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sábado, 6 de enero de 2018
Dos céntimos de esperanza
Antonio (Vincenzo Musolino), el protagonista de la magnífica 'Dos centimos de esperanza' (Due soldi di speranza, 1952), de Renato Castellani, es un parado que busca trabajo desde que retorna a su pueblo, en las cercanías del Vesubio, tras cumplir durante nueve meses el servicio militar. Su afanosa búsqueda, que es a la vez salida de una opresiva pobreza, tiene un añadido lastre, su familia, su madre y sus hermanas, que dependen de lo que él logre ganar (para su desesperación, en los primeros trabajos, la hermana pequeña, a instancia de su madre, va a pedir el dinero antes de que lo haga él), y posteriormente, Carmela (Maria Fiore), quien le tiene fichado, desde que le ve, como futuro marido, y de la que, paradojicamente, a medida que ella le vaya complicando más la vida ( por dos veces perderá un trabajo a causa de ella) más enamorado estará (tanto que, como le dice, dado que no les permite casarse el pleistocénico padre de ella, es capaz de matarla si la vuelve a ver ya que la ama más que a su vida). Pero hay que decirlo ya, esta exultante obra no es un drama sino una comedia de mordaz ingenio. Se suele considerar que es la excepcional 'Rufufu' (1956), de Mario Monicelli, la que se convirtió en umbral de un tipo de obra que abordaba lacerantes cuestiones sociales, como la misma precariedad laboral, en un registro de comedia. Del mismo Monicelli se puede considerar como antecedente una de sus ocho colaboraciones con Steno, 'Guardias y ladrones' (1951).
Esta obra de Castellani incide en ese tratamiento, una mirada luminosa que no deja de denunciar las miserias de una sociedad: esa mentalidad retrograda del padre de Carmela, policial actitud de control de la 'deshonra'; la ajena actitud del representante de la iglesia; los trámites burocráticos o el absurdo de la estructuración de una sociedad: la antológica secuencia en la que Antonio va a Napoles en busca de trabajo, y tras ser interrogado repetidamente por diferentes policías, tiene que volverse porque al no tener trabajo no dispone de cartilla de trabajo y como es forastero en Napoles no puede por lo tanto permanecer en la ciudad. Podría, en este sentido, conformar un irreverente dúo con la esplendida 'El arte de apañarse' (1954), de Mario Zampa, centrado en un arribista chaquetero que se amolda a cualquier cambio en el poder para seguir beneficiándose de las mejores ventajas. Es capital en esa vivacidad que transmite, pese a estar centrada en los denodados y desesperados esfuerzos para encontrar un trabajo, el proverbial dinamismo narrativo, su capacidad sintética, además, en vibrante deriva de un episodio a otro (qué gran guión de Castellani y Titina Di Filippo). Es como si metieran la directa desde el minuto 1, desde esa brillante secuencia en la que la policía acude a la casa porque la madre, para dar de comer a su recién llegado hijo, ha robado un conejo a la vecina, y no se detuviera hasta su esplendoroso final.
Los trances de trabajo por los que pasa Antonio son de los más diversos: Ayudante de coches de caballos, que no es otra cosa que impulsar a estos cuando llegan a cierta cuesta del camino ( largo trayecto desde la estación hasta el pueblo); ayudante de sacristán, en el que adquirirá una notoria agilidad, que ni la del Dardo de Lancaster en 'El halcón y la flecha', para tirar de la cuerdas de las campanas sin propulsarse demasiado hacia arriba para no chocar la cabeza contra el andamio (como la primera vez); o mensajero de bobinas de celuloide, al modo del más afinado contrarrelojista, ya que tiene que trasladar las bobinas de un cine a otro, porque la dueña decidió que se proyectaran en los tres cines de su propiedad a un mismo tiempo (incluso, por añadidura, le tiene como transfusor de sangre de su hijo). Castellani también hace ocurrente uso del ritornello: el mismo plano general en travelling lateral, en el trayecto que realiza Carmela hasta donde hace las pruebas de pirotecnia su padre, contestando a voz en grito a las invectivas de las vecinas, de las que sólo escucha sus voces ya que se lo sueltan desde lo alto del cerro.
Ese fuera de campo, de mezquino control de las buenas costumbres, que parece va de la mano de los abusos de poder, y del que es representante el padre de Carmela, al que acabará enfrentándose Antonio en un final que tiene mucho de combativo (cuando estigmatiza y expulsa a su hija delante de todo el mundo), y que puede recordar al de 'Qué bello es vivir' (1946), de Frank Capra, por el apoyo solidario de los vecinos. Podría haber optado por la amargura, porque no es que las circunstancias de Antonio hayan mejorado, pero su opción por la actitud aguerrida y sublevada no deja de ser una vigorosa y exultante inyección vital. Como lo es la disidente interrogante de Carmela: '¿Por qué tienen que perder su juventud por supeditarse a la precariedad o la hipocresía, por qué tienen que convertir su vida en espera, que acabará en desesperación?'.
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