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sábado, 4 de agosto de 2018

Jenny

Uno de los aspectos más sorprendentes de la opera prima de Marcel Carné, Jenny (1936), es su recorrido narrativo sinuoso, incierto, en el que los diversos personajes parecen meandros de su curso, o como un delta narrativo, que avanzado el relato fluye cuando dos de los personajes se cruzan y crean su compartida corriente de amor. Ya en su singular y admirable secuencia inicial se sedimenta y gesta la entraña de esta obra: En una concurrida calle, ya en la noche, Danielle (Lysette Martin), una joven pianista, y un hombre, mantienen una conversación que es ruptura, y movimiento ( caminan mientras hablan): Danielle no acepta la indefinición de las aguas en las que parece estancada su relación, y está, además, dispuesta a romper con su entorno, desplazándose a Londres: al finalizar su conversación, ambos quedan detenidos en la calle, y la cámara realiza un travelling de alejamiento; en el encuadre se interpone un carro, e irrumpe un hombre cantando una canción de amor.
Una elipsis hilvana esta canción con otra, en otra calle, esta durante el día, que canta un niño, también sobre el amor, en el que alienta el compartir lo que se siente, y se señala las torturas que padecen aquellos que retienen y no expresan lo que sienten. Esa canción, desde su ventana, la escucha Jenny (Francoise Rosay). Sabremos, por la llamada teléfonica que tiene lugar inmediatamente que ya han pasado seis años y que Danielle, que es su hija, retorna de Londres. Hay un cierto desencuentro entre madre e hija; de hecho, ésta no sabe que su madre regenta un club, de nombre Jenny ( ella la llama Jeanne), que es emblema de la alegría en Paris. Claro que detrás de las fachadas, o de las apariencias, no todo es lo que parece.
Hay un entramado de secundarios trazados con precisión, definido por lo que expresan y ocultan, superficies de relaciónes que dejan, o no dejan, entrever las corrientes subterráneas de lo que otros personajes representan para ellos. El socio de Jenny, Benny (Charles Vanel), está enamorado de élla, aunque se muestre siempre tan contundente con su forma de regentar el local; pero Jenny está enamorada de Lucien (Albert Prejean), quien ya no es lo que fue, mantenido casi por Jenny, poseído por cierto amargor vital (desearía estar sentado sobre una maleta, y esperar un tren), y con quien mantiene una relación de rivalidad el jorobado interpretado por Jean Louis Barrault, socio de Benoit
El azar posibilita que la noche que Danielle descubre que su madre regenta ese local su destino se cruce con el de Lucien, cuando éste se enfrente a un anciano millonario que ofrece dinero a toda joven con la que se encuentra en el local (obviamente, un cliente a conservar, según Benoit). Entre ambos se gestara un amor que es cómplice, y que rompe con esa vida sucia de él, y esa vida triste de ella (que expresan mientras caminan por un muelle), sin saber de quién es ella hija y con quíén mantenía una relación antes él. La inteligencia, o sutilidad, de la obra, que evita los cauces del cliché ( y del tremendismo dramático), reside en que sólo un personaje de los tres sabrá cuál es el vínculo. Personaje, en las emotivas secuencias finales, que camina entre la bruma, en un puente, como a la deriva, mientras en su mente resuenan voces que señalan cómo unas personas llegan a tu vida y otras salen. Jenny, primera colaboración de Carné con el gran guionista y dialoguista Jacques Prevert es una sutil reflexión sobre la vida entretejida sobre realidades entrevistas, puentes que se crean en las relaciones (y las gestan), vida en espera en los muelles de las expectativas y las resignaciones, corrientes subterráneas que quizás no se expresan cuando es necesario, y voluntades que se enfrentan, expresando lo que sienten sin miedo, a las adversas corrientes para crear su propio mar de relación.

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