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viernes, 25 de octubre de 2019
La guerra ha terminado
La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966), de Alain Resnais, es una obra fronteriza, porque en ese estado se siente el protagonista, Diego (Yves Montand). Precisamente, la película se inicia con uno de sus cruces de frontera de España a Francia, y la tensión consiguiente de que sea descubierto. Resnais reincide en sus exploraciones del tiempo mental, aunque no tan radicalizado como la pura abstracción de El año pasado en Marienbad (1961), o en Hiroshima mon amour (1959), otra obra que conjuga memoria colectiva y singular, conflicto exterior e íntimo. O en Muriel (1963), en este caso con la huella del conflicto argelino. El guión es de Jorge Semprún, inspirado en sus propias vivencias y desencuentros, como militante, con las cúpulas del partido comunista entre 1954 y 1965. Se centra en las actividades clandestinas de células comunistas en el exilio, a mediados de los 60, resistentes a la dictadura franquista. Diego, uno de los ese grupo que vive exiliado en París, realiza incursiones en España, para organizar y llevar a cabo esas actividades de resistencia. En la actualidad, en unos tiempos donde el término, y concepto, memoria histórica ha adquirido tal necesaria resonancia como denuncia y como llamada de atención sobre la tendencia del ser humano al olvido, a veces conveniente, otra inercial, una obra como La guerra ha terminado se corporeiza como una obra emblemática de esa necesidad.
En consonancia con las dudas y cansancio vital del protagonista, la obra es una disgresión sobre la memoria y las expectativas, entrecruzadas en una estructura que capta ese estado emocional, plasmado en la combinación de un tiempo real y un tiempo mental, no sólo tejido de evocaciones, sino de especulaciones de la imaginación, de aquello que fue pero queda difuso en el recuerdo o de lo que pueda ser. Por ejemplo, en la secuencia inicial, cuando es interrogado en la aduana por la policía francesa facilita el teléfono de la persona cuya identidad usa como ficción de cobertura, pero afortunadamente para él no es esa persona quien contesta al teléfono sino su hija, Nadine (Genevieve Bujold), quien ratifica su relato. A partir de ese momento, Diego no deja de imaginar cómo será esa chica que no conoce, de la que sólo ha escuchado en esa ocasión su voz. En diferentes pasajes se suceden imágenes de diversas chicas, de espaldas, que caminan por la calle y se introducen en el portal (un sucesión de bustos posibles sin rostro definido). Cuando se conozcan surgirá una atracción en la que quizá influya esa sugestión escénica, lo que ella representa para él como figura de una circunstancia excepcional, y lo mismo en el caso de ella. De hecho, ella participa en grupos franceses que abogan por la acción violenta como apoyo a la lucha contra la dictadura española. Para uno y otro son parte de esa ficción paralela, de esa actividad que tanto rompe con la rutina ordinaria como está provista de tensión y amenaza (los planos de su encuentro sexual, de fragmentos de su cuerpo, parecieran desligados de la realidad alrededor, de contexto).
Pero a Diego ya más bien suscita cansancio, o refleja su desorientación. Se debate entre su compromiso político de anhelar un cambio, la fatiga de ver cómo en 30 años no se ha producto ese cambio en el país, y las diferencias con las concepciones que dominan en la dirección del partido comunista en la clandestinidad, con las interrogantes que le suscitan sobre si alientan las acciones pertinentes o alimentan otro tipo de inmovilismo. Diego transita la narración sumido en sus escisiones e interrogantes, como quien pierde pie y no sabe cuál es la dirección adecuada, si es que existe, del mismo modo que su foco de relaciones con las mujeres se bifurca o emborrona entre dos. Siente un singular vínculo con Marianne (Ingrid Thulin), que también refleja escisión entre dos geografías, como fluctua entre identidades, la ficticia y la real (aunque ¿cuál es ya es esta o de qué modo se separa de las ficciones?). Cuando ella se esfuerza en buscar esa solución que pueda converger sus direcciones, la que ella tiene claro, y la que para él en cambio es más bien difusa o incierta, esto es, asentarse en Madrid, parece que comienza a perfilarse una posibilidad de futuro que pueda conjurar los lastres de un pasado que no logro adquirir la condición de presente. Quizá también sea una oportunidad de desprenderse de los lastres de máscara, aunque, a la vez, le exponga en una situación más vulnerable, como bien expone la conclusión, el rostro de quien ama en desesperado desplazamiento para avisarle de que han descubierto su identidad ficticia. Los grises de la dirección de fotografía, de Sacha Vierny, inciden en ampliar la sensación de tránsito fantasmal de alguien cuyas ilusiones y ánimos se han emborronado por unas circunstancias que ve demasiado difusas, una frontera vital y colectiva que parece dominada por la niebla. La guerra,sí, ha terminado, pero ¿cuál es el paisaje en ese ahora, treinta años después, y cuál es la dirección sobre la que se pueda construir un futuro consecuente?.
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