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jueves, 2 de agosto de 2018
El hombre de Laramie
En los westerns de Anthony Mann los espacios tanto influyen en los personajes como los definen. Sus acciones parecen brotar de ellos, como incrustaciones en las entrañas. Espacios desabridos como una llanura de sal, o sinuosos como unas colinas pedregosas de caminos intrincados, o engañosos y laberínticos, como las casas de techado bajo entre las que se desplazan figuras escurridizas y traicioneras, porque suelo y altura se confunden y amplían las direcciones posibles, y por tanto se amplia la incertidumbre y lo imprevisto: alguien salta sobre ti en la oscuridad; una figura en penumbras vigila y se esconde de modo esquinado; más tarde, se comunica que se ha encontrado el cadáver del asaltante en otra calle, y la figura vigilante actúa de falso testigo que testimonia la culpabilidad de quien fue atacado. El corazón de los personajes parece tallado con esa materia,y con esa condición laberíntica, escurridiza. Las furias dominan sus acciones virulentas, su rasposa codicia, su altiva soberbia. Las apariencias asemejan a un abismo, o una trampilla. Un hombre ciego cabalga disparando sobre el hombre que cree ha matado a su hijo. Unas armas escondidas entre ramajes, ocultas para venderlas a los indios, refleja esa violencia contenida en la doblez.
Los personajes que James Stewart protagonizó para Anthony Mann, parecían estar huyendo, de un pasado que pudiera haber sido su presente, o del compromiso con el presente (Horizontes lejanos, Tierras lejanas) o buscaban algo, o alguien, con denuedo (Winchester 73, Colorado Jim y El hombre de Laramie). La crispación, de modo más manifiesto o más solapado y puntual, unía a unos y otros. Y la ofuscación se cierne sobre su discernimiento, como el fantasma que puede disparar sus actos en una dirección que modificaría de modo radical su vida. Están en permanente posibilidad de cambio, o alteración. Se resisten a esa posibilidad o la tientan por obcecación. En Horizontes lejanos (1952) la huella de una soga en el cuello evidenciaba de qué tipo de vida huía, aunque los cruces de la vida le deparara el encuentro con quien encarnaba ese pasado, o esa posible dirección que podía haber tomado su vida, el fluctuante, y por tanto imprevisible, pistolero que encarna Arthur Kennedy, quien no sabes cuándo será aliado o cuándo rival. En Colorado Jim (1953) está empecinado en detener al forajido que encarna Robert Ryan, porque con la recompensa conseguirá el dinero que necesita para recuperar el rancho que descubrió que había perdido, como su novia le había abandonado, al volver de la guerra. En Winchester 73 (1950) era la furia que en la mirada podía desenfundar tan o más rápido que con un revolver, en particular cuando avistaba a su objetivo en el recorrido sinuoso de su furia, representado por el arma que pasa de mano en mano: el hermano que mató al padre de ambos.
También persigue la venganza Lockhart, el protagonista de El hombre de Laramie (The man from Laramie, 1955): Quiere averiguar quién vendió las armas a los indios que mataron a los que componían el destacamento que dirigía su hermano pequeño. Todos los personajes que encarnó Stewart se enfrentan a las propias turbulencias, a la propia oscuridad, a la propia condición salvaje, a la acción proscrita -Horizontes lejanos (1952)-, por mucho que se intente justificar con principios morales - El hombre de Laramie (1955)- o se quiera rehuir en el individualismo insolidario -Tierra lejanas (1955)-. El camino de la venganza siempre es oscuro, escarpado y tortuoso, y la violencia te puede dominar por mucho que tu afán sea el de lo justo (la distancia que te separa de la oscuridad que puede engullirte puede ser la que separa tu dedo de un gatillo). La espalda de Stewart en la secuencia final de Colorado Jim (1953), lo condensa, cuando dilucida que mejor que arrastrar el cadáver de una obsesión, el lastre de un despecho, es construir un futuro con un cuerpo vivo.
En El hombre de Laramie, con guión de Philip Yordan y Frank Burt, que adaptaron el homónimo serial de Thomas T Flynn, esa enajenación, esa obcecación, que te convierte en otro, o eres tú mismo y a la vez esa obsesión, queda evidenciada en la actitud elusiva de Lockhart cuando le preguntan de dónde procede o a qué se dedicaba, como si fuera alguien sin pasado, sin raíces, alguien que necesita de ese distanciamiento para ejecutar su propósito vengativo. Por eso es simplemente el hombre de Laramie, el último lugar de dónde ha venido. Una identidad provisional relacionada con una misión, un propósito: una venganza. Sólo alguien observador como el guía que ha contratado para trasladar la mercancía a un almacén de Coronado, es capaz de deducir su pasado militar, incluso su rango, capitán. Su apariencia es escurridiza, porque es ante todo un hombre que busca, como otros simulan sus acciones clandestinas, las cuales refejan la insatisfacción o frustración que contienen en el escenario de la realidad. Esas armas con las que trafican evidencian la violencia larvada tanto del hijo, Dave (Alex Nicol), que no se siente reconocido o respaldado por su padre, Alec (Donald Crisp), como la del capataz, Vic (Arthur Kennedy), que no siente la confianza de que Alec cumpla su palabra de que heredará el rancho junto a su hijo.
Esa inseguridad escarpada se esconde en las armas con las que trafican. Y se manifiesta de modo diferente. En ambos casos, por otro lado, dual reflejo de las facetas de la actitud de Lockhart con respecto a su propósito de venganza: el impulso violento y la fluctuación. En uno no se evidencia, sino que se disimula, también reflejo de la naturaleza o actitud ambivalente, oscilante, de Vic. No por casualidad ama a la mujer (y es correspondido por ella) por la que se siente atraído Lockhart, Barbara (Cathy O'Donnell), cuyos sentimientos se redirigirán hacia Lockhart. La frustración en Dave se desvía, o contrarresta, en una actitud cruel y arrogante, de gatillo o puño fácil, como cuando humilla a Lockhart al sorprenderle cogiendo la sal, y mata a una docena de sus mulas (esa incontinencia se puede equiparar a la determinación ciega o temeraria de Lockhart: ese travelling que le precede cuando se dirige a Dave, al reencontrarse con él, y le tira del caballo); o después, tras que Lockhart hiera su mano en otro enfrentamiento,cuando él ordene a dos de su hombres que lo agarren para así disparar en su mano a bocajarro. Un ánimo vengativo que se sedimenta como eco, o sal en una herida, en el anhelo de venganza del propio Lockhart. Un posible reflejo que negará al final cuando opte por no descargar su furia sobre Vic (su fluctuación).
Lockhart había sido un extraño, incluso para sí mismo (carente de origen o pasado) que llega a un pueblo con ánimo de venganza por la muerte de su hermano pero se acaba enfrentando al sinsentido de su materialización porque sería una criatura más de ese paisaje hostil e inhóspito. Hubiera sido roca, pedregal, salina, instinto cruel. Hubiera sido un gesto salvaje. Por eso, resulta elocuente que Vic sea abatido por los indios salvajes que, como señala Alec, estaban ahí antes que cualquiera de ellos. Su naturaleza sin los esquinados reflejos de la doblez y la simulación, o las justificaciones civilizadas de la ley del más fuerte, o el depredador que sabe imponerse sobre su entorno y los demás (como se puede puede justificar el impulso de la venganza). Aunque ni el más poderoso cacique, como es el caso de Alec, puede evitar ser derrotado por su propio deterioro, la ceguera que le va dominando, la vejez, que le hace ser más humilde, e incluso requerir la atención de los demás, como por fin, la de la mujer que le ha amado durante décadas, Kate (Aline McMahon), la propietaria, precisamente, de las únicas tierras colindantes que no había conseguido adquirir. La suficiencia ciega, como el impulso de la furia desbocada.
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