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viernes, 4 de enero de 2019
The ABC murders
La adaptación que escribió Sarah Phelps de And then There were none para la mininserie de tres capítulos de la BBC, de 2015, dirigida por Craig Viveiros, se definía por una atmósfera tenebrosa y turbia que recuperaba la que transpiraba la novela, conocida entre nosotros como Diez negritos. Participa de esa misma atmósfera la adaptación que ha realizado Sarah Phelps de otra novela de Agatha Christie, El misterio de la guía de ferrocarriles (1936), para otra miniserie de tres capítulos, The ABC murders (2018), dirigida por Alex Gabassi. Pero sobre todo destaca por una singular cualidad, que se desmarca de la novela, la cual está relacionada con la caracterización y circunstancia de Hercules Poirot (John Malkovich), o cómo esas tinieblas adheridas al relato no sólo están relacionadas con la malignidad de los crímenes, sino con la dimensión íntima y circunstancial de Poirot. En cuanto a su dimensión circunstancial, se remarca en el ambiente social el rechazo a los extranjeros, de modo presente en carteles e insignias que portan ciudadanos. En varias ocasiones Poirot siente ese rechazo xenofóbico ( o le hace sentir fuera de lugar: en las novelas era recurrente su hartazgo de que se le creyera francés: ahora esa condición de extranjero adquiere una dimensión más sombría, que no deja de ser eco de nuestros días). Pero su condición de extraño, o de desajuste, con su entorno, con su realidad, se amplía a su escenario íntimo, personal.
En su dimensión íntima se remarca su soledad y deterioro físico, o la dificultad de asumir el envejecimiento. La supresión de su amigo, y recurrente asistente en las investigaciones, Hastings (narrador en la novela), amplifica el primer aspecto (como el mismo escenario de su hogar, definido por su traza lúgubre). Poirot tiñe de negro su bigote y perilla, dominados por las canas, hasta que alguien resalta que el tinte se escurre, y decide renunciar al tinte. No puede engañar a la realidad, no puede engañarse presentándose como no es. No puede negar el decurso, y deterioro, del tiempo, y por tanto de sí mismo. Pero el tinte y las canas también se amplifican a lo que es él o parece o aparenta en un sentido más amplio. Dos personajes, en diferentes momentos, le preguntan, y en un caso asemeja a un escupitajo, quién es él. La investigación del caso, por tanto, se convierte en un proceso de confrontación consigo mismo. Y una de sus facetas, de lo que es, está relacionada con su pasado, con un acontecimiento que le marcó sobremanera y comportó una transformación de su forma de habitar la realidad. Poirot es una máscara que se ha ocultado.
Uno de los que se lo pregunta es el inspector Crome (Rupert Grint), de perpetuo gesto hosco y agriado, que tanto rechaza a Poirot por su vínculo pretérito con ambientes aristocráticos (como figura que entretenía a los ricos) como duda de la versión que Poirot ha dado de su pasado en Bélgica, antes de la I guerra mundial. Según él no consta en ningún lado que fuera policía como sí afirmó Poirot (qué fue realmente también es una variación con respecto a la novela). Durante la narración se suceden, de modo recurrente, una serie de flashbacks, en forma de espasmos o añicos emocionales, que sólo se completará tras la conclusión del caso, como si esta estuviera conjugada con esa confrontación que, sustancialmente, tiene que ver con la aleatoriedad, o no, de la existencia. Ya que los asesinatos parecen definidos por el capricho. La secuencia que siguen los crímenes siguen una pauta que, en sí, corresponde al absurdo de la aleatoriedad. Cada muerte corresponde a una letra del abecedario, por la que empiezan el apellido de la víctima, y el nombre de la localidad. Junto a cada cadáver una guía del ferrocarril abierta en las páginas de la correspondiente letra. Pero no hay relación entre las víctimas. Aunque, en esta adaptación sí hay un vínculo que amplifica la implicación de Poirot, ya que él estuvo relacionado con el escenario de cada crimen en el pasado. Por tanto, en esta adaptación se densifica la relación entre el asesino y Poirot. Le envía mensajes, que parecen desafíos, como un juego que es pulso, pero se amplifica la personalización, en los mismos textos (como si fuera un presencia presente pero invisible que fuera testigo de la vida de Poirot, lo que remarca, una vez más, esa sensación de desajuste en Poirot: de hecho es la segunda persona que le pregunta quién es realmente), y que se explicitará al final, cuando ya revelado quién es el asesino éste le reconozca a Poirot que buscaba su reconocimiento admirativo. No era sólo una estrategia o un pulso. Se revela, a su vez, como su fantasma tenebroso personal. No deja de estar relacionado con su suficiencia aristocrática, en cuanto su característico desprecio de las escasas cualidades intelectuales de los demás, que suscitaba el rechazo, también extremo, de mentes susceptibles como Crome.
Hay otra figura relevante, Alexander Bonaparte Cust (Eamon Farren), que se revelará como su reflejo doliente. Durante la narración, que alterna sus actividades con la investigación de Poirot, se convierte en la principal figura sospechosa, ya sea sólo por la ambigüedad, o ambivalencia, que destila su presencia y su circunstancia. Es un vendedor de medias que siempre aparece en los lugares de los crímenes, y es alguien que explícita su deseo de no ser un monstruo, por lo que demanda dolor físico, acciones sádicas con tacones sobre las heridas de su espalda, para no sentir el dolor emocional. Como con Poirot, y las ambiguedades con respecto a lo que es o aparenta, las acciones de Cust se definen por lo difuso, que quizás sea equívoco, aunque las apariencias parecen indicar que pueda ser al asesino. ¿Lo es? La narración se sostiene, afiladamente, sobre esa ambivalencia. Aunque la pregunta fundamental sea quién es Poirot. O qué sombras heridas ha camuflado con el tinte de su imponente máscara de aristocrático intelecto.
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