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sábado, 5 de septiembre de 2020

La noche

 

El parque está lleno de silencio, hecho de ruidos. Si arrimas el oído a un árbol y te quedas así un rato al final oyes un ruido. Tal vez proviene de nosotros, pero prefiero creer que es el árbol. En ese silencio unos extraños golpes perturbaban el paisaje sonoro a mi alrededor. Yo no quería decirlo. He cerrado la ventana pero proseguían. Me parecía estar enloqueciendo. Yo no querría oír sonidos inútiles. Querría poder escogerlos durante el día, y las voces y las palabras. Cuántas palabras no querría oír pero no puedes evadirte. Debes soportarlas como debes soportar las olas del mar cuando te tiendes para hacerte el muerto’. Es el texto que ha escrito, y grabado con su voz, Valentina (Monica Vitti), y que reproduce para Giovanni (Marcello Mastroianni), un escritor que precisamente ha perdido la voz; no es que no sepa qué escribir, no sabe cómo. Ha perdido los pasos, como si se encontrara ante una vía cortada, como esa con la que se reeencuentra en el barrio donde vivía antes, vías que circulaban y ahora no, como su vida. Valentina tiene algo de reflejo, de contrapunto, de voz de conciencia, del malestar de Giovanni y Lidia (Jeanne Moureau), la pareja protagonista de La noche (La notte, 1961), de Michelangelo Antonioni, escrita por él mismo, Ennio Flaiano y Tonino Guerra. Ambos deambulan a lo largo de la narración, a veces por separado, a veces juntos, pero siempre distanciados, como si estuvieran separados por un cristal. Son como figuras que parecen haber perdido cuerpo, se desplazan casi como autómatas, dos figuras en negro que pasean su extravío, su angustia, su desconcierto, su apatía (a veces, como Lidia, rozando su frente en las paredes para recobrar la consciencia de que es cuerpo; Giovanni,en cambio, parece un cuerpo rígido en el que, de vez en cuando, brillan, como ascuas, sus ojos: el único signo que indica vida residual, ascuas que parecieran desprenderse del atoramiento que le mantiene cautivo). Ambos ya se sienten sólo reflejos, como los de los edificios acristalados de los títulos de crédito.  No sienten que viven su vida, sino que se parecen más a los edificios del entorno, masas compactas, inanimadas.

                                       

En la secuencia inicial les rodean cuerpos agónicos, como el de su mutuo amigo Tommaso (Bernhard Wicki), yacente el hospital, admirador siempre reverencial de Lidia, creador como Giovanni, o cuerpos convulsos, como el de la paciente que se arroja sobre Giovanni como si quisiera arrancarle la carne, ser parte de su carne. El deterioro y la desesperación por morder la vida. La vida que se descompone y la vida que clama por lo el aliento de vida que parece haber perdido o que ya no sabe cómo expresar, atorados en una mudez de fantasmas deambulantes, como si a sus cuerpos dominara la inercia. La agonía y la convulsión desbocada evidencian su indeterminación, su condición difuminada, como meros reflejos de una ausencia. Lidia apunta que la joven será feliz porque es irresponsable, el deseo la supera. Ella se siente abrumada, como si portara un chaleco de cemento, por la responsabilidad. El peso de pensar demasiado en los propios actos, en lo que en sus consecuencias e implicaciones. Lidia camina por la ciudad, por calles o arrabales, como un cuerpo a la deriva que buscar encontrar una dirección propia. Es un cuerpo en fuga de un malestar. Su deriva le lleva hacia el espacio del pasado de quien es su marido, como si quisiera reanimar desde el pasado un presente entumecido. Giovanni responde al asedio desbocado de la joven ninfómana, como si también necesitara que fuera reanimado, porque se siente un mero cuerpo mustio que no dispone ya de estímulo creativo ni vital.

 

Giovanni y Lidia son dos sonámbulos que erran en un escenario que parece extraído de la atmósfera espectral de La dolce vita (1959), de Federico Fellini. Suburbios en donde se busca lo que se fue, lo que se vivió, o más bien cómo se vivió, cómo se sentían, ahora escindidos y dubitativos ( Lidia dice que no quiere ir a la fiesta, horas después dice que quiere ir), espectáculos donde otros cuerpos se agitan con la música, danzas que son promesas de lo que ya dejaron de sentir quienes parecen haberse convertido ante todo en espectadores, maniquíes oscuros cautivos como insectos en un ámbar que no es sino la sucesión de espacios cuadriculados que son campos de juego ( como lo es el de la misma vida laboral). Cuerpos que se reaniman, con el júbilo del desbocamiento, cuando hace acto de aparición la lluvia, el elemento natural que se celebra porque hace recordar que son cuerpos, no meras figuras escénicas que responden a un guióon o código escénico de conducta. Los interiores son como ese tablero de ajedrez en el entarimado de una mansión, en una sala en cuyas paredes destacan unos murales con una cacería entre bosques y prados, ante el que se encuadra, en primer término, a quien declara que prefiere la vida a crear, Valentina. Lidia contempla desde lo alto, a través de una balaustrada, un gesto de acercamiento entre Giovanni y Valentina. Quizás ambos ven en ella, en sus veintidós años, a su pasado, a lo que fueron, cuando su vida era un proyecto, cuando aún había vías en su vida, cuando aún no habían dejado de ser. Lidia le dice a Valentina: ‘Tú no sabes lo que significa sentir todos los años encima y haber dejado de entenderlos’. Entre ellas, en el encuadre, al fondo del plano, se interpone Giovanni que ha entrado en la habitación.

                                       

Los negros de la fotografía de Di Venanzo parece que queman, que se adhieren como una quemadura. Lidia y Giovanni han hecho de su vida un tenderse haciendo el muerto, han dejado de escuchar a los árboles, el rumor de la vida, sólo escuchándose a sí mismos, a su desconcierto hecho de palabras, que llegan de un afuera hostil, que no sienten y que les avasalla como olas del mar. Valentina les dice, cuando se despiden, que la han reducido como un trapo. Se había convertido en un reflejo que exprimir, en el que repostar: la joven que fue para Lidia, otro rostro femenino en el que sentir que es otro, para Giovanni; la representación, para ambos, de quien es aún presencia, frente a su extraviada condición de figuras ausentes.

                                       

En un campo de golf, un espacio estratificado, roturado, compartimentado, Lidia y Giovanni rechazan o cuestionan lo que les desperdició en el pasado, lo ridículo de la chulería soberbia de la juventud, que no es consciente del paso del tiempo. Pero reencuentran, en forma de carta que aún porta Lidia como si fuera la contraseña de acceso a lo que han perdido en sí mismos, aquello que olvidaron en el entumecido paso de los días (que convierte al tiempo en eternidad anquilosada sin memoria), el amor devoto que declaró Giovanni. La distancia que separa lo que fueron de lo que son (o no son), en especial él, se refleja en el hecho de que Giovanni no reconoce sus huellas, su voz, su escritura, la carta de amor en la que él escribió que ‘la noche se prolongaba siempre a tu lado’, y que evidencia que la amenaza se materializó: ‘algo que respira conmigo y que nada podrá destruirlo sino la torpe indiferencia de una rutina que veo como única amenaza'. Giovanni no la reconoce como suya, como quien escucha la voz de otro. Pregunta de quién es. Su gesto se ensombrece, apesadumbrado cuando ella le dice que él la escribió; la desesperación se enciende como una cuchilla al rojo vivo en su mirada, como si despertara de un largo sueño, de la luz diurna que le ha cegado durante años, que le ha hecho olvidarse de sí mismo. Las palabras de la carta son como el beso que rescata a la emoción durmiente, la noche prolongada que se interrumpió. Sus cuerpos se entregan sobre el agujero de un hoyo al forcejeo de una emoción que despierta, que vuelve a articularse, como si fueran las primeros pasos que dice un bebé, aún con el temor de volver a caerse: ‘No, no, no, ya no te quiero, ya no te quiero. Ni tú tampoco me quieres ya’. ‘Cállate. Cállate. Cállate.’ ‘Dilo. Dilo’. ‘No, no lo digo, no lo digo’.









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