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jueves, 17 de octubre de 2019
Zombieland mata y remata
Los zombies, la nulidad neuronal y la actitud pacifista. En las películas con y sobre zombies, estos muertos vivientes se propagan con suma facilidad. Y lo mismo las películas sobre zombies. La voz en off de Columbus (Jesse Eisenberg) ya lo señala en las imágenes iniciales de Zombieland: mata y remata, de Ruben Fleischer, por lo que agradece que les hayamos elegido. Durante este siglo, las producciones se han multiplicado, en cine y televisión, de tal modo que, junto a los superhéroes, son las figuras con las que probablemente se identifique, en el futuro, el cine de estas dos primeras décadas del siglo XXI. Nada de movimientos rupturistas con respecto al lenguaje cinematográfico o cuestiones sociales. En este siglo en el que nos definimos por el apoltronamiento, el ensimismamiento y la erradicación del pensamiento (en cuanto reflexión), los superhéroes y los zombies nos representan. Lo que nos gustaría ser y lo que somos. Lo que interesa es el escapismo y la reescritura, por eso se han convertidos también en fenómenos Juego de tronos o Quentin Tarantino, formulas equiparables a la que representan los superhéroes: ¿no es la serie un folletín, en versión cruenta, que compensa en la fantasía nuestra impotencia en los juegos competitivos en la pequeña escala de los escenarios laborales? ¿O el personaje de Brad Pitt en Erase una vez en Hollywood no es de la misma estirpe o ejerce la misma funcionalidad que los superhéroes como yo compensatorio? Esta época no se define por la preocupación por la realidad, por su cuestionamiento o transformación, o por reflejar lo real, sino por la satisfacción con una mediatización que suministra comodidad en nuestra pequeña parcela o cuadrícula. Es el soma de nuestro tiempo. ¿Por qué no interesa dar difusión a las obras que ponen en interrogantes nuestra desconexión comunicativa, nuestro aislamiento o enajenamiento porque ya nos hemos hecho adictos a la velocidad con que nos facilitan información o con la que podemos realizar, a través de tantos dispositivos, lo que deseamos, como exponen obras como The wolf hour, de Alistair Banks, The sound of silence, de Michael Tyburski, 1985, de Yen Tan, o The hummingbird project, de Kim Nguyen, que, probablemente, ni siquiera se estrenarán en nuestro país? O planteado de otro modo ¿por qué no generan conversación en una cinefilia cada vez más inerte en inquietud o capacidad reflexiva?. No nos define el anhelo transformador, o al menos interrogante, de la estructuras de la sociedad sino la reescritura escapista en los escenarios virtuales de las diferentes pantallas.
Por eso, Jim Jarmusch, en su magistral Sólo los amantes sobreviven (2015), asociaba la mente inquieta, ávida de conocimiento y experiencias transgresoras de límites, el talante empático (que puede sentir a otro aunque separen cientos de kilómetros como metáfora elocuente, es decir, que conecta o quiere conectar), con los vampiros, y en cambio a los seres predominantes en esta sociedad, carentes de esas cualidades, con los zombies. Seres que funcionan por resortes de emociones y pensamientos, conectados a cargadores o dispositivos, ensimismados y autoindulgentes entre folletines vitales a pequeña escala (o red social virtual). Su siguiente película, toda una declaración de principios, Los muertos no mueren (2019), se centra, precisamente, en una invasión zombie. No es una obra tan elaborada como las seis precedentes (que considero entre lo más excepcional que ha dado el cine en los últimos veinte años), sino más bien un singular juego, liviano e irónico, una tenue digresión, sobre lo que ya ha expuesto de manera más compleja en su obra previa, una lúdica afirmación propia frente a la insustancialidad virica que se ha ido propagando, en la que se pone en evidencia como lenguaje (como película, por los mismos personajes o actores): Somos lenguaje, somos ficción, pero no nos hemos dado cuenta atascados entre tantas pantallas y dispositivos. Pero los zombies, los que predominan en esta sociedad, no mueren porque más bien abundan, por eso, como expresa irónicamente, con el personaje de Tilda Swinton, quizá sólo reste soñar con ser un alienígena que disponga de una nave con la que alejarse de este planeta.
Zombieland mata y remata coincide con Los muertos no mueren en la presencia de Bill Murray y en que su mordaz planteamiento simbólico o crítico es también elemental, en cuanto claro y sencillo. Ya desde antes del estreno de Zombieland, hace diez años, se consideraba la posibilidad de una secuela, pero cualquier reticencia, o subordinación a otras prioridades (como las obras de Deadpool escritas por la pareja de guionistas, Rhett Reese y Paul Wernick) fue superada con la irrupción como presidente del país de alguien con las caracteristicas de Donald Trump. Por eso la narración arranca en la misma Casablanca, donde se aposenta el cuarteto protagonista, Columbus, Wichita (Emma Stone), su hermana pequeña Little Rock (Abigail Breslin) y Tallahassee (Wopddy Harrelson), quien, no podía ser de otra manera, se sienta en la mesa oval, ya que es un representante del votante medio de Trump, un redneck amigo de las armas que no es que odie a los pacifistas sino que los molería a puñetazos. Por ello, no hay nada que pueda irritarle más que el hecho de que Little rock, con la que mantenía una relación paternal protectora (abrumadora), abandone el nido (o su influjo), ya que tiene 21 años y quiere conocer el mundo, y sobre todo algún chico, y precisamente elija a un hippie, fumador de marihuana, pacifista que, aunque circule por una realidad amenazada por zombies, no porta arma alguna. Por añadidura le encrespa que se dirijan a un escenario que Tallahassee idealiza, el Graceland de Elvis Presley. Aunque, más bien, la dirección hacia la que se dirija el relato, y los personajes, sea Babilonia, su antimateria. No podía llamarse de otro modo esa comunidad hippy que se define por no aceptar arma alguna y por un ingenuo talante epicureo. Son niños grandes, como también lo es un nuevo personaje que irrumpe en un impasse en la relación sentimental de Columbus y Wichita, Madison (Zoey Deutsch), una mujer de rosa (en su atavío y maletas) con tan escasas luces neuronales como nula susceptibilidad.
La narración ironiza sobre cualquiera de los tipos presentados, dejando en evidencia sus inconsistencias, sea la niña pija, el hippy, el resabiado y cuadriculado Columbus con sus múltiples reglas y pueril pero inocua soberbia, el bruto y engreido amante de las armas, y coches ostentosos (sobre lo que se ironiza en una de las mejores cadenas de ritornellos de gags), que hace honor al nombre de Tallahassee (pueblo viejo: es la américa profunda abisal), e incluso las dificultades de Wichita, el personaje más ecuánime y lúcido, con la articulación de los sentimientos y el compromismo afectivo. Con respecto a los dos protagonistas masculinos amplifica la mordaz ironía con dos réplicas con las que se encontrarán en el artificioso y momificado corazón simbólico de un tipo de América (la de Elvis y los cincuenta millones de votantes a Trump). Zombieland es una comedia amable pero mordaz, que no hace sangre, pero no resulta complaciente. Su causticidad sobre el poco consistente paisaje humano que habita esta sociedad, incluso el planeta, también era manifiesta en otra obra con guión de la misma pareja, la notable Life (2017), de Daniel Espinosa. Resulta más inspirada e ingeniosa que la mayor parte de las comedias estadounidenses que se realizan (lo cual, ya lo sé, no es decir mucho dado el patético nivel medio). Pero despliega una agudeza que no se regodea en sí misma, y anima a apuntarse a alguna comunidad hippy, pese a que Tarantino, en cambio, la presentara con cualidades más bien siniestras. por lo que por qué no convertir en pulpa a algunos de sus representantes. Su cine no es precisamente pacifista. Tallahassee disfrutaría mucho con sus apalizamientos cruentos. Particularmente, me quedo con esta vivaz comedia traviesa.
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Lo de Tarantino roza ya la obsesión, digo por su parte. Y despachar a los 50 millones de votantes de Trump como rednecks es de un desprecio que bordea el racismo. Pero siga a lo suyo, no es el único que se ha creado su propia realidad. Ahí coincido en lo del ensimismamiento.
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