¿Por qué matar a un ruiseñor? Por qué hacer daño a una
criatura que nos hace un bien con su presencia, que alegra la vida con su
canto? ¿Por qué hacer daño a la nobleza? Es la pregunta que subyace en el
título de Matar a un ruiseñor (Kill
a mockingbird, 1962), de Robert Mulligan, con guion de Horton Foote, quien
adapta la homónima novela de Harper Lee
(que se inspiró en vivencias propias y sucesos que habían acontecido cerca de
su localidad natal, Monroeville, Alabama). En la narración cinematográfica acontecen
en Maycond, y no en 1936, como en la novela, sino en 1932. La perspectiva es la
de Scout, perspectiva que es evocación,
ya que su voz introduce la narración desde la evocación veinte años
después. Con seis años, y con los rasgos de Mary Badham, su mirada proyecta las
interrogantes y desconciertos, como mirada que progresivamente se conforma,
perfila y ajusta (es una mirada en proceso de formación), aún más que la de su
hermano Jem (Philip Alford), cuatro años mayor. Nos introducen en la mirada que
aún contempla el mundo como un espacio o escenario difuso, entre lo real y lo
mágico, lo fabuloso y lo cotidiano. Representa la perspectiva que aún contempla
la realidad como un escenario entre el cuento o la leyenda y la realidad, sin
aún diferenciar los límites. Resulta manifiesto a través de su proyección sobre
la casa vecina, en concreto, la enigmática figura, en cuanto aún no
visibilizada, que es el hijo, Boo (un sobrenombre, el del misterio y lo
fantasmal, lo siniestro y lo ominoso, cual fantasma de una mansión gótica). Es
una figura que es una sombra, una sombra sobre la que especulan, y que los
relatos han convertido en una criatura con dientes afilados y baba. Una sombra
que les asusta cuando se cierne sobre Jem mientras realizan una incursión en la
noche (para demostrar su valor). Una sombra, de todas maneras, que no le ataca
sino que retrocede. Una contradicción que ya sedimenta una interrogante ¿Es un
monstruo realmente?
Otro tipo de monstruo, una figura entremedias de lo real y lo anómalo, una figura real cuyo comportamiento habitual está alterado, irrumpe en su calle, sí de modo visible, con colmillos y baba, un perro que sufre rabia, al que tiene que abatir su padre, Atticus Finch (Gregory Peck); detalle elocuente, no puede sostener sus gafas cuando se posiciona para disparar, por lo que debe tirar sus gafas al suelo (el enfoque sobre la realidad puede alterarse, o no ser fácil de precisar). Atticus precisamente destaca por una mirada ecuánime que intenta que sea la que prime en una realidad que más bien se define por su alteración u ofuscación (la de la actitud humana que se guía por sus impulsos viscerales). Atticus es un abogado que, precisamente, defiende a quienes otros califican como un monstruo, en el territorio de lo real y cotidiano, Tom Robinson (Brock Peters), un hombre negro al que casi todos consideran culpable de la violación de una mujer blanca, Mayella (Collin Wilcox), hija de un virulento racista, Bob Ewell (James Anderson). La figura de Boo no será visibilizada hasta los pasajes de la conclusión, pero también, durante buena parte del metraje, Robinson es también una figura también invisible, hasta el momento en que comienza el juicio (¿no es invisible por su condición estigmatizada, y marginada, por su raza, y por las ofuscadas, virulentas (y convenientes) proyecciones de los racistas, que lo convierten en una figura irreal, distorsionada, que no se corresponde con cómo es en realidad? Matar a un ruiseñor es una obra sobre los monstruos que generan nuestros miedos, nuestros prejuicios y la vertiente abyecta del ser humana (su naturaleza virulenta) y sobre su opuesto, la empatía, la comprensión del punto de vista de los demás, la capacidad y deseo de ponerse en la piel de los otros.
Atticus Finch es un excepcional ejemplo de esa capacidad y actitud empática, epítome de la nobleza de espíritu. Un hombre razonable, cabal, sereno y comprensivo. Cuando nos es presentado comenta a su hija, Scout (Mary Badham), que hubiera preferido no agradecerle su detalle a un vecino, Cunningham (Crahan Denton), porque sabe cuánto le incomoda a Cunningham esa circunstancia. Atticus alguien que tiene presente siempre cómo sienten (o pueden sentirse) los demás. En otro momento, cuando Scout no entiende por qué ha actuado mal, precisamente con el hijo de ese hombre, Atticus le dice que en la vida para comprender y entender a los otros es necesario saber cuál es su punto de vista, qué sienten y piensan, cómo les afectan las cosas y cada circunstancia. Atticus no proyecta sus miedos o recelos. Atticus es un caballero cuyas lides son combatir los prejuicios y las presunciones. Defiende a un hombre negro acusado de violar a una blanca en un contexto, una población sureña, en el que racismo aún palpita feroz en ciertas mentes mezquinas, aunque sepa que se enfrenta a casi un imposible. Los caballeros como él asumen que van a contracorriente. Por eso, todos los negros se ponen de pie cuando él abandona la sala tras el jucio. Un gesto de respeto para quien con sus acciones demuestra su constante respeto a los demás sea cual sea su condición. No deja que sus impulsos viscerales le dominen ni siquiera en la derrota, en la que podría verse tentado de descargar su frustración. Efectivamente, Robinson es declarado culpable y, aun más, recibe un escupitajo de uno de esos representantes de la mentalidad obtusa, Ewell, sin responder a la provocación de la violencia. Porque ésta es algo a combatir. Cuestiona repetidamente a Scout que no se involucre en peleas, o que las provoque, por bueno que sea su motivo. No anima al uso de las armas, pese a que su hijo quiera disfrutar de una de ellas como otros chicos de su edad (aunque él sea diestro en el uso del fusil, como demuestra con su puntería cuando tiene disparar al perro rabioso). Pero no cree en los alardes, como no hay heroísmo en sus acciones, sino que actúa por necesidad (el perro rabioso) o por sentido de la integridad y empatía (con la furia de la turba que quiere linchar al hombre negro acusado). Su arma es el razonamiento templado, la ecuanimidad. Es la actitud que persevera en su resistencia ecuánime. Asume las derrotas, pese a que las considerara previsibles, como el veredicto de culpabilidad de Robinson, aunque sea con desesperación, como su muerte posterior, cuando de nuevo intentó huir de una vida que consideraba inapelablemente condenada. Atticus aún creía posible que la apelación pudiera haber fructificado (como expresa cuando recibe la noticia, por primera vez mostrando su semblante a los demás, y a cámara, ya que en principio se ha mantenido de espaldas, mientras lidiaba con su desolación e impotencia).
Atticus se asemeja, en actitud, a otro hombre de leyes, Abraham Lincoln, quien, en El joven Lincoln (1939), de John Ford, se enfrenta también a otro intento de linchamiento. La mente linchadora es la que genera y proyecta monstruos ilusorios con su inflexibilidad y sus prejuicios, incapaces de verse a sí mismos como monstruos por el daño que infligen, o no dudan en querer realizar justificados por su furia. No es Tom Robinson un monstruo ni lo es Boo, realmente Arthur (Robert Duvall), quien, precisamente, evita que Jem y Scout sean agredidos en el bosque por Ewell. La sombra de la realidad mágica, fabulosa, creada por Jem y Scout, se hace presencia, e interviene, para salvar sus vidas. No solo no era un monstruo, una amenaza en la sombra que temer, sino que se revela que era él quien había dejado diversos objetos en el tronco de un árbol entre ambas cosas (un par de muñecos que representaban a Jem y Scout, una medalla…), y es quien les salva, matando al real monstruo, la mente mezquina del racista y padre violento y abusivo, ya que era él quien realmente había apalizado a su hija tras que esta pidiera a un negro que la besara. Se descubre por tanto que bajo la apariencia, tras la proyección estigmatizadora que ha hecho de la incógnita temor y amenaza, no hay sino un ruiseñor. Una figura frágil y noble que salva a los niños de la real amenaza, la turbia mentalidad del obtuso y violento racista. Esa figura tímida en penumbras, tras la puerta de la habitación en cuya cama yace el herido Jem, que descubre Scout. El trayecto de la narración, a través de la mirada de la niña, es una odisea del conocimiento, el descubrimiento de la consciencia de cómo nuestra ignorancia, nuestro más temible monstruo, no se esfuerza en discernir la bella vulnerabilidad del ruiseñor.
El tema principal de la excepcional banda sonora de Elmer Bernstein.
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