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miércoles, 17 de julio de 2019

Utoya. 22 de julio

El terror está dentro. El 22 de julio del 2011 Anders Behrig Breivik mató ocho personas, por la detonación de una bomba en las proximidades de la oficina del Primer ministro, en Oslo, y después se dirigió a la isla de Utoya, en la que, de modo implacable, durante 72 minutos disparó sobre los jóvenes de la Liga de la Juventud de Trabajadores, que disfrutaban de una acampada, organizada por el partido Laborista. Mató a 77. La lista de heridos, resultado de la bomba y de sus disparos, fue de 200. El motivo de sus actos, o disparos, es que consideraba que representaban a la actitud que permitía la integración de inmigrantes en la sociedad noruega. Su acto, un gesto de guerra, quería herir, donde más dolía, a través de los hijos, como si amputara lo más preciado, a los que consideraba los liberales de la sociedad, los responsables de atentar contra la identidad y territorialidad de lo propio, por permitir la degradación paulatina del país mediante la contaminación generada por el número creciente de individuos de otras etnias y culturas. La excelente 22 de julio (2018), de Paul Greengrass contrastaba varias perspectivas durante los sucesos trágicos, la de Breivik y la de dos hermanos, uno de los cuáles resultó gravemente herido por causa de varios disparos. Y se centraba, posteriormente, tanto en las secuelas, en concreto, en la recuperación del hermano herido, que incluso había quedado en coma, como en el juicio al que fue sometido Breivik, por el que fue condenado a 21 años de cárcel. Greengrass ampliaba ángulos a través del abogado defensor, quien forcejeaba con sus principios éticos.
En Utoya. 22 de julio, de Erik Poppe, la focalización dramática es más concentrada. Se centra en la desesperación, o devastación, que pudo sentir cualquiera de aquellos chicos durante aquellos 72 minutos que pudieron sentirse como eternos, un auténtico apocalipsis. Para ello focaliza, literalmente, en una chica que podría representar a todos ellos, Kaja (Andrea Berzen). La cámara se adhiere a ella y no la abandona hasta las escenas finales. Dedica poco más de diez minutos a unas secuencias introductorias, que nos sitúan en el lugar de la acción. Nos presenta a Kaja, y delinea dos situaciones, una relacionada con el conjunto de chicos, una conversación en la que especulan sobre el atentado de Oslo, sobre la posible autoría, la cual algunos apuntan hacia la responsabilidad árabe (es decir, amenaza exterior, no desde el propio interior: también indicativo de ciertos resortes de pensamiento, en una escala inocua, que adquieren una dimensión extrema en Breivik), y en la que ,por otro lado, remarcan que están a salvo, porque están en una isla ( no hay lugar donde no seamos vulnerables aunque sintamos la sensación de inmunidad en esa compartimentación de islas en la que hemos convertido esta sociedad tramada sobre lo virtual). Y la otra está relacionada con el ámbito personal, una discusión con su hermana pequeña, Emilie (una discusión que resuena en ella, durante la sucesión de disparos, como un tendón magullado, como un remordimiento que la atormenta como si una bala progresara lentamente dentro de ella; otro reflejo de una sociedad definida, a pequeña escala, por las relaciones lesionadas). Durante los minutos que dura la amenaza, esa serie de disparos en la distancia, a veces más próximos, a veces más distantes, Kaja, con la cámara adherida a ella, está más preocupada por encontrar a su hermana, por si está bien, que por ella misma. Se expone en ocasiones porque su prioridad es averiguar cómo se encuentra, como si encontrándola pudiera sentir que la protege, que ella no es alguien que más bien la inflige daño.
La película de Greengrass planteaba la reflexión sobre esa virulenta xenofobia que se extiende en Europa, cómo el terror se gesta dentro. Utoya. 22 de julio nos lo hace sentir. Está rodada en un plano secuencia, pero no se nota, o logra que te sumerjas en tal grado en la circunstancia desesperada, en la incertidumbre que sienten (¿será una práctica?¿cuántos disparan, y cuál es el motivo?¿por qué recoveco o tras qué árbol puede aparecer y disparar sobre cualquiera de ellos?) que no te percatas de los movimientos de cámara o si hay o no cortes de plano. El espectador es una presencia adherida a Kaja, como una extensión o un miembro. Kaja se esconde, a veces acompañada, a veces sola, mientras se escuchan los disparos, como un constante y lúgubre borboteo o unas campanadas fúnebres que nunca cesan,y alrededor no dejan de aparecer jóvenes que corren. Balas que no se ven, cuerpos que huyen disparados como si no hubiera dirección (¿corren de los disparos o corren hacia los disparos sin saberlo porque sufren la misma desorientación que Kaja?). El terror de lo no visible, el terror de lo visible. Kaja se encuentra con niños paralizados por el miedo, o con una chica que agoniza por la herida recibida. Y mientras, no ceja en buscar a su hermana, como si así pudiera conjurar el despropósito y absurdo de una matanza. Frente a otras obras que causan asombro porque hacen notar el alarde formal, con planos secuencias de larga duración, durante media película, o toda una película, que en algunos de esos casos no son sino eso, alardes, en esta película te implica de tal modo en la desesperación de lo que sienten los personajes que no adviertes si hay corte o no de plano. Sólo sientes esa eternidad agónica aunque sólo dure 72 minutos. Pero es una película que te sumerge en lo obsceno de lo real, y como se ha reflejado en la falta de atención a obras excelentes, que intentan sacudir nuestra mirada o conciencia embotada, como La batalla de Peterloo, Donbass o La corresponsal, no es lo real ni nuestra posición (responsabilidad) en un conjunto o contexto lo que atrae especialmente al espectador medio, al cinéfilo, y ni siquiera a unos críticos cada más carentes de mirada inquieta o crítica (reflexiva).

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