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jueves, 14 de junio de 2018

El ídolo caído

El ídolo caído (The fallen idol, 1948), de Carol Reed, se hilvana sobre sutilezas, sobre contrastes y paradojas, ausencias y presencias, modelos y sustitutivos de paternidad. Contrasta las fantasías e insuficiencias, la candidez y el desvalimiento, de la infancia, edad en proceso de formación, y los retorcimientos y fingimientos, las ocultaciones y conveniencias, de los adultos, edad en proceso de deformación y enquistamiento en la que una modificación, de dirección o escenario de vida, puede implicar, por su condición de ruptura, un conflicto, una dramatización, que derive en el desquiciamiento por su no asunción. Por eso, la narración se trama sobre la relatividad, colisión y convivencia de diversas y hasta encontradas perspectivas (como si, según qué personaje, convivieran diferentes películas, o concepciones de la realidad que se vive), y cómo, de la misma manera que las relaciones se pueden enmarañar en los secretos (y su máscara, las simulaciones, la hipocresía o doblez), a veces lo sincero puede no ir unido a la verdad. Tres estimulantes colaboraciones se dieron entre el cineasta británico Carol Reed y el novelista Graham Greene. La más célebre fue la segunda, el guión que Greene escribió para El tercer hombre (1949), que después novelizaría. Posteriormente, adaptaría una de sus (mejores novelas) para Nuestro hombre en la Habana (1959). Y previamente convirtió en guión, ampliando pero también realizando ciertas modificaciones, su relato The basement room (La habitación del sótano), que había publicado, juntos a otros relatos, en 1935, para El ídolo caído.
El protagonista, o punto de vista del relato, es Philippe (Bobby Henrey), un niño de siete años, hijo del embajador francés en Londres. En el primer tramo se nos presenta al niño en su relación con su espacio o entorno, esa mansión de contrastado espacios (el arriba y el abajo). Se le sitúa en una circunstancia anómala, su padre se marcha durante el fin de semana para traer de nuevo a casa a la madre, que ha estado hospitalizada durante seis meses: Anómala circunstancia reveladora de una constante: en el relato los padres son referencia más que presencia, pero así parece ser en la vida corriente (Philippe reconoce que su madre es un recuerdo difuso). En cambio, en esas primeras secuencias ya se sedimenta con precisión su relación de apego y admiración hacia el mayordomo, Baines (Ralph Richardson), sustituto de lo que se deduce un padre ausente en su ejercicio paterno (sustitución amplificada por su apertura a lo extraordinario, por los excepcionales relatos de aventuras que dice vivió en Africa; relatos que para Philippe corresponden a una realidad mientras que para él son juegos recreativos). Para Philippe, por tanto, Baines, por su lazo con lo concreto y lo fantasioso, es una figura necesaria (de ahí que salga detrás de él cuando ve que se marcha sin llevarle con él como pensaba que haría). Es quien le transmite seguridad, certeza (ese sótano de firmeza al que alude el título original del relato de Greene), y a la vez su nutriente recreativo. En cambio, en el extremo opuesto, siente un manifiesto temor por la esposa de Baines, la ama de llaves, Mrs Baines (Sonia Dresdel), que resulta casi tan siniestra como la Mrs Danvers de Rebeca (1940), de Alfred Hitchcock. Es más reptil que la serpiente que tiene Philippe como mascota (detalle que puede verse como perversa variación de la serpiente del paraíso, más indefensa y menos peligrosa que la pérfida humana).
Perspectivas: Philippe decide seguir a Baines cuando le ve salir, y se encuentra interfiriendo en otra historia, sin tomar consciencia de lo que ocurre. Resulta particularmente admirable esta secuencia. Philippe ve, a través del cristal de un bar, que el señor Baines está en el interior conversando con una chica que trabaja en la embajada, Julie (Michele Morgan), como a través de otro cristal será testigo de una historia ajena (las sinuosas y complicadas relaciones de los adultos: los susurros tensos de la conversación entre Philippe y Julie; la posterior discusión de Baines con su esposa cuando pide su libertad) que, por su insuficiencia de discernimiento, no entreve en su integridad, o que simplemente ve de otro modo. Para Philippe es otra historia: Julie es una sobrina de Baines que se marcha al día siguiente. Se contrasta la perspectiva desenfocada, y ajena, de Philippe, que vive el momento, despreocupado, como una pequeña aventura saliendo de su particular espacio familiar (casi cautiverio), un momento de placentero recreo en el que disfruta de varios dulces, con la desesperada tensión que se palpa entre Baines y Julie, pues se se entreve que ambos se aman, y que Baines está a su vez luchando con cómo lograr decir a su (temible) esposa que quiere el divorcio. Dos realidades conviven a la vez, una inconsciente de que interfiere en otra.
Ausencias y presencias, modelos y sustitutivos: Mrs Baines dice que deja la mansión por un día porque se marcha de viaje, y Baines invita a Julie. Por un día, son la pareja que anhelan ser, y a la vez los padres de Philippe. Pero si los padres de éste sí están ausentes (figuras distantes para Philippe), Mrs Baines realmente no se ha ido. Es admirable cómo en varios encuadres se entreve o insinúa parte de su figura, al acecho. De hecho, en la primera ocasión en que se entreve su presencia, sus piernas, que Philippe ve desde debajo de una mesa, los encuadres se desequilibran: el desequilibrio irrumpe, como una amenaza que se va perfilando, cargando, mientras el niño juega al escondite con la pareja de adultos que por un día se sienten en su particular recreo, en la realidad que desean disfrutar, hasta ese formidable momento en el que Philippe abre los ojos en su cama, porque le cae un pasador para el pelo sobre la almohada, y su contraplano es el primer plano del desorbitado gesto de furia del rostro de Mrs Baines.
Perspectivas, verdad, sinceridad y mentira: En el último tramo, tras la muerte accidental de Mrs Baines ( quien cae, precisamente, desde el lugar en el que secuencias antes Philippe la espiaba por si ella descubría el escondite donde ocultaba a su serpiente; ahora es la serpiente humana la que espía a la pareja y cae), Baines se verá en el centro de un huracán, el de la investigación policial que poco a poco irá angostando sus sospechas sobre él como autor de un posible asesinato, que Reed narra con una ejemplar progresión opresiva. Philippe, en primera instancia, aunque quiera proteger a Baines, acentuará las sospechas sobre él por los comentarios que realiza, ignorante de sus posibles implicaciones, como ignorante era de los relatos inventados de Baines o de la tensión entre el triángulo sentimental que conformaban Baines, su esposa y Julie. Pero, en los últimos momentos, se creará una efectiva tensión cuando Philippe quiera demostrar que es sincero, intentando que escuchen lo que considera un importante detalle que puede ayudar a dilucidar la inocencia de Baines, sin saber, paradójicamente, que no es verdad, y que si los policías le escuchan y hacen caso lo que puede conseguir es lo contrario, que anude la cuerda de las sospechas que parece se van difuminando. Al final, ajenos a todo el conflicto, retornan los padres, muy elocuentemente encuadrados en un distante plano general. La película se abre sobre un plano del rostro de Philippe. Y se cierra sobre otro, pero en este caso abandona el encuadre. Ahora será otra historia la que ocupe el centro del encuadre para Philippe.

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