitente, que suscita su desconcierto, ejemplifica esa distancia entre quienes no mantienen comunicación, y ejerce como detalle que suministra cierta extrañeza a un relato que pareciera transcurrir, aunque no sea así, en la noche. Por su parte, Anu (Divya Prabha), algo más irresponsable (le pide de nuevo que ese mes aporte su parte del alquiler) mantiene relación con un chico musulman que sabe que no sería aceptado por sus padres, motivo por el que le cuesta disponer del valor necesario para planteárselo. Ya lo refleja el hecho de que lo sepan muchos en el hospital pero no su compañera de piso, porque teme sus cuestionamientos. Ambas circunstancias exponen dos tipos de circunstancias que se sufren por el lastre de una tradición que se siente como yugo.

Es sugerente el contrapunto metafórico de la amiga de Prabha, también enfermera, Parvaty (Chhaya Kadam), quien va a ser expulsada del piso en el que ha vivido durante veinticuatro años porque quieren construir otro edificio. Carece de los papeles necesarios que puede corroborar que vivía ahí, o no sabe donde los pudo guardar su ya fallecido marido. Es como si no hubiera existido durante ese tiempo. Como si así pudiera ser fácilmente borrada de la realidad, en este caso por otras conveniencias, las del capitalismo que arrasa con lo que puede. Ejerce de contrapunto de esa dificultad de mujeres como Prabha y Anu para poder construir la realidad según el propio deseo y la propia voluntad. Por eso, Prabha no dispone del valor necesario para ser receptiva con las muestras y propuestas afectivas de un compañero de trabajo. Y Anu prosigue con su relación como si vivieran en una realidad aparte, clandestina, una realidad que viven como la propia pero a la vez como si no pudiera existir a la luz pública. En las secuencias finales se da una circunstancia, entre la realidad y la fantasía, entre Prabha y su ausente marido, una sugerente metáfora sobre una vida cuya realidad se siente como ausencia, como es el caso de Prabha. Una circunstancia en la que es relevante la reanimación de un cuerpo que parece ahogado. Vidas que se sienten ahogar, vidas que no logran que la luz que imaginan pueda ser la que habite su realidad, la cual sigue siendo una luz en la oscuridad como la de, en la espesura de la noche, un chiringuito en la orilla del mar. Un lugar aparte. El latido luz que les sigue animando. La luz que siguen imaginando.