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viernes, 4 de mayo de 2018

Lucky

La muerte y la sonrisa. David Lynch, o Howard, el personaje que interpreta en Lucky (2017), de John Carroll Lynch, ha perdido la tortuga con la que convivía. O quizá le ha abandonado, una huida que había planificado quizá durante tiempo, como él especula. Esa es la primera imagen de la película: la tortuga caminando por el desierto. Una tortuga es lenta, aunque no tanto como se cree. En Una historia verdadera (1999), una de las obras maestras de David Lynch, Alvin (Richard Farnsworth) recorría con un cortacesped, lentamente, pero con determinación, 507 kilómetros para reconciliarse, después de diez años sin hablarse, por vanidad e ira, aderezada con alcohol, con su hermano Lyle, que estaba interpretado por Harry Dean Stanton, que aquí encarna al nonagenario Lucky. Se desplaza con lentitud, aunque no tanto como se presupone a alguien con su edad, y desde luego siempre con determinación. Lucky se sostiene sobre las rutinas que aplica cada día, como las secuencias introductorias constatan: se afeita, hace sus ejercicios, y recorre andando varios kilómetros hasta la población más cercana, donde en el mismo café de siempre se dedica a realizar unos crucigramas, grita ¡Coño! ante el mismo espacio (que las primeras veces no nos visualizan), compra los cigarrillos en el mismo establecimiento, y en el bar de copas de siempre toma un refresco. Las rutinas son una pertinente red para contener la consciencia del paso del tiempo. Pero un día, el tiempo parece que se detiene, como los dígitos del reloj en su batidora, y Lucky se desmaya. Y la tortuga de la rutina le abandona. Y siente miedo. El tiempo se desnuda como un boquete, y abre las fauces de la finitud inevitable e inapelable que le espera en cualquier próximo recodo. Las tortugas pueden ser centenarias e incluso vivir doscientos años, pero él no es una tortuga.
En Una historia verdadera, uno de los múltiples encuentros que tiene Alvin en su trayecto es con otro veterano de guerra, con el que conversa en un bar, y comparte cómo aún le persigue el recuerdo de haber disparado contra un compañero de armas porque, desde la distancia de su punto de mira de francotirador, pensaba que era un enemigo. Quizá la secuencia más bella y conmovedora de Lucky sea aquella en la que Lucky, en el café donde completa un crucigrama cada día, mantiene una conversación con otro veterano sobre sus experiencias durante la II guerra mundial, Fred (Tom Skerrit), quien comparte una sobrecogedora anécdota sobre cómo entre los trozos de cadáveres de un campo de batalla, en una isla del Pacífico, apareció una niña de 7 años que parecía darles la bienvenida con una sonrisa (y no era una fachada, venía desde adentro, desde el centro de ella misma), pero, como supo después, no era sino la sonrisa de aceptación de quien, como budista, cree que va a morir y le sonríe a su destino. El semblante conmocionado de Skerrit, un levísimo movimiento de cámara hacia él, componen un fugaz momento de desoladora epifanía, pero inconmensurable belleza. ¿Qué somos? Una figura empequeñecida, de corta duración, frente a un gigante cactus, una especie de escasa duración en el planeta en comparación a los 60 millones de la planta. ¿Quiénes nos creemos que somos?
Lucky es una película que pudiera haber brotado de Una historia verdadera. Comparte sus medidas composiciones, su contención y capacidad de condensación, su sutil modulación, y sobre todo, su misma genuina emoción que mira de frente, tan cálida como descarnadamente, a nuestra fragilidad e inconsistencias. El trayecto geográfico de Lucky es más reducido, y se restringe a la circulación de las rutinas, pero, del mismo modo, los encuentros, los vínculos que se crean, como en su caso, sean pasajeros, o los mismos rostros, las mismas figuras de cada día, dotan con su calidez de jugo al tránsito de los días, a su repetición, aunque a veces asome el miedo de que una puerta roja, esa que está relacionada con la consciencia de tu vulnerabilidad, los haga desaparecer. Hacen sentir que la vida no es un mero túnel sino un jardín que es diariamente regado, como ese espacio que en principio, cada vez que dice ¡coño!, no nos es mostrado como contraplano, hasta que se dota de presencia, en correspondencia con la asunción de que son los otros, su compañía, el contraplano fundamental de la vida, ese que puede generar una sonrisa. Si la conclusión del trayecto de la vida, con la muerte, inevitablemente es la oscuridad y el vacío, siempre queda, para sostenerse, pero también para regar la vida de los otros, la sonrisa. En un episodio de Twin Peaks, Gordon, el personaje que encarna David Lynch, decía que cuando llueve, usa tu sonrisa como paraguas. Lucky nos mira desde la pantalla, y nos sonríe, antes de volver a realizar el mismo recorrido que realiza cada día de vuelta a casa. Hasta que ya no haya ningún otro más. Pero mientras, sonríe.

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