La magistral Daniel (1983), de Sidney Lumet, según la novela, publicada en 1971, El libro de Daniel, de E.L Doctorow, autor también del guion, es un contundente latigazo de concienciación, tan frontal, en cuanto cruda, como la mirada del mismo Daniel (Timothy Hutton) que nos contempla desde la pantalla en la secuencia introductoria, y posteriormente, en diversas transiciones durante el desarrollo de la película, mientras enumera las diversas, y brutales, aplicaciones de la pena de muerte a lo largo de la historia, como reflejo y constatación de la recurrente tendencia del ser humano a infligir daño. Sea por mero placer o legitimada por una condición sancionadora por ley o credo, la capacidad de retorcimiento del ser humano para idear modos de tortura o de ejecución (eviscerar, quemar, mutilar…) no parece disponer de límites. Una película como Daniel representa la cualidad opuesta de la naturaleza de ser humano, su vertiente constructiva, consecuente y empática, como refleja un hermoso final que inocula un espíritu combativo que no debe desfallecer contra todas las injusticias y todos los desafueros que comete toda instancia (colectiva o individual) que dispone de poder. Del mismo modo que los padres de Daniel, Paul (Mandy Patinkin) y Rochelle (Lindsay Crouse), se manifestaron, treinta años antes para que el gobierno estadounidense interviniera contra la amenaza de una dictadura franquista, o contra las injusticias laborales, su hijo mantiene ese talante, en su caso contra el intervencionismo en Vietnam.
Daniel, en las primeras secuencias, más bien se define por el apoltronamiento su cinismo, o su convicción en la inutilidad en cualquier acción de disidencia y protesta. Entremedias, el sufrimiento de su hermana, Susan (Amanda Plummer), cuyos problemas emocionales no estaban vinculados a la enfermedad (o lo que se suele catalogar de modo impreciso como trastorno mental) sino al desconsuelo. La aflicción frente al cinismo. En su cuerpo, como un tumor de desolación, se concentra todo un grito de desesperación e impotencia por el sufrimiento que infligen las instancias de poder con los desafueros de sus conveniencias y abusos, caso del que sufrieron sus padres, condenados a morir en la silla eléctrica en 1953 al ser declarados culpables de espionaje (robo de documentos relacionados con la actividad nuclear), reflejo del periodo más intenso de persecución del comunista, entre finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta, en Estados Unidos. Las vidas de los hijos están ficcionalizadas (realmente se llamaban Michael y Robert) y adquieren una condición más bien emblemática como reacción a aquellos acontecimientos (la aflicción impotente e irreparable y él ánimo disidente combativo que se desprende del cinismo cual ave fenix). Daniel vivirá todo un proceso de concienciación a partir de que vea a su hermana quebrar su sistema nervioso en pedazos, y sea internada en un hospital psiquiátrico, lo que no deja de simbolizar a lo que se aboca la falta de memoria así como todo espíritu contestatario y disidente: El agónico desconsuelo de Susan será el electroshock que le impulse a rastrear e indagar en el pasado, buscando una visión o versión más definida y clara.
La narración alterna tiempos, como una fractura que se
cohesiona. Por un lado, las entrevistas que realiza Daniel a quienes vivieron
doce años atrás, de modo directo o periférico, aquellos acontecimientos y, por
otro, su propia experiencia o perspectiva como niño combinada con algunos de
los percances que sufrieron sus padres durante diversas manifestaciones del
partido comunista. La indagación se encuentra ante la maraña de un contexto
difuso (lo que acentúa la desesperación
ante la tragedia narrada) de conveniencias de unos u otros, sea cual fuera su
facción, que determinaron que sus padres acabaran detenidos en 1950 y
condenados a muerte tres años después, quizá como chivos expiatorios (fueron
los únicos condenados a muerte por espionaje en tiempos de paz en Estados
Unidos). Más allá de la auténtica trama de los hechos, de lo que hicieron o no
sus padres, de las motivaciones de los tejemanejes de las instancias de poder y
de lo conveniente que incluso fuera el martirologio para el partido comunista
(por lo que, sobre todo el padre, no ayudaron del modo deseable al abogado
defensor), la única certeza es la aberración ultrajante de tal hecho (en un
país que se consideraba adalid de la democracia y las libertades). Esa
sensación de intemperie, de desvalimiento, queda admirablemente descrita en el
encadenado secuencial que describe la breve estancia de los niños en casa de su
tía hasta que esta decide ingresarlos en un asilo para niños y, sobre todo, en
la prodigiosa secuencia que describe su huida, cómo recorren calles y calles,
hasta llegar a su casa abandonada. Un vacío. Y queda apuntillado en las sobrecogedoras secuencias en de su visita a
sus padres en la cárcel (primero con él, después con ella, ya que no pueden
coincidir), secuencia que demuestra el dominio de Lumet del plano general,
dilatado en su duración (que hace más desgarradora la situación, ya que no deja
espacio para la catarsis emocional), y que tiene su doliente culminación en las
secuencias de las ejecuciones en las que son electrocutados.
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