Un árbol flotante emerge, luego un segundo, un tercero y un cuarto, etcetera. Sus raíces se extienden en el aire, algunos detalles son más visibles, algunas hojas recuperan su forma como dos almas errantes que reconstruyen su universo. Un río aparece en el jardín. Mekong hotel (2012), de Apichatpong Weerasethakul es un río que aparece en la pantalla. Se extiende como esa frase, una paradoja que refleja y condensa la constitución de esa aparición. Un árbol emerge, un río aparece en el jardín. Es una obra que reconstruye; la vida no deja de regenerarse, transformarse; su narración lo hace cuerpo, música, sensación. Su narración habita, respira. Lo que revela no deja de ser misterio, como el agua se escurre entre las manos. El hotel Mekong se encuentra en una frontera, entre Laos y Tailandia, pero en su interior se diluyen las fronteras. Confluyen el escenario y los bastidores, el tiempo pasado y el presente, realidades paralelas, el documento y el sueño, como si fueran habitaciones de un mismo edificio, espacios que se comunican.
En la primera secuencia, el compositor y músico Chai Bathana, en compañía del director, como si se diera a la llave de contacto para arrancar la narración, intenta recordar, por dos veces, los acordes de su composición. La música de su guitarra española domina la narración, incluso superponiéndose a las voces de los actores. Hay alguna secuencia en los que estos, tras finalizar una escena, miran a cámara. También miran a la distancia, que puede ser la del tiempo. Hay fantasmas que devoran cuerpos de seres vivos, sin hacer distinción entre el de un perro o un ser humano. Se dice que el amor devora. O los sentimientos, las ilusiones, que quieren traspasar todas las fronteras, y ser la otra carne, la carne del otro, sentirla, hacerla parte de uno mismo, sumergirse en su materia. Hay almas errantes que no dejan de reencarnarse en los más diversos cuerpos, a través de los cuáles se reencuentran. Un hombre y una mujer se atraen, pero también son una madre y una hija que vuelven a encontrarse tras largo tiempo de separación. Y las reencarnaciones proseguirán, en diversas criaturas. No hay límites ni fronteras, los árboles emergen en el agua, y los ríos aparecen en el jardín.
Los fantasmas, los pobs, sienten que viven sumergidos bajo el agua. Surgen cual inundación, como las que hubo en la época del rodaje en Tailandia. Con las inundaciones las fronteras quedan abolidas. El agua reniega de sus cauces, de sus límites y se desborda, agua y tierra conjugadas. Se es uno y se es otro. Las emociones se despliegan y muerden las entrañas del otro, de quien amas, sea tu madre, tu hija o el hombre o mujer que deseas. No se deja de recordar a quien se ama, aunque no esté presente, aunque haya transcurrido mucho tiempo desde que se le ha visto. Se le siente presente, parte de uno mismo. Se evoca un pasado, y se sigue estando en él, como el pasado habita en uno, aquel momento en que por primera vez se experimentó la posibilidad de surcar las aguas con una moto acuática, el recuerdo fluye en la mente mientras observa en el presente a otros chicos surcar las aguas, como trazos en la pantalla del agua, cursos y nexos tan visibles como invisibles, otras conexiones. La imaginación surca los tiempos y las realidades, lo que evoca y lo que sueña, que se entrelazan como las estelas en el agua. Y la música se despliega, como la ceremonia que diluye las fronteras. Por un momento se hace el silencio cuando alguien menciona que utiliza una maquina para hacer visibles esas otras manifestaciones, esos fantasmas, como al fin y al cabo es la maquina del cine, de la cámara y del proyector, la que hace de los fantasmas en una pantalla ilusión de realidad y presencia. Y también posible realización de lo sublime, la música de la ilusión. Mekong hotel lo logra.
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