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sábado, 27 de enero de 2018
The small back room
En la admirable ‘The small back room’ (1949), de Michael Powell y Emeric Pressburger, pende la amenaza de unas enigmáticas bombas, en forma de termo, lanzadas por los alemanes en territorio británico, que aún los militares y científicos británicos no saben cómo desactivar. Uno de esos expertos en explosivos, Rice (David Farrar), que trabaja en ‘The small back room’ (la pequeña habitación de atrás), un departamento de investigación, es también una auténtica bomba ambulante, en constante riesgo de explotar, que él mismo no logra desactivar (no es buen ‘artificiero’ de sus propias emociones). Rice es alguien corroído por la amargura, exasperado por la incompetencia de los militares con respecto a la investigación científica de armas y explosivos (elocuente es el espacio en que realizan las pruebas de un cañón, junto a una construcción de dólmenes: la visceralidad primitiva que sigue dominando al ser humano), pero aún más por las molestias que le acarrea su pierna ortopédica, y que deriva en que intente contrarrestarlo, como forma de entumecer el dolor, con el alcohol. Empieza a caer en la autocompasión, aferrado a cierto absurdo orgullo, como le señala la mujer que ama, Susan (Katleen Bryon), secretaria de su departamento, ya que en su presencia nunca quiere quitarse la ortopedia. La medicación no ayuda lo suficiente, y aunque lo intenta, es una lucha constante para no dejarse llevar por el remedio provisional del alcohol que se va intensificando progresivamente (y que erosiona su relación con Susan, porque el alcohol representa la resignación a una derrota vital).
La narración alterna, armónicamente, tres líneas o tramas: las bambalinas de las relaciones interdepartamentales, que trazan esa dinámica de burocracias, relaciones públicas y conveniencias, que mina a Rice porque poco tienen que ver con lo sustancial, la investigación, el conocimiento: las visitas de un primo del Primer ministro (Robert Morley, aunque en los títulos de crédito consta como ‘A guest’), que les hace sentir que son atracciones de feria (el comentario consternado de uno de los científicos ante el hecho de que no había visto una máquina calculadora), una reunión con el primer ministro, en la que el detalle del ruido de unas perforadoras en la calle es la correspondencia con ese ‘ruido’ que supone esta maraña de relaciones para Rice, y la relación con quien lleva el tema de las ventas o relaciones públicas del equipo de la ‘small back room’, Waring (Jack Hawkins), con la tirantez de tener que plegarse a conveniencias y estrategias que implican en ocasiones mentir. Por otro lado, en segundo lugar, la investigación de esas enigmáticas bombas (con una excelente secuencia en la que tienen que interrogar a un soldado, encarnado en su primer aparición en pantalla de Bryan Forbes, que agoniza a causa de una bomba que intentó desactivar). Y, en tercero, la relación con Susan. Es espléndida la secuencia inicial en la que el capitán Stuart (Michael Gough) le plantea asesoría sobre esas bombas, con la presencia de Susan, quien percibe sus gestos exasperados golpeándose la pierna, como si fuera el tic tac de una bomba que amenaza con explotar (como es fabuloso cómo en su primera secuencia de intimidad se refleja la ternura de su complicidad).
La conjugación de esas tres tramas deriva en un último tercio sencillamente magistral, uno de los mejores pasajes de la filmografía de Powell y Pressburger: Las secuencias que reflejan el desquiciamiento que sufre Rice cuando intenta contenerse para no coger la botella de whisky mientras espera a Susan (al principio, la botella ocupa el primer término del encuadre; poco a poco los encuadres se distorsionan, las perspectivas se alteran, la botella se hace gigante, los espacios son ya no euclidianos, sin proporción en la relación de las figuras, e incluso las sombras parecen devorar la luz); el colapso que sufre Rice, tras una nueva decepción en su trabajo, incapaz de enfrentarse a esa ‘perforadora’ de la maraña interdepartamental, amargura que, en cambio, sí descarga con quien sí le cuestiona su indeterminación, con Susan, aquella a quien precisamente ama, (portentosa la secuencia en la que llega a su hogar y descubre que ella se ha ido porque no está su fotografía en el marco, y no está el gato, sólo el cuenco de leche que golpea con furia). Y como colofón, una larga y extraordinaria secuencia en la que tiene que desactivar, en una playa, una de las enigmáticas bombas, de la que quizá Kathryn Bigelow tomó cumplida nota para su excelente ‘En tierra hostil’ (2008). Como en ésta, acción interna y externa se conjugan de modo modélico. La desactivación de esa bomba derivará en que logre desactivar su particular bomba anterior, y recomponga de nuevo su vida, a la que ya sabrá enfrentarse (con la compañía de quien sabe aceptar, a diferencia de él hasta entonces, sus heridas).
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