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jueves, 7 de junio de 2018

20.000 leguas de viaje submarino

En 20000 leguas de viaje submarino (20000 leagues under the sea, 1954), de Richard Fleischer, la aventura se funde de un modo más pronunciado con la fantasía y lo maravilloso. Traspasa el umbral, al mismo tiempo, de la condición fantástica. Y si por algo se define el género fantástico es por la alteración de la mirada, la irrupción de lo extraño que tambalea la presunción de la Normalidad, cuyos cimientos de valores, y representación de lo real, se ven desestabilizados. Y qué mejor emblema que esos luminosos ojos inciertos, amenazantes e inquietantes, que surcan como figura oscura, aún no corporeizada, las aguas del océano, embistiendo, y haciendo naufragar, a aquellos buques y navíos que son epitome del tráfico establecido, y que ven así alterado su tránsito hecho rutina. Aún más, esos ojos tienen su reveladora correspondiente vertiente en su transposición subyacente (en este caso, no subterránea, sino subacuática). Son los ojos que hacen ver la realidad desde otra perspectiva.
Pero para descubrir esa otra perspectiva, antes nos hemos familiarizado con aquellos que representan el punto de vista de la Normalidad. Los representantes de la tierra, si contraponemos la (presunta) firmeza de esta con la movediza o inestable del agua. Certeza e incertidumbre. Quizás no sea casual que uno de ellos, el interpretado por Kirk Douglas, se llame Ned land (tierra), y que sea el personaje de visión más prosaica y mundana, y además arponero. Lo otro es algo a cazar y eliminar sin ningún escrúpulo de conciencia. Es el prototípico esbirro de un sistema que expolia para su propio beneficio. El profesor Aranox (Paul Lukas), por su parte, es el representante de la Razón científica, aquel que busca la explicación, la raíz de los fenómenos, aun desde la base del Sistema (no hay afán de subvertir sus cimientos), y que sí posee cierto ánimo explorador, sin dejarse tentar por supersticiones sobre fantásticos monstruos, para descubrir el por qué de esos anómalos hundimientos. A su lado, su ayudante, Conseil (Peter Lorre), mente limitada y pragmática, que por ello no tendrá dificultades en establecer sintonía y alianza con Ned Land.
Cuando sea hundido el navío en el que viajan, los tres se confrontarán con la revelación de que no es una criatura monstruosa, aunque sí algo insólito e inusitado en aquella época de finales del siglo XIX: Una fabulosa maquina submarina, el Nautilus. Su toma de contacto asemeja a la del que penetra en un universo desconocido, cual castillo gótico abandonado. Es un espacio que resquebraja la noción de lo posible, algo nunca visto. Y no está deshabitado. A través del ojo interior de esos ojos subacuáticos, precisamente, ven cómo unos buzos conforman una comitiva fúnebre para enterrar a uno de los marineros fallecidos durante el enfrentamiento con el navío hundido. Que la primera manifestación de lo otro sea una imagen de muerte, o fúnebre, es reveladora del condicionante, por tanto de la motivación, que impulsa al capitán del Naitilus, el capitán Nemo (James Mason), y, a la vez, de su destino. Como su condición espectral, que ofrece una imagen en el espejo que devuelve la realmente deformada de la Normalidad.
Nemo es un visionario, alguien que ha hecho realidad lo inconcebible con su asombrosa creación. Alguien que ha hecho del océano un hogar, en el que no falta alimento. Ha hecho hogar de la inestabilidad, porque en ella oscila. Tiene algo de muerto en vida, de sombra que perdió la luz que le impide ya vivir en la superficie de las cosas. Es de esa estirpe de fantasmas o vampiros que viven entre dos mundos, y que arrastran el peso de la lucidez o de un conocimiento doloroso: la consciencia de qué está hecha la materia de la vida, y del engañoso lado de la luz. Perdió a sus seres queridos, y combate a los causantes, los cuáles no dejan de ser representantes del Sistema establecido, barcos que hacen de la esclavitud negocio. Esa es su misión. Su empecinado objetivo. Un nihilista que ya no cree en la condición humana, equiparando a todos sus integrantes como alimañas depredadoras. Por eso, ya no hace distinción entre los barcos que hunde. Representan lo mismo. Lo siniestro, de alguna manera, le ha poseído y, en parte, pese a su afán disidente, se ha equiparado a lo que combate (como si la luz y la sombra ya fueran lo mismo), y esa idea es en la que incide, una y otra vez, el profesor Aranox al cuestionar sus medios, por mucho que entienda sus fines.
Los personajes están, como se ve, claramente delineados en sus contrastes, y además cada uno de ellos no carece de matices. Conceil dividido en sus lealtades y perspectivas con Land y Aranox, Land es alguien de mentalidad limitada que no aprecia ni entiende ( ni quiere) lo que ofrece ese otro mundo, o lo que plantea Nemo, por lo cual su único objetivo es huir a su mundo donde sabe cuál es su sitio, pero, a la vez, es un epicúreo hedonista. Y su afectuosa relación con la foca (aunque a algunos les pueda parecer un molesto excurso cómico) no deja de ser significativa de cierto, aun limitado, proceso de concienciación, o acercamiento, a lo ‘otro’, dada su previa condición de inclemente arponero. Áranox es la mente abierta a cualquier por qué, fascinado por lo que le ofrece el mundo creado por Nemo, pero no comulga con su actitud vital radicalmente disidente.
Y, en especial, Nemo, en cuya hondura y complejidad plena de contrastes, que hacen de él uno de los grandes personajes que ha dado el cine (en esta versión, claro), es crucial componente la sutil interpretación que realiza James Mason. Su porte aristocrático, de cierta rigidez (como un vampiro que hubiera perdido su condición carnal), su acuática y sombría mirada en la que se palpa las turbulencias que animan su propósito, enhebradas por el dolor y la furia, crean un personaje excepcional, en todos los sentidos, ya que su mirada, esos ojos subacuáticos, es única como lo es su actitud, una aristocrática y lúcida mirada quemada por las sombras de lo prosaico, por la inconsecuencia humana. Y es que toda lucidez radical ha sufrido esa quemadura. Y, aún latente, por supuesto, aunque ahora amortiguado en la obcecación punitiva para no anegarse en el dolor, un sentido de la justicia que está emparentado con la compasión, lo que, paradojas, le conducirá a la muerte cuando la dé rienda suelta de nuevo.
Todo esto, claro, pudiera haber quedado en pretenciosas aguas de borrajas si no fuera por la exquisita pericia de ese gran cineasta que fue Richard Fleischer que hace de estas ideas latencia subterránea bajo la vivaz dinámica narrativa, apoyado en el guión de su colaborador en aquellos años Earl Felton. Combina y alterna tonos con fluidez, oscilando entre el drama, la comedia, y, sobre todo, hace cuerpo de la vivencia de lo insólito, del vivir unos avatares lejos de las presunciones de la costumbre. Modélicas, por evidenciar, además, su variedad de registro, son las secuencias del ataque del pulpo gigante o las conversaciones reflexivas e íntimas de Nemo y Aranox frente a ese ojo interior que evidencia esa otra realidad, y esa otra perspectiva. Y, sobre todo, conducidos por la mirada de Aranox, pero influidos y conmocionados por la de Nemo, se logra transmitir esa sensación de mirar la realidad de otro modo. La realidad ya es otra al verse con esa amplitud. Esa es la condición transformadora del autentico viaje.

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