Un extranjero es un
ser extraño. Tú siempre te has sentido así: como alguien que no forma parte (…)
Un pie dentro y otro fuera, formar parte y sin embargo ser distinta.
Louise, la protagonista de la magistral Rápido, tu vida (Errata naturae), de la escritora francesa Sylvie Schenk (1944), no entiende
ni comparte las reticencias de su padre a su relación sentimental con un
alemán, ya que para él cualquier alemán, todo alemán, representa lo que él
sufrió con los alemanes cuando ocuparon Francia durante la guerra. Para él es
un alemán, una representación, no una singularidad. Es una recurrente manera de
relacionarse con los otros. Los otros son representaciones de algo. Es una
actitud que compartimenta, y que incluso se afirma con respecto a algo, y el
sentimiento de agravio suele ser uno de los motivos preponderantes. Louise no
entiende esa actitud o perspectiva porque es una noción restrictiva del
concepto de extranjero. Ella, de hecho, se siente extranjera con respecto a su
realidad alrededor. Louise, por tanto, representa la actitud contraria, la
actitud que se interroga sobre sí misma, sobre cómo siente, y sobre cuál es el
fundamento de su relación con la realidad. Por eso, para ella es un goce
también cuando rompe amarras con respecto al entorno en el que transcurrió su
infancia y su adolescencia, un pueblo rural. Quizás has llegado ahora a tu otra vida (…) No cambiarías por nada el
tambaleante mundo que te rodea. Louise es la actitud que no se pliega o
adapta fácilmente a unas coordenadas preestablecidas, a las que se supone que
hay que ajustarse en el paso a la vida adulta y su afianzamiento. Prefiere tambalearse. Por eso, su tránsito es el
de la constante interrogante. Por eso, la narración opta por la segunda
persona. Se dirige a sí misma no como si fuera una ella sino un tú, no la
completa extrañeza de la tercera persona sino ese estado intermedio de relación
con un pie fuera y un pie dentro, una perspectiva que no se pierde de vista,
porque por un lado, en parte, como estado natural, se siente a gusto en la
incertidumbre que puede confrontar con lo que es (más que con lo que parece), y
por otro lado como quien se contempla a sí misma desde fuera como un personaje
en una ficción, una desconcertante y sorprendente entidad a la que contempla
como si fuera testigo de un documental observacional, pero con la destilación
de la vibración poética de un yo que se pregunta por todo porque no da por
sentado ningún contorno. Un desajuste que, en principio, implica consternación.
La literatura entera solo ha tratado un
tema: el ser y el parecer, la vida como ilusión, como sustitutivo, como tapón
sobre la nada. La vida es un engaño centelleante. Lo que sigue siendo auténtico
es el sufrimiento, el grito, el corte en la carne, el desamparo de Henri, su
sed de venganza.
En esa edad de formación en la que se perfila cómo uno se
integra, o no, en un contexto, se pregunta por qué siente lo que siente por
alguien, si es más por la necesidad, u otros condicionamientos, que por la real
conexión.
No sabes qué quieres de Henri,
estabas muy sola y te has entusiasmado muy rápido (…) Si observas tu vida de
estudiante percibes sus carencias, cómo, desarraigada de tu antigua vida,
flotas sobre un suelo vacío (…) Tienes diecinueve años, necesitas amigos,
deseos propios, una dirección, un lugar
en la juventud, quieres ser parte de algo. En la confrontación con experiencias
nuevas, como el mismo sexo, no deja de sentirse como una actriz en una
circunstancia contaminada con todas las referencias previas o las fantasías de
las mismas expectativas.
Tu nombre suena
ajeno, ¿qué tiene que ver con Louise este cuerpo desnudo? (…) Tienes la sensación de no estar realmente
ahí, tienes la sensación de estar imitando a alguien. En términos
generales, cuando sus sentimientos parece que la desbordan y desmontan toda
coordenada preestablecida sobre cómo se supone que debe sentir y cómo deben
establecerse las relaciones, no deja de cuestionar el fundamento de las
relaciones sentimentales, en qué medida más que ajustarse a las reales
conexiones se pliegan más a una idea o un precepto, a la circulación pragmática
de un escenario social, como un animal salvaje al que intenta domarse.
¿Qué pasaría si vuestro amor fuera solo una
forma de presentarse el amor? ¿Aprendida, imitada, transmitida desde hace
siglos por la literatura? ¿Hace falta amar? ¿Es el amor un fenómeno de la
civilización?¿El brillante envoltorio en torno al sexo? ¿Es el amor un paso
obligatorio para sentirse adulta? ¿El ardiente final de la inocencia y la
niñez? ¿El portal adornado y engañoso a la rutina gris del matrimonio, de la
familia, del trabajo? Esos pensamientos te dan vértigo. Y ¿Por qué debería
amarse solo a un hombre y no a dos o varios, incluso al mismo tiempo?Sylvie se interroga por todo, y observa con detalle, dos
cualidades que van unidas. Ejerce de maestra, en su sentido más genuino.
Le enseñas a prestar atención a las cosas y
las personas, lo que puede escribirse sobre los colores, sonidos, movimientos y
rostros, lo llevas a la ventana y lo animas a atribuirles formas de animales a
las nubes, le muestras cómo plasmar de forma sugerentes pequeños dramas y, si
hace falta, inventarlos (le enseñas autoficción, fantasía y crónica vital en
una). La realidad es una materia potencial de interrelaciones que no se
advierten a primera vista por la mirada vaga que simplemente se acomoda a los
hábitos y las rutinas. Los otros son un potencial de historias. ¿No sentimos
que desaparecemos cuando no hay acontecimiento alguno en nuestra vida, es
decir, que no hay ninguna historia en nuestra vida, nada que nos pase, nada que
podamos relatar a otros?
La sensación de
no existir realmente se basa quizá en que no tienes historia. Louise admira
la escritura de Marguerite Duras en
Hiroshima
mon amour:
en su libro encuentras
esos balbuceos y estremecimientos de silabas y sentidos, oyes los latidos de un
corazón, un estallido de emociones en estado puro, aunque seguro que Duras ha
sopesado con el máximo cuidado cada palabra. La escritura de Schenk dispone
de cualidades semejantes. No es igual, porque la escritura de Duras
probablemente sea de las más singulares que ha deparado la literatura, pero se
desplaza con fluidez en ese terreno intermedio de la narración y la destilación
de pedazos de emociones con una admirable coreografía sintáctica. Es la
inmersión en la experiencia del yo, en sus mareas y corrientes, pero también un
desplazamiento hacia un otro tú que no es solo ese propio tú que ejerce de fructífera
distancia en la que nos podemos observar para afinar y modificar en proceso
nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos, los demás y el afuera, sino
con ese tú que es ese otro singular con el que establecemos una relación más próxima
que con cualquier otro, la relación que se convierte en la fundamental prueba
de nuestra capacidad empática para sentir a los otros. ¿Comprendemos de verdad
el punto de vista, cómo siente, aquel que se supone que amamos, más allá de lo
que representa para nosotros como figura excepcional romántica? Por eso, la
narración se revelará como un trayecto hacia la capacidad de poder poner voz a
la experiencia del otro. O cuando la extranjería se dota de armonía con la
capacidad empática.
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