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martes, 30 de julio de 2019

El peral salvaje

El pozo del sentido. El peral salvaje o sentirse inadaptado, solitario y mal formado, como si la vida, progresivamente, se hubiera torcido. La ironía es quien crees diferente a ti, tu padre, incluso quizá lo opuesto, no quien consideras tu modelo sino más bien un fracaso o un perdedor, quizás no sea tan diferente a ti. Cada uno, de un modo u otro, excaváis un pozo con vuestras vidas para encontrar agua, llámese sentido, un lugar en el que os sintáis que es el propio, aunque sea en los márgenes, esos márgenes que niegan, y que parece que son fuga de la realidad por no ser lo que se quería ser, como quien siente que no conecta con la realidad, con los demás, como puede ocurrir a quien, aún joven, da sus primeros pasos para encontrar su lugar en una realidad, ante la que se siente como quien la asalta agazapado en el interior de un caballo de Troya, porque siente la real como una espesura hostil. Se siente un troyano como un virus que pretende dinamitar una realidad que no le satisface. Pero ¿qué siente el hijo mientras se perfila y define y busca negando a la vez a su padre?. No hay tanta distancia o diferencia entre uno y otro, como así cree. El proceso que conducirá a la asunción de su errónea percepción es lo que narra el trayecto narrativo de El peral salvaje (2018), una nueva prueba de que Nuri Bilge Ceylan es uno de los cineastas más admirables y sugerentes de la cinematografía actual.
La primera, y excepcional, película del cineasta turco se titulaba Kasaba (1997), que significa El pueblo. El protagonista, Toprak, retornaba de la ciudad al pueblo, como quien vuelve a su trampa. Alguien que se había preparado para otro tipo de vida, para tareas intelectuales que no tienen que ver con las que constituyen el mundo rural. Como si fuera una renuncia, la asunción de un fracaso. Su sensación es que está en medio que es en ninguna parte. Entre los tiovivos, las ilusiones, que aún vuelan sobre su cabeza, y un horizonte impreciso, recodos inciertos del camino. En El peral salvaje, Sinan (Aynin Dogu Demirkol) retorna a su ciudad natal, ciudad de provincias, tras finalizar sus estudios de magisterio. Un momento de tránsito que se siente con el vértigo, por la incertidumbre y la indefinición, de un abismo que puede arrastrar a esa condición que rechaza en su padre, también maestro, ¿su reflejo futuro?, ya extraviado en las apuestas con las que desangra la economía familiar, aunque suponga quedarse sin electricidad por no pagar las facturas. Parece un adolescente que quisiera negar la realidad que no ha sido como soñaba que fuera. Sinan quiere huir de esa posibilidad, de ese lugar, no quiere que se convierta en su trampa. En una bellísima secuencia contrasta con Hatice (Hazar Erguclu) esas dos opciones, lo que se quisiera realizar y lo que se teme que sea la vida, el estatismo que se siente como condena si apuesta por permanecer, y el vértigo de una realidad si apuesta por el riesgo (¿aunque hacia qué le arrastra presentarse a las oposiciones de puestos de trabajo que quizá le adjudiquen un puesto en un lejano pueblo, como le ocurrió a su padre?). Ese contraste es también pulso y tanteo, quizá soterrado forcejeo de sentimientos que se calibran a sí mismos, no sólo los del otro, quizá sentimientos larvados, quizá sentimientos resultantes de una ofuscación por la insatisfacción de no querer anclarse en esa realidad o temer lo que puede deparar lanzarse al espacio exterior como quien más bien sale despedido sin dirección de la explosión por una repulsa, la repulsa por un reflejo que no quiere que sea su vida, que no quiere asumir que pueda ser él, su padre. Sinan publica su primer libro como quien lanza una apuesta, esperando la respuesta de una realidad que quizá con el reconocimiento redireccione su vida hacia un escenario más deseable.
En la sorprendente primera media hora de Kasaba la narrativa fluía a la deriva, descentrada, como si sus nexos estuvieran desgajados, pero a la vez como si comenzarán a hilvanarse. Un tapiz impresionista que invitaba a la inmersión. La narración alternaba la perspectiva del personaje de Toprak, y de sus dos sobrinos. Entre la escuela, la feria y el bosque. Los personajes se desplazaban, deambulaban, observaban. Miradas de asombro, interrogantes, miradas cansadas, emborronadas. Se celebraban unas festividades, y la familia se congregaba ante el fuego, en plena naturaleza, entre los árboles, y los tiempos se enredaban y conjugaban, lo que fueron e hicieron, lo que no lograron hacer, los anhelos y las frustraciones, y las interrogantes como brasas que salieran despedida del mismo fuego. Las perspectivas,o los relatos sobre sí mismos, a veces, colisionaban. En el decurso sinuoso de El peral salvaje Sinan se contrasta con su hermana y su padre, con Hatice, con el escritor Suleyman (Serkan Keskin), con dos amigos con los que divaga sobre la falta de espiritualidad o si más bien la religión simplemente sirve para dotar de confortabilidad a la resignación por una vida de mirada encorvada y mera supervivencia. La realidad se entrecruza con lo imaginario, con lo difuso. A veces las elipsis son tan cortantes que resulta difícil dilucidar cuál es el salto del tiempo o si es realidad, sueño, o ese difuso estado intermedio en el que conviven lo real y lo inefable (la alucinación, la desconcertante percepción aguda). En Tres monos (2008) a veces aparecía el fantasma del hijo muerto cuando era niño. Fisuras que corporeizaban un clima, el de una herida que habitaba en los cimientos de una familia sin que haya cicatrizado, y que las bofetadas no podrán cauterizar. Las fisuras quebraban el relato, porque se hacía evidente que había mucho que no se había dicho, o que pesaba entre los personajes. En El peral salvaje no son sino fisuras que evidencian lo que se resquebraja, lo que no se logra asumir que se resquebraja porque aún no se consigue enfocar con precisión, la realidad, a los otros, a uno mismo, a la relación entre esos componentes de una ecuación que no quiere que de el mismo resultado que a su padre.
Una casa incrustada en una piedra. Los primeros planos de Winter sleep. Sueño de invierno (2014), muestran a Aydin (Haluk Bilginer), como una figura solitaria en un paisaje dominado por la piedra. un hombre que asemejaba a una piedra porque actuaba como juez implacable de cualquier ser humano, sin percatarse que su integridad quedaba ensombrecida por la arrogancia y el cinismo, inconsciente de su egoísmo, de cómo se había distanciado y aislado de los demás. Y era así porque no había logrado ser aquello que parecía prometer, un escritor de éxito, un hombre con influencia, como le resaltaba su hermana, Necla. Se ha convertido, probablemente para compensar una frustración que no quiere asumir, en un diosecillo en su pequeño universo de piedra. El trayecto narrativo era el recorrido hacia quizá la consecución de una transformación, la consecución de una mirada frontal a los demás, la mirada que considera a los demás, la mirada consciente de los demás. Era un hombre al que se presentaba con un plano de su nuca, un hombre a espaldas de la realidad, del enfoque preciso. También en El peral salvaje destaca un plano parecido de Sinan, que comparte el mismo recorrido de modificación de mirada y actitud. Alguien que, aún joven a diferencia de Aydin o Mahmut, el protagonista de Lejano (2002), también ha interpuesto lejanía con respecto a los otros, a las propias raíces, a uno mismo. Mahmut era un fotógrafo que ya miraba la realidad desde la distancia, como si no fuera parte de ella. En una secuencia le reprochaban que hubiera abandonado sus pretéritas ambiciones artísticas, cuando no dejaba de mencionar el cine de Andrei Tarkovski como referencia de la mirada disidente, de la mirada despierta, de la mirada exploradora, transfiguradora. Mahmut se había convertido en alguien como el escritor o como el científico de Stalker (1979). Ya no creía en nada, se había abandonado a sí mismo, apoltronado. Su mirada era una costra. La zona no existe, ya vivía en la anti-zona. Ya había perdido el impulso del asombro, el entusiasmo, ya era un mero funcionario de la mirada. En El peral salvaje, ¿ha perdido ese impulso su padre? ¿Por qué apuesta?. Quizá el pozo sea su particular zona, ese margen en el que es más allá de un escenario en el que ya no era porque no fue lo que alguna vez soñó. Su hijo deambula por esa anti zona como la mirada que busca el enfoque preciso que se desprenda de la piedra que genera interferencia en el discernimiento. Hay algunos planos en El peral salvaje en los que se insinúa esa conexión con Tarkovski, esos planos que ascienden entre las ramas de los árboles y se asocian con los cabellos de Hatice, cabellos que en otro plano se desparraman sobre su rostro. El viento a su alrededor conversa, con esa cualidad matérica que destacaba en Tarkovski. Tanto que se sugiere sin que las palabras lo expliciten.
En la excepcional Erase una vez en Anatolia, en el principio era el desenfoque. La mirada se internaba en la espesura de la realidad. El recorrido era sinuoso. Los indicios equívocos, los signos confusos. Había, incluso, deslumbramientos que ofuscaban el discernimiento. La verdad resultaba escurridiza. A veces, un golpe de azar, una injerencia imprevista, era la que la desenterraba, la que la revelaba a la mirada que se esforzaba por descubrirla, desesperada, en ocasiones, porque la sinuosidad se espiralizaba. Las apariencias podían resultar abismos cuando la mirada no lograba prenderse, cuando la realidad parecía una pantalla esquiva en la que no destacaba la singularidad que intentaba descifrarse. En aquel recorrido, se desenterraba un cuerpo. En El peral salvaje, es relevante un pozo en el que el padre intenta encontrar agua, tarea en la que le ayudan, en las secuencias iniciales Sinan y el abuelo. Cuando el hijo comprenda que no es tan grande la distancia que le separa de su padre, sino que más bien ha estado corriendo en círculos para distanciarse de su reflejo, el pozo adquirirá la resonancia simbólica que evidencia la asunción de una conjunción. Ambos, a su manera, con sus torpezas y extravíos, buscan el agua del sentido que fluya.

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