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viernes, 10 de agosto de 2018

The equalizer 2

Esa sombra entre la protección y el daño. Cuando proteges, también puedes infligir daño. Justificas ese daño en la defensa del desvalido, en la lucha contra el abuso. Justificas ese daño en la distinción de lo que es justo, una justicia fundada en la empatía. Si no estableces distinción alguna, no hay siquiera enemigos, sino desafortunados. No hay virtud ni pecado, por lo tanto infligir daño resulta un mero trámite que efectúas como el funcionario que ejecuta la tarea encomendada, o una acción que consideras inexorable porque la supervivencia es la única coordenada que consideras válida. En The equalizer (2014), de Antoine Fuqua, Robert (Denzel Washington) era una figura vaciada, un aparente hombre cualquiera con delantal que trabaja en un supermercado, que invocaba al que había sido, al que se había negado volver a ser, al expeditivo agente gubernamental que fue. Invocaba al que intervenía en la realidad, al que cometió errores, porque en ocasiones para alcanzar unos fines se cometen errores en el proceso. Despertaba de su vida anestesiada, porque comprendía que apartarse y desentenderse de la realidad, ensimismarse en el propio dolor, por una perdida, la de su esposa, ausentarse, por tanto, de la vida, también implica dejar que las infecciones de los abusos sigan propagándose. Cuatro años después, Fuqua y Washington recuperan al personaje en The equalizer 2 (2018). Ahora es un chofer, personaje en tránsito, una figura anónima confundida en el tráfico que, al mismo tiempo, influye con cierto código de circulación, ya que no deja de desplegar la furia contra los que ejercen el abuso. Es su ética, es su religión, que no carece de sombras.
En la obra previa cobraba relevancia metafórica El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Había dejado que la vida le devorara lentamente con sus mordiscos, como los tiburones al pez espada que había capturado el viejo pescador. Y había despertado para desplegar sus colmillos contra los escualos con forma humana. En The equalizer 2 está culminando la lectura del último tomo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. El pasado rebrota para enseñarle sus heridas y amarguras. El recuerdo de su esposa aún convulsiona sus entrañas como un espacio abandonado que es arrasado por un huracán. Y en el ejercicio de la violencia que despliega contra los que abusan contra el indefenso forcejean las sombras del fundamento de una tarea. ¿A qué se servía y qué se protegía?¿Cuál era el sentido de su labor más allá de la ejecución de unas ordenes?¿Qué era para quienes ejercía su labor, un número o dispositivo más que puede ser intercambiable y prescindible? Robert se confrontará con su doble siniestro, con el nihilismo que se torna resentimiento y cinismo: el ejercicio del daño, en su expresión más depurada, es una manifestación de la indiferencia.
Durante su primera mitad, el cuerpo narrativo parece indefinido. No se entreve la cohesión entre las piezas, sus nexos. Por un lado, se evidencia el talante protector de Robert, con dos acciones en las que demuestra su fulminante capacidad resolutiva en el ejercicio de la violencia. Por otro, intenta reconducir por el sendero que no sea erróneo a un joven que oscila entre su vocacional pasión por la pintura y las tentaciones de dejarse influir un entorno que le desvía hacia el ejercicio de la violencia con la justificación pragmática de la supervivencia (eres parte de un entorno, un engranaje, y conseguirás dinero del modo más fácil que mediante una apuesta arriesgada singular). Además, ayuda a uno de los clientes que suele requerir sus servicios, Rubinstein (Orson Bean), quien busca una pintura de su hermana, de la que fue separado décadas atrás cuando fueron conducidos a distintos campos de concentración. De modo alterno, en Bélgica se enciende una mecha de acciones violentas, que investigará su amiga del DIA Susan (Melissa Leo). Cuando esa mecha colisione con la determinación de Robert se producirá el cortocircuito con las turbiedades de su pasado, o esa fina linea que separa la protección del daño cuando tu mirada, tu actitud y empatía, es la que ha sido vaciada. La realidad ya es una sucesión de contratos en las que los otros son meros dispositivos. Nada más que funciones y objetivos.
Esa confrontación, que perfila la cohesión entre todos los nexos, propicia la mejor secuencia, aquella en la que, ya desvelada la falsedad de unas apariencias, lo siniestro se conjuga con la tensa sonrisa del disimulo, entre las fachadas de una realidad perfilada sobre el maquillaje de las apariencias (los adosados de un impoluto suburbio), y de modo significativo, en un cruce de calles, una encrucijada: Robert se confronta con los que fueron sus compañeros en la agencia gubernamental, y ahora, resentidos porque fueron despedidos sin consideración alguna como si fueran nada, son meros ejecutores de contratos. Se confrontan, con las tensas sonrisas que quisieran convertirse en puño, mientras la esposa e hijos de uno ellos se despiden. Los nexos se unen, la podredumbre se expone pero se contiene, porque esa es la dinámica corriente. Contener bajo las apariencias las turbulencias de la crueldad, de la falta de empatía, el cinismo que no hace distinción cuando inflige daño. El enfrentamiento final, confrontación con su pasado perdido, con los errores que cometió, con la amargura de la pérdida aún no asimilada, acontece en la localidad costera donde vivió con su esposa, de la que los habitantes han sido evacuados por la amenaza de un huracán. Robert evacuará de su vida a los fantasmas siniestros de sus errores pasados, los últimos rastros de la amargura. Ahora podrá, en vez de ensimismarse en su pesadumbre, mirar de frente a los inciertos oleajes de la vida. La vida puede ser un jardín armónico si se piensa que puede serlo. Una excelente banda sonora de Harry GregsonWilliams, que recuerda a alguna de James Newton Howard.

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