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sábado, 12 de enero de 2019

Border

Las fronteras de lo que somos. Fronteras, aduanas. Las que interponen los otros, las que nos interponemos nosotros mismos. ¿Qué somos? ¿En qué medida nos definimos, por lo tanto afirmamos, pero también negamos, con respecto a otros? Oposiciones, semejanzas, como una cartografía de compartimentos que pueden enquistarse como celdas o cuadrículas. El escenario social se angosta y crispa en la cosificación del otro: su identidad, su etiqueta, su categoría: horizontal y vertical: desajuste (amenaza o perturbación) y posición. De todas maneras, ¿En qué se fundamentan las semejanzas, en qué medida pueden lastrar la afirmación de la propia singularidad? En Border(2018),del cineasta iraní sueco Ali Abbasi, Tina (Eva Melander) trabaja en la aduana. Hay dos facetas que la distinguen. En un caso, como una tara: su aspecto físico, por no corresponderse al canon de belleza, y aún más asemejarse a una deformidad animalesca, le hace sentir inferior, carente. Menoscaba su autoestima, y propicia que permita que otros se aprovechen de ella, que la parasiten, como Roland (Jorgen Thorsson), que vive con ella, o más bien se aprovecha de su hospitalidad. Roland es entrenador de perros, que muestran su rechazo a Tina. Tina dispone de una cualidad, que comparte con los perros, que la distingue de los demás humanos. Su olfato, aunque en su caso, lo que puede olfatear son las emociones de los demás, su vergüenza, miedo o culpa, por eso su labor puede ser tan efectiva en la aduana para identificar a los que intentan pasar algo de contrabando. Dispone de otra singularidad: su singular conexión con cualquier otra especie animal. Su respeto por cualquier otra especie (detiene su coche en la carretera porque intuye que unos corzos la van a cruzar). Se relaciona armónicamente con el entorno natural. Pero Tina no logra afirmarse en su distinción, sino que se retrae y niega por el estigma de su condición física, que se ajusta a las definición de fealdad, y que atribuye a una deformidad en sus cromosomas. Se siente deforme, anómala. No singular, no especial, no otra que simplemente es diferente: Quizá no sea humana: por lo tanto, ¿a qué patrón de categorías y definiciones se ajusta, con respecto a qué?
Border adapta un relato de John Ajvide Lindqvist, autor del que ya se adaptó, por partida doble, su novela Déjame entrar. En ambas lo fantástico se enrosca con la extrañeza, la otredad de lo aparente, de lo anómalo, se enrosca, como alegoría, sobre el rechazo, desprecio o miedo al otro, al que no es como uno. En ambos casos utilizan figuras fantásticas, vampiros y trolls. Ambas obras se definen por su perturbadora atmósfera. En Border se escancia dosificadamente, como un goteo que se suspende en su caída en un habitación de aire viciado, como una espesura que atenaza los cuerpos, las emociones. En ambas películas se resalta el abuso, el maltrato, el daño a los demás, que parece definir a tantos humanos (en Déjame entrar el niño protagonista sufre el abuso constante de otros niños, y establece singular relación con una vampira; y, significativamente, una mujer maltratada por su marido será convertida en vampira). En Border hay alguien que afirma que el ser humano, sobre todo, se define por su condición o naturaleza parasitaria. Se aprovecha de los otros para la consecución de su propio placer. Un extremo es la violación de bebés, subtrama añadida en la adaptación cinematográfica, en cuyo guión participaron el propio Lindqvist, Abbasi e Isabella Eklof, a la que el cineasta requirió para que aportara más realismo psicológico. Esa afirmación la plantea quien Tina descubre como un posible semejante, Vore (Eero Milonoff). Por lo tanto, irrumpe en su vida como un acontecimiento que la desmarca de su vida apática, resignada. Desestabiliza toda presunción de identificación y definición, incluso de lo masculino y femenino, dada la condición de sus respectivos aparatos sexuales. Irrumpe como un impulso que la reencuentra, y la redefine. Quizá no es como creía que era. Quizá deba reenfocarse, y en su otredad no ver tara sino distinción, potencia singular.
Pero los lazos de pertenencia siempre pueden tornarse arena movediza. Quizá aquel que parece semejante, incluso alma gemela, quizá sea, o quizá también sea, una representación siniestra de la propia insatisfacción y amargura. Esa que puede enquistarse en resentimiento y ansia de revancha. Esa primaria tendencia humana de volver la tortilla. Si me han hecho daño, si han abusado de mí, si me han oprimido, por lo que represento, por mi seña identitaria, debo devolver el daño. ¿Cuál es por tanto la naturaleza de la monstruosidad? Como en el bellísimo final de Déjame entrar (2008), de Thomas Alfredsson, en la conciliación con la propia singularidad se encuentra la distinción y el propio lugar, esa es la pertenencia fundamental y consecuente, aunque sea en la soledad (acompañada: el otro que es uno) que supone aislamiento de un escenario enquistado en las cuadriculadas arenas movedizas de las oposiciones y semejanzas.

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