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sábado, 11 de agosto de 2018
El fin del romance
El fin del romance (The end of the affair. 1999), de Neil Jordan, es una modélica adaptación de la novela homónima de Graham Greene, publicada en 1951. Y lo es no por un cuestión de fidelidad, o no sólo, porque sintoniza con la convulsa entraña de la novela, sino por sus aportaciones, por las modificaciones y los añadidos, en particular en su último tercio. Una quincuagésima demostración de la falacia de ese lugar común, o enquistada imprecisión, que asevera que la adaptación cinematográfica siempre será inferior a la novela. Quizá reflejo de cómo se prima la propia película, la que cada lector se imagina, y proyecta, durante la lectura, por lo cual otras películas, las que se realicen, serán intrusas, cuando no sacrilegios, y más si efectúan variaciones o supresiones. Una adaptación cinematográfica no es una ilustración, más allá de que la fidelidad no es factible, ya que cada versión, como cada lectura, se singulariza por la impresión e interpretación que efectúa cada uno. Como una obra literaria es un potencial a través del cual, o a partir del cual, se propulsan, inspiran, múltiples variantes posibles.
Hay obras cinematográficas que poseen una huidiza belleza, como si la cuerda de un violín rozara la piel de nuestro corazón, e hiciera de esa sangre música. Rasga nuestras entrañas, y las desnuda, y despierta, como si estuvieran en las yemas de nuestros dedos. Nos vulnera. Es el verdadero viaje, como decía la protagonista de Una llama en mi corazón (1986), de Alain Tanner: nada que ver con la mirada o experiencia turista del que se desplaza por diversos espacios por el mundo; no, es el viaje al centro del corazón, donde quema. Sensaciones que uno siente, como experiencias convulsas, catárticas, con obras como El dulce porvenir (1999) de Atom Egoyan y La delgada línea roja (1998), de Terrence Mailick. O con El fin del romance, de Neil Jordan. Comparten las películas citadas un talante: la apertura a la perspectiva de los otros como realización, y encuentro desnudo y palpable con la vida, celebración de la misma en la confrontación con la perdida, su inevitable reverso. Es el salmo de la empatía. Las tres obras coinciden, por otra parte, en su estructura, con múltiples saltos en el tiempo, que desvela una realidad fracturada, a la vez que enuncia un tiempo interior constituido de pasados, presente y futuro fundidos. Comparten, por añadidura, una sutil subterránea música narrativa que se va sedimentando progresivamente hasta propulsar una catarsis que es revelación, como ese lento estirarse cuando uno despierta, sintiendo la torsión de los músculos del corazón desperezarse.
La narración de El fin del romance se va tejiendo entre insinuaciones e interrogantes, tramada sobre el ángulo de una mirada o perspectiva, la del novelista Maurice Bendrix (Ralph Fiennes), perspectiva que se trastocará completamente en el último tercio. Todo el escenario que había configurado la proyección de su mente, se alterará al mirar con los ojos del otro. Y lo que es la ciega compulsión del recelo se transforma en celebración de la entrega. La narración comienza en 1946, ya finalizada la posguerra, pero abarca dos años: Aunque la contienda exterior haya finalizado, quedan los rescoldos del trauma. Y en el caso de la contienda íntima que sufrió Maurice, la hostilidad aún arde, como una contienda en estado suspenso. Bendrix es escritor, y nos lo presentan ante su maquina de escribir, y sus primeras palabras son, Esta es una historia de odio. ¿Por qué?. El punto de arranque es el reencuentro, una noche lluviosa, en un parque, con Henry (Stephen Rea), un burócrata que trabaja en el Gobierno ( y como señala Bendrix, una encarnación de un diablo interior) ,y que se encuentra preocupado por su esposa, Sarah (Julianne Moore), ya que no sabe a dónde va últimamente, y se avergüenza de sus propios celos (como de haber guardado la tarjeta de una agencia de detectives). Le invita a su casa. Un detalle llama la atención: cuando ambos suben las escaleras, se intercala un fugaz plano de dos amantes, de Sarah y Bendrix, acariciándose (esta es la especificidad del lenguaje cinematográfico, y de la inspiración de Jordan). ¿Por qué esa proyección o evocación de Bendrix?. ¿Por qué Bendrix se ofrece, para perplejidad de Henry, pese a lo que camufle como un mero juego, o un favor, para contratar un detective que investigue las actividades de Sarah? ¿Es un favor o encubre algo más?. Cuando llega Sarah, las miradas de ambos se encuentran, la de Bendrix es huidiza, la de ella muestra en su sorpresa una clara conmoción ¿Por qué?. Un flashback nos narra cómo ambos iniciaron dos años atrás un apasionado romance, cómo él se mostraba celoso de no disfrutar cada momento de la vida de ella, sin poder asumir su vida marital con Henry aunque no existiera vida sexual en la pareja. Para Bendrix, Ser es ser percibido, mientras que para Sarah, que no muestra ese celo posesivo, la persona que amas está igual de presente en ti aunque esté ausente.
Pero seguimos sin saber qué ocurrió entre ellos, qué provocó el fin del romance, la fractura de las emociones de Bendrix que aún no se ha soldado, y más bien permanece latente como un puño apretado. El recelo persiste como una quemazón, un sentimiento de agravio que necesita corroborarse. Por eso, Bendrix se decide a contratar un detective, Parkis (Ian Hart), a espaldas de Henry. Su inmediata impresión, su inmediata interpretación (o relato que proyecta en su mente) es el romance de Sarah con un tercer hombre. Su diablo interior, el sentimiento de rechazo o abandono, el despecho. Sarah le llama para reencontrarse en el bar donde solían citarse; durante la conversación, sentados uno enfrente del otro, Bendrix, de nuevo huidizo, aparta la mano, y evidencia, aun de modo contenido, su sentimiento de agravio al reprochar que no entendió por qué ella le dejó sin una clara explicación. Ella se marcha del bar dolida por su escasa receptividad, y por algo más que no puede explicar. Bendrix sale tras ella, le pide perdón y la besa. Pero no lo ha hecho realmente, es sólo su imaginación (un flashforward), aquello que desearía hacer, pero no hace, porque el resentimiento le refrena (como los dientes apretados que retienen la emoción).
Hay una secuencia que puede ejemplificarse como metonimia de la película: Poco después, Bendrix recibe la visita del detective, el cual mientras le narra su seguimiento ( sin saber que está hablando con el hombre al que vio con Sarah, ya que Bendrix le escucha desde el baño, afeitándose) interpreta algún hecho de modo erróneo lo que suscita la sonrisa de Bendrix: el gesto de él de acercarle la copa, el detective lo interpretó como que se cogían la mano. La realidad es equívoca, cuando no la ves desde los ángulos necesarios, algo que le pasa al mismo Bendrix. Piensa, celoso como es, que ella tiene un amante, y no cesa hasta descubrirlo, o creer que lo ha descubierto, aunque sea un sacerdote, como lo hace cuando se confronta con Smyths (Jason Isaac): entabla la conversación con una idea preconcebida con lo cual cortocircuita cualquier revelación de la real relación. La visión que tiene el hijo del detective cuando ve que Sarah recibe a un hombre en su dormitorio, y empieza a desvestirse antes de cerrarla puerta, también la toma como un claro indicio de una relación. Esa presunta ratificación de su recelo, de la película que se había montado en su cabeza, evidenciaba más bien la bilis de un resentimiento que aún permanecía candente; quiere ver que efectivamente ella está con otro,porque se siente traicionado, rechazado, desde que ella le abandonó. Será entonces, cuando la raíz de la herida, o de la infección emocional, se revela. Cuando Bendrix, de nuevo en el parque, bajo la lluvia (como si aún permaneciera en ese bucle de lamento), reconoce a Henry lo enamorado que estuvo de Sarah ( y el segundo que sabía de su romance), Bendrix comparte el suceso excepcional que provocó, para su perplejidad,la ruptura: Ocurrió un día que tras hacer el amor, escucharon cómo caía en las proximidades una de las bombas volantes que enviaban los alemanes. Él decidió bajar para comprobar si no estaba la casera, y al descender se precipitó en el vacío al explotar una bomba. Cuando se recuperó, y subió de nuevo arriba, se encontró a Sarah de rodillas ante la cama, y perpleja de verle vivo. Sin más explicación, elusiva, puso fin al romance. Pero no, las cosas no son lo que parecen.
La modificación de la perspectiva se materializará con el conocimiento de la perspectiva ajena. Aunque el medio para conseguirlo no será la confianza, sino la sustracción (purulencia del recelo). La sustracción del diario de Sarah, por parte del detective, será la espoleta para comprender que nada fue ni es cómo creía. Sarah estaba convencida de que Bendrix estaba muerto cuando cayó al vacío: no tenía pulso ni respiraba, no había duda para ella, y suplicó a Dios que si no le quitaba la vida ella lo abandonaría, sacrificaría su amor por la vida de él. Toda la perspectiva sobre los hechos cambia, como si se reestructurara de modo completo la percepción de la realidad, de los hecho, y por tanto del relato de los acontecimientos, de la realidad. Bendrix vivía la realidad que proyectaba: aquel hombre ante el que Sarah se desnudaba en aquella habitación era un médico, el sacerdote simplemente es su consejero espiritual, y ella sigue amando intensamente a Bendrix, sino más, aun debatiéndose, desesperada, consigo misma, por su decisión de haberse alejado de él. Los celos son un gran creador de historias sobre el fuera de campo que se desconoce. Un detalle de planificación que diferencia las dos perspectivas, con respecto al encuentro en el bar, durante el cual Bendrix rechaza la aproximación de la mano de Sarah: desde la perspectiva de Bendrix la planificación es más distante, mediante planos medios. Cuando lo es desde la perspectiva de Sarah, en cambio, son primeros planos, que intensifican, o evidencian, el desgarro que supone para Sarah la circunstancia. Si desde la perspectiva de Bendrix este imaginaba que salía a la calle tras ella, pero no lo hace (y más bien evoca un encuentro amoroso que sintetiza su herida abierta: el momento en que comparte con ella cómo la cicatriz en uno de sus muslos era debida a una herida de guerra en España), desde la perspectiva de ella, cuando sale, su voz interior afirma, con desolación, que sabe que él en el pasado hubiera salido detrás de ella.
Ambos se arrepienten de su conducta, ella de haber perdido dos años de su amor, él de sus estúpidos celos. Claro que el azar guarda otras cartas en sus barajas. Un fin de romance definitivo que no tiene que ver con sus voluntades (ni con sus quistes emocionales), y que nos hace comprender las palabras iniciales de Bendrix, el por qué es una historia de odio. Porque cuando reinician su romance, a ella le diagnostican una enfermedad fatal. Qué hermosura tan honda, como una coreografía que es deslizamiento, la de las últimas conmovedoras secuencias, con ambos hombres, marido y amante, unidos cuidando de la mujer que aman. En particular, ese instante en que Bendrix escucha a Henry llamándole con voz desesperada porque ha muerto Sarah: el encuadre se desequilibra en esos travellings que preceden a su abrazo: desequilibrio, por la pérdida, movimiento, por la frontalidad de sus emociones que han arrinconado en la entrega el lamento de sus sentimientos de agravio o abandono. Todo un canto a la entrega.
Esas hermosas secuencias finales, las relacionadas con la reconciliación y estancia en Brighton, y la posterior agonía y muerte, condensan el magisterio de una modélica adaptación, por parte de Neil Jordan, de la homónima novela de Graham Greene. No estaban en las páginas de Greene. Además, Jordan realiza otras agudas o ingeniosas modificaciones, que además demuestran un afinado sentido sintético: en la novela no es un sacerdote el consejero espiritual sino un escéptico rotundo, aunque sí hay un sacerdote que pugna porque se cumpla el deseo de Sarah de un funeral católico. En la película aúna ambas figuras. En la novela es ese escéptico el que tiene la mancha en su rostro, no el niño, quien padece otro trastorno de salud, pulmonar. Nuestras emociones, y voluntades, se retuercen tontamente cuando la entrega es el impulso (milagro) que elimina las manchas de nuestras tortuosos pensamientos, del celo que no sabe mirar con los ojos del otro. Como esa mancha del rostro del hijo del detective, que ella acarició un día, y ha desaparecido. Misterio, sí, pero qué revelador y elocuente misterio. Bendrix exhorta a Dios que espera toda la felicidad para la fallecida Sarah, y Henry, pero a él que le deje en paz. Exista o no una entidad divina, la vida le ha arrebatado a quien más quiere. Si nuestra voluntad puede ser enrevesada, puede también serlo la del destino, dios u azar, como quiera llamársele. Por eso, ante ese sinsentido de la indiferente aleatoriedad o del capricho de una voluntad trascendente, por qué complicarnos tanto la vida.
La sublime banda sonora de Michael Nyman que hace música de un desgarro.
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