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martes, 19 de junio de 2018

El estrangulador de Rillington place

El estrangulador de Rillington place (10, Rillingtn place, 1971), es otra afinada exploración de Richard Fleischer de esa compulsión -(título original de una de sus grandes obras, Impulso criminal (1959)- que determina, impulsa a realizar un acto violento, entroncado con la inclinación natural del ser humano a la violencia, a infligir el daño, pero también con la influencia de un contexto social (los quistes infectados de una configuración social). El dominio, en forma de pulsión o formalización (de una estructura social), rige en ambas vertientes. En La muchacha del trapecio rojo (1955) se aunaba. La gestación de ese impulso, que desembocaba en la acción criminal, hundía sus raíces en el exacerbado instinto de posesividad sexual pero también en un entramado social definido por las jerarquías de clase y dominio. En Impulso criminal ese trasfondo también subyace en las acciones de los dos jóvenes, de clase alta, arrebatados por una compulsión de matar que no es sino la delectación en disponer de vidas ajenas (en especial, en uno de ellos), como forma de afirmar su dominio sobre la vida. En El estrangulador de Boston en su primer tramo, el de la búsqueda policial del asesino, se refleja un contexto tan enquistado como inquisidor, definido por una variedad de estigmatizaciones del diferente (por ello más proclive a la sospecha), cuando el asesino se revelará como alguien, en apariencia, para el resto, como un prototipo de ser normal, un padre de familía. La conducta del criminal, que centra ya como presencia la parte final, no deja de serreflejo, por tanto, de las infecciones de ese restrictivo entorno generador de enajenaciones. Por eso, la búsqueda inquisitorial de explicación de su trastorno no es más que el intento de domesticarlo, de aislarlo de la influencia del entorno, como si se extirpara una anomalía en vez de un reflejo o síntoma representativo de la infección de un cuerpo social.
El estrangulador de Rillington place coincide con las anteriores en que se basan en hechos y personajes reales, pero de nuevo Fleischer transciende la mera crónica de sucesos para realizar una precisa radiografía, planteada con quirúrgica distancia, de un conjunto en el que el asesino es una pieza más del puzzle. En primer lugar, ya en la primera secuencia, la acción criminal de Christie (magnífico Richard Attenborough), que, ya durante la guerra, en 1944, se aprovechaba de mujeres que necesitaban asistencia médica, para anestesiarlas, estrangularlas, violar su cadáver, y enterrarlas en su jardín. En segundo lugar, con la llegada, en 1949, del matrimonio de John (extraordinario John Hurt) y Beryl (Judy Geeson), con su pequeña hija, como inquilinos, se refleja las precariedades de las circunstancias sociales. John no sabe leer ni escribir, tiene un trabajo que les dapara subsistir a duras penas, y tiene una tendencia a darse mayor importancia mediante exageraciones, o meras invenciones (ya sea con Christie cuando alquilan el piso o con los amigos en el bar, tanto en cuestiones laborales como sexuales). Esa tensión, esos agobios y complejos, afecta a la propia relación que deriva en aceradas discusiones. El hecho de que se quede embarazada de nuevo Beryl les sitúa en un callejón sin salida. El cual, en tercer lugar, queda bien reflejado en el mismo espacio, esa serie de casas hacinadas, indiferenciables, en una calle que termina ante un muro. En cuarto lugar, la descripción de Christie como alguien de apariencia de vida normal, casado, que fue representante de la ley, uno más, cuyo comportamiento nada se diferencia de tantos otros.
La secuencia en que Christie realiza el aborto resulta tan admirable como sobrecogedora, e, incluso, propicia una situación que suspense que estira la cuerda de la identificación con quien está realizando un brutal crimen, detalle perverso que anticipa la prodigiosa secuencia de Frenesí (1972) de Alfred Hitchcock, en la que el asesino, encarnado por Barry Foster, tiene que recuperar su mondadientes del cadáver entre las patatas en la parte trasera del camión en tránsito. En primer lugar, por la contrariedad de que llegan dos albañiles para realizar el arreglo de un techo en el patio en el momento que ascendía con su maletín y la taza de té, lo que propicia que vacile si seguir con su propósito. Pero Beryl le insta a que lo haga. En el momento que la está estrangulando, Fleischer crea una situación de suspense mediante el montaje alterno con la amiga de Beryl que asciende las escaleras y toca su puerta.
La segunda parte de la narración se centra en cómo Christie manipula las apariencias para que el inculpado de las muertes (incluida la de la niña, en un descarnado uso del fuera de campo), sea John, sabedor de que las apariencias incriminarán más a alguien como John, por sus discusiones con su esposa, que todo el vecindario conocía, su extracción social y sus alardes, que a él, de inofensiva apariencia normalizada. Desazonante por su falta de efectismo dramático, y lacerante por su sobrio tratamiento, cual informe médico, Fleischer refrenda su talento narrativo y visual. Los colores, mortecinos, apagados (magnífica dirección fotográfica de Denys Coop), la textura de los decorados, adquieren una condición orgánica, opresiva, como si fueran la supuración de ese trastorno que enajena a Christie, como si este fuera una emanación de ese entorno, infección en una infección. Ni siquiera los exteriores se libran de esa sensación, como esa ladera que asciende John en el pueblo donde se ha refugiado, como un callejón sin salida, ese en el que ignora que se ha metido manipulado por Christie. Las secuencias del juicio se estiran, con cortante austeridad, como una cuchilla que descendiera pausadamente, mientras la expresión de John gradualmente se va distorsionando con la mueca de la desesperación y la perplejidad por los testimonios de Christie, y, en cambio, la de la esposa de este, evidencia con un mínimo y casi imperceptible cambio en su mirada que ha comprendido que su esposo es el autor de los crímenes. Esta sutilidad es la que define el estilo de Fleischer.
Fleischer fue encuadrado en a generación de la violencia, como otros grandes estilistas, como Nicholas Ray y Anthony Mann. Exploró su raíz desde diversos ángulos: Esos lodazales sobre los que se erigen los pináculos del poder en ese nada convencional western que es Duelo en el barro (1959), su heterodoxa aproximación a una figura bíblica, en Barrabas (1962), tenebrosa travesía que no deja espacio más que para la interrogante, la más afinada incursión en las raíces bárbaras del hombre, Los vikingos (1958), obra de aventuras no superada, o cómo en Sábado trágico (1955) un atraco es una pieza más en el retrato de violencias implícitas, larvadas, retenidas, en un entorno, de vidas robadas o frustradas. La reflexión en su cine estaba conjugada con una pregnante condición física, como refleja la cruda y escueta secuencia en la que John es ahorcado, tan demoledora, aun mucho más breve, que las de No matarás(1989), de Krzystof Kieslowski o A sangre fría, (1967), de Richard Brooks. En su plano final sobre el rostro borroso de Christie se superpone su respiración agitada cuando realizaba los crímenes. Su mente borrosa, como su agitación, no estaba desligada de su entorno, era reflejo y parte integrante del mismo.

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