Consideramos la realidad
tal como nos la presentan. Era la observación, que no crítica, de Christof
(Ed Harris), el director del programa televisivo El show de Truman, ya que él la
convertía en credo (de conveniencia), cual mesías o profeta manipulador de
masas en su programa. Su ubicación, o posición, desde la que controla la
emisión de esa ficción televisiva (la vida corriente de un hombre cualquiera),
cuyo protagonista, Truman (Jim Carrey), ignora que lo es, ya que piensa que es
su vida real, es de las alturas que disimula un falso cielo. Nuestra
percepción, interpretación y asunción de lo que es la realidad, está
mediatizada. Aunque pensemos que no es así, y estemos convencidos de que es
como es, conjugación de un debe ser y una condición natural, por tanto ineluctable
(asunción complementada con el obcecado orgullo de no considerarse ser
sugestionable o manipulable). Toda proyección o representación cultural se
sustenta sobre ese precepto de crédula inercia ignorante (léase credo
religioso, político, étnico, cualquier construcción de identidad cultural, al
fin y al cabo). El show de Truman (1998),
de Peter Weir, con agudeza nos planteaba reflexionar sobre esa condición. Y cómo el medio televisivo,
ya en concreto, es un ejemplo de esa mediatización y programación de la mirada.
Una pantalla que nos sugestiona y moldea nuestra vida (nutre y forja nuestro
imaginario colectivo; modulaba nuestras descargas; función que se ha ampliado,
extendido, durante este siglo XXI a Internet). Elocuente era el plano final de
la película, en el que dos espectadores al ver que ya no habría más episodios
de El show de Truman, se planteaban buscar otro programa. Siempre habrá otro
programa, otra pantalla donde ensimismarse, y donde proyectarse, o narcotizarse
y entumecerse, de un modo u otro por delegación.
Ese barroquismo verbal de tajantes sentencias y reflexiones condensadas, como ensayos en breves dosis, resulta también pertinente porque precisamente nos narra la historia de un presentador de noticiarios, Howard (Peter Finch), el cual, después de veinte años, es despedido, pero acaba, paradójicamente, convirtiéndose en un profeta televisivo. ¿Cómo se genera ese tránsito? Porque en su aparición televisiva posterior a la notificación de su despido anuncia que en su último día como presentador se suicidará delante de las cámaras. Declaración que genera un evuelo entre las altas instancias de la cadena, que en ese momento, además, están siendo absorbidas por otra compañía, que quiere reestructurar la cadena (con los consiguientes marionetistas condicionamientos de sus intereses económicos: Adelanto de lo que ocurrió poco después en la industria cinematográfica en ese país, cuando los detentadores del poder serían meros agentes económicos, indiferentes a cualquier inquietud o veleidad artística, y ya extendible a cualquier ámbito, no sólo el de la comunicación). Pero, paradojas, su amigo Max (William Holden), sulfurado por esos nuevos cambios en la cadena, que no tienen en consideración ya no sólo el valor del trabajo bien hecho, sino la mera opinión de quienes tantos han años han dedicado a esa labor, como si fueran subordinadas piezas, fácilmente prescindibles, de un tablero, cede a las súplicas de Howard y le concede una última aparición para pedir perdón. Sin embargo, al ver que este se desboca con un virulento discurso que cuestiona la mediocridad de la sociedad, él también quemado con las aviesas tácticas corporativas (como la supeditación de la sección de Informativos, que él dirige, a otras voluntades de la corporación que les compra, sin que nadie se lo notifique previamente), no permite que nadie corte la emisión, aunque sepa que pone en riesgo su puesto de trabajo, por no plegarse a las instancias superiores. Lo que no se espera es que Howard se convierta en todo un fenómeno televisivo, porque hay quien ve en Howard toda una atracción mediática. En concreto, la arribista Diana (Faye Dunaway), la cual había estado preparando un programa sobre grupos guerrilleros (como aquel Ejército Simbólico de Liberación que secuestró en 1974 a Patty Hearst), grupos extremistas radicales (aunque en fricción con el partido comunistas por sus tácticas violentas) que incluso se grababan en sus atracos. La idea de Diana contemplaba el desarrollo de guiones que desarrollarán, como continuación ficción, las grabaciones reales que emitan como introducción. ¿Qué importa lo real? ¿Importa si se distingue o no mientras capte la atención y genere audiencias? Importa cómo se presenta a los espectadores para que estos se sientan interesados.
Diana, en suma, convence a Hacket (Robert Duvall), el representante de la empresa que absorbe la cadena, todo un tiburón, puro ecónomo de audiencias y números, que, como indica ella, carece de deseos o ilusiones sentimentales (es un programa humano). Diana logra convencerle enseñándole todas las portadas que Howard, por su intervención televisiva, ha conseguido en los principales periódicos. Por tanto, es noticia (atracción de feria) y hay que aprovechar esa oportunidad para ganar audiencia (e incrementar beneficios). Así que quién se había convertido en una figura molesta por expresar ante las cámaras lo que, se supone según las conveniencias sociales y mediáticas, no debía decir, esto es, verdades incómodas, con el discurso del desaforado delirio (cual rabioso bufón), se torna en fenómeno de feria para entretener al público, porque se hace eco del malestar social (consigue que miles de ciudadanos griten desde su ventana su hartazgo (Estamos hasta los cojones, y no lo vamos a soportar más). Por ese motivo, le conceden un espacio (escenario con cristalera colorida de cariz religioso como fondo), donde expone o escupe, cual predicador, sus diatribas, que culminan con un sincope (tal es su entrega y su desquiciamiento nervioso). Es en esos diatribas de Howard donde cobra más pertinencia ese artificioso y discursivo lenguaje, y como contrapunto, o reflejo sombrío, en una formidable y sobrecogedora secuencia que refleja precisamente la capacidad de Lumet para hacer cinematográfico un momento de puro discurso, la entraña, de hecho, de este feroz reportaje satírico y mordaz. Howard ha sido llamado al orden, porque se ha sobrepasado, esto es, ha puesto en cuestión, por tanto, en peligro, intereses económicos, al cuestionar contratos de empresa con países árabes que ha realizado la misma compañía para la que trabaja, y clamando al gobierno para que interceda y lo impida. Es decir, sus incisiones ya no sólo sirven como conveniente descarga del descontento social sino que atenta contra la circulación del mismo sistema. La secuencia reúne a Howard y el presidente de esa Corporación, Hansen (Ned Beatty), en la sala de reuniones de la empresa. Hansen despliega otro sermón o discurso (sancionador), en el cual viene a decir que ya no hay países ni democracia, ni razas; las únicas naciones hoy en día son las diversas grandes corporaciones económicas las que mantienen en funcionamiento la sociedad (y así sigue siendo pese a que nos distraigan/nos distraigamos con conflictos locales étnicos, nacionales, genéricos o sean cuales sean). La circulación sanguínea del mundo, de la realidad, es el negocio, la habilitación de los intereses económicos, cuya finalidad en la superficie, mientras logran y amplían, en la sombra, sus beneficios, es satisfacer las necesidades (creadas), paliar las ansiedades, y amenizar el aburrimiento (los parámetros de esta dictadura económica en la que vivimos, cultura del gran supermercado y gran parque de atracciones, que se ha afianzado en estas cinco últimas décadas).
El ingenio de Lumet reside en cómo planifica este momento de
poderosa, y aguda, índole discursiva/escénica. Alterna primeros planos de un
sobrecogido Howard, con un plano general de Hansen, en el otro extremo de la
larga mesa de reuniones, flanqueado entre las sillas, y rodeado de oscuridad,
con una luz que le cae desde el techo (como quien actúa en un escenario), discurso
que culmina acercándose a Howard, con un primer plano de su rostro en sombras.
¿Acaso hay rostro en tal discurso?¿Acaso ese discurso, quasireligioso, enfocado
en la faceta o vertiente económica, no es un sugestionador sermón desde un
púlpito, para mediatizar a la masa, para satisfacer lo primario (necesidades y
ansiedades), mientras se sirve a los intereses económicos de las grandes
empresas, pero convenciendo de que eso es lo natural, la ley inevitable
a la que hay que plegarse, cumpliendo cada uno, como seres domesticados, su
papel o función en ese entramado, como también se suele aplicar en la religión,
en la que la creación de dioses, que se implantan como seres reales, funciona
como complaciente póliza de seguros o fondo de inversión? ¿No es el diosecillo
de nuestro tiempo el Gran Gestor? ¿No es esa
equiparación entre religión y economía la que ácida y elocuentemente también
efectuaba, y desentrañará, Paul Thomas Anderson en la extraordinaria Pozos de
ambición (There will be blood, 2007)? Cuando el
discurso de Howard, cada vez más desesperado y deprimente ( porque incide en la deshumanización de la sociedad, en
la que no somos nada, nada más que sombras, de lo que también cada ciudadano es
responsable) ya se convierte en algo demasiado molesto y a la vez poco
productivo (esto es, bajan las audiencias, ya que el espectador no siente que
descarga su malestar, con respecto a la sociedad, a través sus palabras, sino
que estás le desnudan, les enfocan, en su insignificancia e indeterminación, en
sus insuficiencias e inconsistencias) llega el momento de eliminarlo, y de modo
tajante. Ya no es útil. Por ello, deciden crear una despedida a lo grande del
programa. Recurren a los grupos guerrilleros para asesinar en directo a Howard.
De paso su responsabilidad queda oculta, porque son los aparentes enemigos del
sistema los que lo asesinan, aspecto en el que también incidirá la
minusvalorada Objetivo mortal (Wrong
is right, 1980), de Richard Brooks, con el atentado a las Torres gemelas
ordenado por el gobierno pero achacado de modo conveniente a los terroristas a
través de los medios de comunicación. El poder siempre queda indemne en las
sombras, gestionando sus intereses. Y así seguimos.
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