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sábado, 16 de junio de 2018

Cuando el destino nos alcance (Soylent green)

Una realidad en la que las frutas y las verduras, la mermelada o un bistec, el agua caliente o el jabón, o los libros, dada la carestía de papel, son bienes de lujo sólo para los privilegiados, por el colapso medioambiental causado por el efecto invernadero. Carencia de recursos, sobrepoblación, pobreza crónica predominante, contaminación. Ese es el paisaje, o circunstancia, que se refleja en Cuando el destino nos alcance (Soylent green, 1973), de Richard Fleischer, adaptación de la novela Make room! (1966), de Harry Harrison, que situaba la acción en 1999 aunque la película la traslada al 2021. Si Blade runner (1982), de Ridley Scott, conmocionaría una década después con su tétrica (pre)visión del futuro ( aunque reflejo de un presente que ya alimentaba la alienación y la sociedad maquinal de réplicas que se forjó en los infaustos ochenta), Cuando el destino nos alcance (Soylent green) no se quedaba atrás en contundencia y lucidez. Si la obra de Scott incidía en esa condición de sociedad hacinada, sobrepoblada, Cuando el destino nos alcance (Soylent green) amplifica esa condición, en términos de precariedad y desvalimiento, con la profusión de gente no sólo hacinada en iglesias que les acogen, sino en las escaleras de los edificios (con vigilantes armados en los altos de las mismas para que no accedan a los pisos). Aunque si la masa de Blade runner mostrará ciertos aspectos de diversidad, aquí están marcadas con las señas de la impersonalidad, definidos por sus intercambiables grises atuendos. La realidad es primordialmente gris, sórdidamente gris. Los espacios de los privilegiados, como aquel que habita el hombre asesinado, Simonson (Joseph Cotten), parecen pertenecer a otro mundo, y a la vez auna tiempos, como si aún no se superara la mentalidad medieval de la configuración de estamentos y privilegios (las mujeres son parte del mobiliarios, lujo o posesión que va con el piso, sea quien sea el nuevo inquilino o propietario).
Fleischer combina las convenciones del thriller (una investigación de un crimen, alguna persecución o enfrentamiento físico) con un aire realista, inmediato. No hay ensimismado deleite de los decorados o atrezzo futurista, sino que el escenario es otro personaje, que define ambientes, esa realidad separada en estamentos (como esa fosa que separa el edificio donde vive Simonsson). Thorn (Charlton Heston) del asesinato de uno de esos privilegiados: ¿a qué se dedicaba? pregunta al que era su guardaespaldas, Fielding (Chuck Connors), y éste responde rico.Pero ¿Qué es Soylent green, más allá de ser una comida sintética? O antes que esa interrogante crucial, ¿por qué Simonson, vinculado a esa empresa, acepta con resignación su muerte a manos del hombre que irrumpe para efectuar un asesinato que es un encargo. Para Simonson parece más desoladora la vida, o vivir con la consciencia de cierta realidad, que la muerte. Esa incógnita sobre su actitud se adhiere a la narración como una película que impregna de turbio fatalismo. Thorn, por su parte, entra en ese espacio, como si irrumpiera en otro universo o realidad, que no consideraba concebible incluso: sentir el jabón, ducharse con agua caliente, comer los manjares que su paladar incluso ignoraba ¿Por qué un hombre que disfrutaba de todos los lujos, incluido la hermosa Shirl (Leigh Taylor Young), pudo preferir la muerte?¿Por qué durante las últimas semanas lloraba con desconsuelo?
La mayor parte de los humanos viven en la oscuridad de la carencia. Hasta a la electricidad hay que reactivarla de vez en cuando para disponer de luz mediante el pedaleo de una bicicleta, como es necesario en el piso que Thorn comparte con su asistente en las investigaciones, Sol, la última interpretación de Edward G Robinson, quien no dijo a nadie durante el rodaje que sufría un cáncer terminal. Moriría doce días después de la finalización del rodaje. Fleischer improvisó con Heston y él una de las secuencias más sobresalientes, y emotivas, de Cuando el destino nos alcance, que no estaba planteada en el guión: Thorn lleva, a su hogar, algunos objetos que ha sustraído de la casa de Simonsson. Thorn porta una bolsa de la que va sacando, cual Papa Noel, los inusitados, y casi olvidados, productos, para asombro, regocijo y al final, lágrimas, de Sol, quien a diferencia de Thorn si saboreó o disfruto todo lo que le muestra, por lo que el momento se tiñe de pesar por lo perdido gracias a la inconsecuencia del ser humano. Para él es como si le enseñara prodigios arqueológicos de tiempos ya irrecuperables. Así le muestra primero papel y unos lapices, unas enciclopedias a modo de atlas, que hace añorar a Sol aquellos tiempos en que se disfrutaba de los libros. Acto seguido le enseñará cebollas, puerros y manzanas, que Sol observa como quien hubiera sacado de una vitrina de un museo un pergamino de los tiempos de la Grecia clásica. Y la guinda, un trozo de bistec, que ya sume en lágrimas a Sol. Exuberante júbilo y rabiosa tristeza se conjugan en esos instantes, porque la indignación sigue viva en alguien que ha sido testigo del proceso de degeneración del mundo.
Sol, y la extraordinaria interpretación de Robinson, se evidencian como el corazón de la narración. Así, ese sentido homenaje en una de las más bellas secuencias rodadas por Fleischer, la de su muerte, o asumido suicidio, en el Hogar, ese centro de eutanasias asistidas, en el que expira escuchando música clásica (piezas de Tchaikovsky, Beethoven y Grieg),mientras contempla imágenes de la naturaleza (esos espacios que Thorn, testigo de su muerte, ignoraba que fueran de esa manera, tan esplendorosos). La revelación final es tan demoledora, y admonitoria, como la de otra estupenda obra de ciencia ficción, protagonizada también por Charlton Heston, realizada cinco años atrás, El planeta de los simios (1968), de Franklin J, Schaffner. Claro que, como declaró Fleischer décadas después: Después de estos años, pienso que lo que transmite el filme es todavía más descorazonador y más terrible en la realidad. Creo que me quedé bastante corto en mi pesimismo.

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