La ciencia tiende a
proyectar sus a priori sobre la realidad que observa, afirmando contra
múltiples evidencias que la naturaleza misma está privada de intención (…) se
ve lo que se cree y no sólo a la inversa. Y para cambiar lo que se ve, a veces
es necesario modificar lo que se cree. No solo la ciencia tiende a
proyectar sus a priori. Desde el principio de los tiempos hay una preponderante
tendencia humana a enquistar una concepción de la vida o la realidad como la
concepción según unos preceptos que adquieren la condición de dogma. En el
mismo siglo diecinueve, como expone el antropólogo canadiense Jeremy Narby
(1959) en La serpiente cósmica (Errata
naturae), adquirió la condición de audacia el cuestionamiento en el XIX de la versión de los hechos establecidos
por una lectura literal del Genesis. Un siglo tan decisivo en los avances
de la ciencia también se enquistó en otros aprioris categóricos (clasistas).
Esos que instituyó la suficiencia occidental frente a otras manifestaciones de
pensamiento (fueran del pasado o de otras geografías). Los pensadores europeos del
siglo XIX mantenían que ciertas razas humanas estaban menos evolucionadas que
otras (…) con el fin de estudiar de manera sistemática esas sociedades
>>primitivas>>, <<inferiores>> o que aún <<viven
en la Edad de la Piedra>> nació pues, en aquella época, la antropología.
Se pensaba que así se podría comprender mejor <<nuestro>> presente. Todo en función de un yo o un nosotros
(tendencía recurrente del ser humano). Narby no se ajustaba a ese molde que no
tardó en comprender que, también, es una herramienta de control (<<el lenguaje neutro y supracultural
del observador>>). Su mente receptiva se abrió pronto a todas las
posibilidades. La realidad es según la percibas, y en Occidente hemos
instituido, de modo inflexible, un modo de percibir y concebir la realidad que
deja poco espacio para otras posibilidades. La brecha que definitivamente desestabilizó
toda presunción de concepción sobre la realidad fue el contacto con la cultura
ashanica, en la selva amazónica, que parecía
considerar las visiones provocadas por las plantas alucinógenas tan
<<reales>>, sino más, como la realidad ordinaria que todos
percibimos.
Narby pudo experimentar por un lado la cualidad curativa de las plantas, frente a las recetas de la medicina occidental. Durante años había sufrido problemas de espalda que no habían solucionado ni la cortisona ni los tratamientos de calor, y que sí fueron aliviados por la ingestión de una infusión de sangango. Por otro lado, con el consumo de la ayahuasca, pudo experimentar la modificación de la percepción que propiciaba. Narby comprendió que los antropólogos han estudiado las prácticas chamánicas del mundo entero sin jamás entender o interroga su auténtica esencia. Según la época han calificado a los chamanes de trastornados, orquestadores de orden o de minar la búsqueda de orden. Han representado todas las posibles opciones. Narby se acercó a esa otra concepción de la realidad como otra posible comprensión de la misma, pero no en términos de oposición, como suele ser una tendencia occidental, sino en términos de conjugación. Por ello, era importante establecer una reconcepción de la percepción, como quien se libera de los quistes sebáceos de la percepción y el discernimiento de nuestra relación con la realidad, definida por una separación evidente entre los seres humanos y el resto de las especies. Vivimos en bloques de hormigón, nos desplazamos en burbujas de metal y vidrio, nos pasamos una buena parte de nuestro tiempo mirando a otros seres humanos en todo tipo de pantallas. Para posibilitar la flexibilidad de esa reconcepción era necesaria, por un lado, la asunción de que hay que observar de otro modo la forma de la realidad, o una naturaleza de la que estamos desligados como si no formáramos parte de ningún conjunto. Si descartamos la intencionalidad de esas ficciones divinas (diseñadoras de un plan o relato de vida) que el ser humano ha creado, ¿el curso de lo real se trama sobre la mera aleatoriedad, o se podría percibir una intencionalidad volitiva en la misma naturaleza? ¿La naturaleza se expresa con signos que hay que saber discernir y que, en cambio, ignoramos? Y por otro lado, la asunción de cuán capital es tomar consciencia de nuestra mirada. El asentamiento neurológico de la conciencia sigue siendo por completo desconocido para nosotros. Si no sabemos cómo es posible que veamos un objeto real ante nosotros, por supuesto comprendemos menos cómo percibimos una cosa que no está allí. En esta cultura occidental, atascada en inercias y extensiones tecnológicas, hemos perdido la capacidad de mirar y discernir, la realidad es una pantalla que complace (o debe complacer) nuestros a prioris, ajustados a unas tendencias y normativas (lo que es y lo que debe ser, que cada estrechan más sus límites). Concebimos como realidad lo que no es sino una imposición, una restricción acomodaticia, que compartimenta y categoriza entre cuadrículas y niveles. Narby se interroga sobre otras formas posibles de percibir el complejo relieve de la realidad. ¿Las alucinaciones que experimentó se gestaban en el mismo cerebro, según el planteamiento científico, o en cambio, como señalaban los indígenas, está generado por las plantas? A través de las alucinaciones había aprendido cosas importantes para mí, permitiéndome interiorizar una conciencia clara e incuestionable sobre el hecho de que soy un ser íntimamente ligado a otras formas de vida, así como que la verdadera realidad es más compleja de lo que nos hacen ver y creer nuestros ojos (…) un fenómeno paradójico, destinado a no ser resuelto. Pero el ser humano parece no desenvolverse con comodidad en las paradojas.Narby comenzó a advertir conexiones entre la biología molecular y los mitos primitivos, a través de las semejanzas de la doble hélice del ADN y dos serpientes entrelazadas (El ADN es un maestro de la transformación con forma serpentina, que se asienta en el agua y que es, a la largo y minúsculo, simple y doble. Igual que la serpiente cósmica), pero también a una escalera, como también fue a forma en la que se representaba la comunicación entre mundos. Parecía que nadie había reparado en que la doble hélice simbolizaba desde hace millares de años y en el mundo entero el principio vital, ni en que las alucinaciones desbordaban de información genética. Cuando se consideran otros mundos, implica lo posible que no percibimos, orígenes que desconocemos (como bien expone en el sorprendente proceso de formación de la vida en la Tierra durante millones de años que sigue preñado de incógnitas; como señaló Brian Goodwin: Tiene que haber otro proceso que sea responsable de las propiedades emergentes de la vida para esos tramos distintos que separan a un grupo de individuos de otros, tal como los peces y los anfibios, los juncos y las hierbas. Claramente, hay algo que le falta a la biología) como a la misma naturaleza, a la que más bien concebimos como una reserva energética o un pasto alimenticio, pero carente de inteligencia o propósito (se prefirió crear entidades sobrenaturales que hacen sentir que todo se rige por un diseño establecido por un director de puesta en escena ausente en la función y que nos recibirá cuando esta acabe, como si la muerte supusiera un tránsito del escenario a las bambalinas). La biología molecular también estableció sus particulares dogmas: La variación genética provenía exclusivamente de errores en el proceso de duplicación. O dicho de otro modo, todo es cuestión de mero azar. Narby introduce interrogantes que abren otras posibilidades que quizá la mente occidental no considera, y sí el conocimiento ecológico indígena. Un conocimiento fundamentado en otro tipo de relación con la naturaleza, esa naturaleza que ignoramos, e incluso despreciamos, entre nuestros muros de cemento, cristal, metal y pantallas (a las que nos conectamos como extensiones de ellas): Todo está conectado. Sin duda sería importante asumir cuán poco aún sabemos. Narby rehúye las arenas movedizas de las presunciones y los a prioris. Simplemente, insemina la semilla de la fructífera interrogante. He llegado a una hipótesis que sugiere que una mente humana podría comunicarse, en un estado de conciencia desfocalizada, con la red global de la estructura de la vida a base de ADN. Por supuesto, esto contradice ciertos principios básicos del conocimiento occidental. Michel Foucault, en El pensamiento del afuera, denominaba a esa conciencia desfocalizada como negligencia. No te acuerdas, por ejemplo, de una palabra, por mucho que te esfuerces, y tu mente se relaja, se centra en otras cuestiones, y de repente surge en tu mente esa palabra que antes denodadamente no lograbas evocar. Tu mente se abre, no focaliza en un punto, en una cuestión, en un campo de realidad, y las brechas de esa flexión de la mente, como la de un junco, posibilitan la percepción de ese afuera que es más amplio de lo que nuestras restricciones de percepción y concepción imaginan.
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