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martes, 22 de mayo de 2018
Yakuza
Uno de los aspectos más destacados, o atractivos, de Yakuza (1974), de Sidney Pollack, es cómo logra que el peso o las resonancias del pasado vibren en los gestos y las acciones de los personajes. El presente no es más que el enfrentamiento con las ascuas y residuos de un pasado irresuelto, que aún late suspendido en los personajes, y se extiende a las propias imágenes como una terminación nerviosa dañada cuyo latido de dolor aún se sintiera. No hacen falta evocaciones explícitas, flashbacks. El poso es manifiesto entre los personajes, tanto en lo dicho, que en ocasiones brota tempestuoso, como lava largamente contenida, como en lo no dicho, en lo cual no sólo palpita lo compartido veinte años atrás sino incluso lo no dicho entonces que ahora será revelado, para transfigurar de modo radical la comprensión de los actos de los otros. En esta intensidad que tiene algo de espectral a uno le hace pensar más en el cine del coguionista y luego gran cineasta, Paul Schrader, que en su director, Sidney Pollack.
Como en las mejores obras de Schrader, el detonante argumental no es más que el esqueleto sobre lo que se sostiene lo crucial, unos personajes enfrentados a sí mismos, a sus emociones, a su relación con el mundo, al peso de un pasado que se ha convertido en carga y en presente que es callejón sin salida. La petición de favor de George (Brian Keith) a Harry (Robert Mitchum en una de sus mejores interpretaciones) de que vaya a Japón y le ayude a salvar a su hija, secuestrada por un grupo mafioso japones, implicará que Harry pida la ayuda de Ken (magnífico Takakura Ken) el hermano de la mujer que amó, Eiko (Keiko Keiho), o que no pudo amar, por decisión de ella (aunque no dejó de suscitarle a él la impresión de que estaba relacionado con algún secreto que no quería compartír con él). Del mismo modo que hay componentes de ese pasado que él ignora, porque no fueron compartidos, otras omisiones en el presente, por parte de quien creía un amigo íntimo, George, determinan las consiguientes consecuencias de enfrentamientos violentos. Ni el escenario del pasado era preciso, ni el del presente tampoco. En la secuencia de presentación Harry contempla en el balcón de su casa junto a la playa una planta que se está secando. Su vida parece relegada, como una planta seca, a la orilla de la vida. Así quedó desde que no pudo realizar ese amor junto a Eiko.
Su viaje a Japón es un reencuentro con el pasado, un viaje con lo que quedó interrumpido, incluso dañado. Hay algo de espectral, de sueño, en este desplazamiento, del que se confronta con la vida que pudo ser, y a la vez, la vida ajena que, sin saberlo, él daño. Pollack recurrió a Robert Towne para reescribir el guión, para, según él, humanizar al personaje de Harry, o que no resultara la historia demasiado irreal, alucinatoria. Scorsese estuvo interesado en rodar el guión, pero fue desechado porque aún no tenía el suficiente nombre, y, desde luego, dotó al guión de Schrader para Taxi driver (1976) de una atmósfera alucinatoria, entre la pesadilla y la infección contenida. La Warner consideró a Robert Aldrich como director y Lee Marvin como protagonista, pero cuando Marvin abandonó el proyecto, y fue contratado Mitchum, este desechó a Aldrich porque no había tenido buena relación con él cuando rodaron Traición en Atenas (1959), y sugirió a Pollack. A este el guión le evocó unos versos de Robert Frost: The woods are lovely, dark and deep/But I have promises to keep/And miles to go before I sleep, miles to go before I sleep (Los bosques son encantadores, oscuros y profundos/pero yo tengo promesas que cumplir/y millas por recorrer antes de descansar, millas que recorrer antes de descansar). Esto está espléndidamente delineado en las secuencias que comparte Harry tanto con Eiko como con Ken. Este es un ex yakuza retirado desde hace diez años que acepta ayudarle por una deuda de favor hacia Harry: rescató a Eiko, manteniéndola a ella y su hija, en los años posteriores de la guerra, hasta que seis años después Ken apareció de nuevo, lo que también supuso el fin de la relación de Eiko y Harry.
Pollack narra con precisión, la que considero su mejor obra (con permiso de Las aventuras de Jeremiah Johnson, 1972), con un cortante y brillante uso del abrupto montaje en las secuencias de los enfrentamientos violentos, con recurrente utilización de planos contrapicados, posiciones de cámara a ras de suelo, y ruptura raccords, acorde a esa latencia de sentimientos subterráneos, de lo no dicho o no compartido, al daño de los nexos o a su falta (la sustracción de información que determina no sólo una perspectiva insuficiente, sino que límita y condiciona las mismas relaciones). El trayecto de la narración, el esclarecimiento, adquiere una condición catártica.
Hay una secuencia modélica, magnífica, en su sabio uso del espacio y la luz, en la que Pollack logra expresar, más allá de lo mostrado, cómo Harry ha alcanzado la comprensión del Otro, y la asunción de las consecuencias dolientes de sus actos: Cuando se corta su dedo ante Ken, ese gesto de otra cultura que no es la suya (el gesto sacrificial que hace un yakuza ante otro para demostrarle su pesar por el daño infligido), Pollack realiza dos primeros planos de los perfiles de ambos: tras la cabeza de Harry se aprecia una lámpara china, y tras la de de Ken el reflejo, cual sombra de luz, de la misma: Una bella forma de expresar esa conciliación, y el logro de una mutua equiparación que es respeto y complicidad a través de la sabia asunción humilde de Harry de una luz que hasta ahora había negado o ensombrecido, porque ignoraba que Ken no era, como creía, o le habían dicho, el hermano de Eiko sino su marido.
Como en la posterior Posibilidad de escape, de Schrader, en la que también es nuclear una relacíón sentimental pretérita truncada, la secuencia climática violenta es catarsis que contiene autocastigo. Ken decide matar al responsable de la muerte de su hija, pero es consciente de que pone en riesgo su vida al enfrentarse a 19 hombres, con la sola ayuda de Harry, como quien quiere penalizarse por no haber sido una vez más capaz de proteger a quienes quiere. Otra constancia de su fracaso. Su figura rezuma soledad, vida truncada, como al fin y al cabo, también la de Harry. Durante décadas han sido fantasmas. Son reflejos que recuperan su condición de cuerpos. Harry por comprender cuál era la razón que había impedido que fructíficara su amor, cuál era la razón de la decisión de Eiko, y Ken por redimirse de ese excesivo orgullo, como esa figura demoníaca del tatuaje en su espalda, que Pollack aísla en el último plano de la secuencia del enfrentamiento. Un ojo colérico, y el otro oculto por la sangre que surca la espalda. Esa que mordió en sus entrañas tras retornar de la guerra, que vehiculó en la violencia de la vida de yakuza. Porque, como dice a un alumno, en la lucha no hay que esperar nada. Y así había su vida, como la de Harry. La espera de nada.
Un fragmento de la excelente banda sonora de Dave Grusin
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