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sábado, 27 de septiembre de 2025

La nobleza de Robert Redford ( y mis 18 películas preferidas)

 

Robert Redford transmitía nobleza. Es uno de sus actores, que más allá de sus aptitudes actores, era una presencia, una cualidad tan relevante como la misma capacidad interpretativa. Hay intérpretes que quizá no sean grandes actores, pero disponen de esa importante cualidad, caso de Clint Eastwood. Podría decirse lo mismo de Redford, aunque ciertamente no pudo, como él quiso, interpretar papeles, más turbios, que se salieran del molde de esa persona cinematográfica que afianzó con su éxito. Hay quienes sí lo lograron, y demostraron su versatilidad de modo convincente, como Tony Curtis, con El estrangulador de Boston (1968), de Richard Fleischer, o Robin Williams, con Insomnia (2003) y Retratos de una obsesión (2003), de Mark Romanek. Redford era un hombre bello, pero también representaba integridad y ecuanimidad, porque la transmitía con su presencia, su mirada, su forma de estar o reaccionar. Por eso se ajustaba también a la personalidad de quien quería aplicar medidas justas en el escenario carcelario, en Brubaker (1980). O a la mirada que intentaba descifrar los relieves de la camuflada corrupción institucional en Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J Pakula (fue el propio Redford quien compró los derechos del libro para hacer la película). Como ese mismo año, era una figura perseguida, que intentaba desentrañar las cloacas de un sistema corrupto, en Los tres días del Condor, de Sidney Pollack. Por eso, su presencia, como perseguido, hacía aún más doliente, y desesperante, la contemplación de la mezquindad humana que se desplegaba como una infección purulenta en los ciudadanos del pueblo tejano en La jauría humana (1966), de Arthur Penn. Por eso, podía representar la mirada empática, curativa, de emociones heridas, en El hombre que susurraba a los caballos (1998), la película que prefiero entre las películas que dirigió, junto a Quiz show (1994).

Por eso, sin aparente esfuerzo, podía representar la ecuanimidad que es capaz de resistir, con infinita paciencia, sin perder los estribos, al desquiciamiento hecho mujer, su pareja, encarnada por Jane Fonda, en Descalzos en el parque (1967), de Gene Saks, y exponer al final con el desbocamiento de su conducta que su contención no implicaba necesariamente restricción. En la obra que le lanzó al éxito, Dos hombres y un destino ya destilaba, con su presencia, esa actitud templada, integra. Era otro perseguido por la ley, por los atracos que había perpetrado, pero lograba hacer sentir que no existía mezquindad ni turbiedad en sus propósitos. Tocaba esa tecla que hacía sentir que no se deseara que se detuviera a los que se dedicaban a robar bancos o trenes porque no sabían hacer otra cosa. Y algo parecido se podría decir del atracador que interpretó en su último papel protagonista, The old man & the gun (2018), de David Lowery, ya que su elección de modo de vida representaba lo opuesto a la convencional e inercial vida de rutinas y apoltronamientos que dan por sentado que se vive la que debe ser porque es a la que debemos aspirar.

Su presencia no desentonaba. Nunca se salía del carril, como podía pasarle a su coprotagonista en Dos hombres y un destino y El golpe (1973), de George Roy Hill, Paul Newman, quien a veces podía tender a la sobreactuación. Y demostraba, sutilmente, su capacidad de ser diferentes personajes en diferentes circunstancias como, en un mismo año, 1972, con su político en El candidato, de Michael Ritchie, y en dos de sus más estimulantes obras, como (de nuevo) atracador, en Diamantes al rojo vivo, de Peter Yates, o hombre que rompe con su vida, adoptando la identidad de un hombre muerto, para amoldarse a otro modo de vida, desconocido para él, en la agreste naturaleza, en Las aventuras de Jeremiah Johnson. Esa capacidad de hombre que se enfrenta, como insignificancia que debe adaptarse y a la vez luchar para sobrevivir, la desarrollaría en Cuando todo está perdido, de JC Chandor, con el hombre que brega con el océano para no ser un naufrago que acabe en sus profundidades. De nuevo, esa naturaleza que tanto admiró y respetó Redford, y con respecto a la cual no dejó de aleccionar para su protección y respeto.

Disponía de esa cualidad particular que hacía creíble esa figura que no se sabe si es real o mito, pero dispone de cualidades fuera de lo corriente, en El mejor (1984), vertiente que, en cierta manera, resplandecía, como singularidad, en su personaje de Memorias de África (1985), de Sidney Pollack. Esa particularidad de un actor que era bello, pero resplandecía sobre todo por esa nobleza que, en otra de las películas de las que dirigió, la estimable Leones por corderos (2008), exponía que en la vida no hay que dejarse dominar por el “nada puede hacerse” sino que hay que luchar por dejar oír la propia voz, aún más si es discrepante, aunque vaya a ser silenciada o amordazada. Es el gesto, el esfuerzo, lo que importa, se consiga o no el propósito. Por eso, en Quiz show expuso otro tipo de corrupción, reflejo de una sociedad tan preocupada por la imagen que proyecta o compró los derechos de aquel libro de unos periodistas que sí lograron desvelar la corrupción de un sistema de poder. En ocasiones, sí puede ser. Por eso, la desaparición de un actor como Robert Redford nos recuerda cómo podría ser la realidad que hemos permitido que se deshilache, degrade y corrompa sin que hagamos nada por impedirlo. Estas son mis quince películas preferidas de y con Robert Redford.

1. The old man & the gun (2018), de David Lowery
2. La jauría humana (1966), de Arthur Penn
3. Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), de Sidney Pollack
4. Diamantes al rojo vivo (1972), de Peter Yates
5. Brubaker (1980), de Stuart Rosenberg
6. El hombre que susurraba a los caballos (1998), de Robert Redford
7. Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J Pakula
8. Cuando todo está perdido (2013), de JC Chandor.
9. El gran Gatsby (1973), de Jack Clayton
10. Quiz show (1994), de Robert Redford
11. Los tres días del condor (1975), de Sidney Pollack
12. Dos hombres y un destino (1969), de George Roy Hill
13. La sombra de un secuestro (2004), de Pieter Jan Brugge
14. El mejor (1984), de Barry Levinson
15. Descalzos en el parque (1967), de Gene Saks
16. El valle del fugitivo (1969), de Abraham Polonsky
17. El candidato (1972), de Michael Ritchie
18. Una vida por delante (2005), de Lasse Hallstrom

viernes, 26 de septiembre de 2025

Nouvelle Vague



Nouvelle Vague (2025), de Richard Linklater es una sugerente obra, admirativa aunque no reverencial, sobre el rodaje de una película que se tornó en icono, considerada como una de las obras más destacadas de la historia del cine y una película que marca un punto y aparte en la historia, sobre esa singular personalidad que es su director Jean Luc Godard, y sobre un movimiento, o lo que representa, la nouvelle vague, que implicaba cambio y transformación del lenguaje y de la misma forma de rodar de cine. Nouvelle vague es una obra sobre un hito, un acontecimiento, un momento histórico. Sus personajes, como protagonistas de una circunstancia señera, son presentados, cada vez que vayan a aparecer por primera vez, con sus nombres, posando para cámara. Un registro documental, como Godard optó por los modos del documental, con cámara en mano, sin uso expresivo de la iluminación, acorde a cómo quería captar la realidad de casualidad (como usar un carro de correos en cuyo interior se encontraba el director de fotografía, Raoul Coutard, para captar el bullicio espontáneo de la calle sin que nadie se apercibiera de la presencia de la cámara). Era una película de batalla, que no quería recurrir al apoyo de un guion en la preparación. Aunque partieran de un argumento de Francois Truffaut, Godard proporcionaba los diálogos cada día, y podía haber días que rodaban solo dos horas, o nada, tras haber reunido al equipo, porque no disponía de inspiración para rodar ese día. Incluso, un día, indicó que no se rodaría porque se encontraba enfermo, lo que motivó que el productor, Georges de Beauregard, al encontrarle en un bar jugando al pinball, se enzarzara en una nueva discusión con él que concluyeron a puñetazo limpio. 

Godard no quería ajustarse a ninguna convención o norma establecida. Es lo que acabó representando la Nouvelle vague, aunque el estilo de los integrantes, de lo que se denominaría Nouvelle vague, que ya habían rodado película, Francois Truffaut y Claude Chabrol no se ajustara, de modo estricto, a ese planteamiento transgresor, más allá de que rodaran películas con poco presupuesto. Sus películas posteriores corroborarían que eran cineastas nada tendentes a la experimentación o a las rupturas formales o narrativas. Solo Jacques Rivette, que en la película interpretaba a un peatón atropellado, se podría ajustar a ese planteamiento disruptivo, heterodoxo, aunque con otro particular enfoque. La disonancia de planteamientos expresivos era manifiesta, más allá del componente cinéfilo, del que era también representante, en su vertiente más emocional, Francois Truffaut. Célebre, o icónica, es la secuencia de Los cuatrocientos golpes (1959), en la que el joven Jean Pierre Leaud roba una imagen de Un verano con Mónica (1953), de Ingmar Bergman, en la entrada de un cine. En Al final de la escapada, su protagonista, Michel Poiccard (Jean Belmondo), que porta mayormente un sombrero de fieltro (en ocasiones, una gorra), contempla, en la entrada de otro cine, la imagen de Humprhey Bogart en la que fue su última película, Más dura será la caída (1959), de Mark Robson, mientras realiza su gesto característico, recorrerse los labios con uno de sus dedos. El título, por otra parte, ya anticipa el destino de Michael.

Las gafas de una mirada disonante. En la excelente Mal genio (2017), de Michel Hazanavicius, ya se realizaba un retrato poco complaciente este cineasta que parece que ante todo hablaba con sentencias o citas. En aquella narración se le rompían, en varias ocasiones, sus características gafas oscuras, metáfora de las contradicciones del revolucionario. Cómo alguien que declaraba que la revolución no residía en los sentimientos, como se enquistó en cierta mentalidad supuestamente progresista de los finales de los sesenta e inicios setenta, no era sino un miope emocional despechado. En Nouvelle vague, las gafas de Godard (Guillaume Marbeck), son aún más oscuras, y las utiliza hasta durante la proyección de las películas. Se inquieta, a diferencia de Rivette y Rohmer, concentrados en la escritura de sus artículos, por no estar presente durante la proyección en Cannes de Los cuatrocientos golpes, y ni corte ni perezoso sustrae dinero de la caja de la revista Cahier du Cinema. Se reconcome porque ya Chabrol y Truffaut ya han rodado antes que él. Ha rodado cortometrajes, pero para él no dispone de la misma distinción. Intenta convencer a De Beauregard de que le financie su proyecto de Una mujer es una mujer (que podrá rodar al año siguiente), pero el productor le exige que ruede Al final de la escapada, porque el argumento es de Truffaut, ya que este, y Chabrol (que es alabado por Juliette Greco durante una fiesta), son quienes disponen de nombre. De hecho, saber que Truffaut es argumentista y Chabrol asesor creativo será factor determinante para que Jean Seberg (Zoey Deutch) acepte, pese a sus dudas, la propuesta, en buena medida por la insistencia de su marido, Moreuil (Paolo Luka Noé). Durante el rodaje será constante la colisión entre cineasta y actriz, quien incluso, en cierto momento, considera abandonar el rodaje, porque no soporta su método de rodar, tan dependiente del momento, sin previos ensayos ni diálogos que memorizar. Godard, en todo momento, con su permanente gesto severo, en el que raramente asoma una sonrisa, parece habitar en su propia dimensión, como si el resto del mundo tuviera que adaptarse a sus necesidades y exigencias. Incluso, ese montaje con cortes abruptos que causara sensación en su momento, como otro recurso expresivo que se desmarcaba de la narración convencional, fue su ocurrencia durante el proceso de montaje, ya que De Beauregard exigía que no superara la hora y media, por lo que Godard optó no por cortar secuencias sino por realizar los cortes en las secuencias.

Otras miradas, otros formatos, otros métodos. Su cine representaba un replanteamiento de unos modos narrativos instituidos, pero también de unos métodos de rodaje, y una apuesta por un formato, ya que, como él mismo expone, el cine caro impide las búsquedas y la creatividad. Un enfoque que adoptó cierta crítica de aquella década, ese grupo que John Sturges calificaba como El club, quienes, para su perplejidad, despreciaba toda producción a gran escala y grandes formatos. Cuando masacraron a la magistral La hija de Ryan, por rodar una historia intima en gran formato, reconocieron que hubieran sido más benévolos si la hubiera rodado en formato cuadrado y blanco y negro, como Breve encuentro (1945). Ejemplo de cómo la mirada alternativa, disidente frente a una tendencia predominante, se puede tornar actitud inflexible que se afirmaba en la negación de lo que se consideraba institucional (en el cine y en la sociedad). El cine de Godard es un cine que ponía en primer término el lenguaje, y sus posibilidades y potenciales, sea en el aspecto narrativo, como en la imagen y sonido. Particularmente un modo de cine que me influyó en mi etapa de formación, por lo que durante unos años, durante mi veintena, también cuestionaba lo que consideraba el formato narrativo convencional, clásico, o método de representación institucional, según término de Noel Burch, hasta que tomé conciencia de que eran tan admirables, por centrarme en obras de aquel periodo, Hiroshima, mon amour (1959), La aventura (1960), Michelangelo Antonioni y La dolce vita (1960), de Federico Fellini, como El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges, Impulso criminal (1959), de Richard Fleischer y Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock. Pero el impacto que me causó el cine de Godard en aquella etapa de mi formación ya no es el mismo. Ni de lejos. Al final de la escapada, revisada, no me parece no solo una de las mejores películas de la historia del cine sino ni siquiera una obra lograda. Un atractivo e interesante ensayo, sobre todo si nos situamos en su momento, por lo que propició, o qué influencia ejerció en otros cineastas. Pero me parece que es una película que hace aguas por todos los lados.


Es un cine de poses, como ya deja patente ese primer plano de Belmondo con cigarrillo en boca, que no parece que le abandone durante la narración, y haciéndose el gesto del dedo en sus labios, gesto convertido en fetiche, y más porque lo realiza en el último plano, también primer plano, Jean Seberg, mientras contempla cómo muere Michel (parece que gesto que fue ocurrencia de la actriz, y que dejó admirado a Godard). Sea de quien fuera la idea, una inspirada ocurrencia estructural, como hay inspiradas ideas, como ese travelling circular (para lo que usaban silla de ruedas) que sigue a Patricia (Jean Seberg), mientras intercambia desprecios con Michel, en un diálogo que es intercambio de monólogos, en la previa secuencia a la muerte de Michel, con esa carrera final que resulta un tanto ortopédica. Ya resulta así, un tanto artificiosa, la secuencia introductoria de Michel, cuando una chica le hace gestos para que pueda robar ya un coche, aunque no le permite irse con él. Durante este inicio, su viaje en coche, con un surtido de comentarios insustanciales, algunos dirigidos a cámara, y su negativa a recoger a dos chicas que le parecen feas (otro detalle que abunda en la actitud sino misógina sí resentida, como esa frase final dirigida a la traidora Patricia, por avisar a la policía, cuando dice que le desagrada, frase que ella repite mirando a cámara, y volviéndose a la vez que funde en negro), la sensación que transmite Michel es la de un niño grande, o directamente un tarado. Desde luego, no varía mucho la sensación a medida que avanza una narración que sí, busca nuevas vías expresiva, pero no logra,a mi modo de ver, un conjunto cohesionado. A veces, parece, como también la posterior, y mitificada, Banda a parte (1964), una película hecha por un grupo de jóvenes estudiantes, de la que es ejemplo esa rídicula secuencia en la que un policía persigue a Patricia dentro de un cine. En suma, en cuanto rupturas del lenguaje me parece mucho más poderosa, y rigurosa y cohesionada en conjunto, la citada Hiroshima, mon amour. Las ácidas críticas de Godard con respecto a cuán autocomplaciente, y poco realista, había sido Truffaut en su retrato del rodaje de una película, en La noche americana (1973), determinó que no se hablaran durante años. Nouvelle vague, superior a la obra que admira, y sin infulas rupturistas, es una obra notable que refleja con precisión, y sin autocomplacencia, la dinámica de un rodaje, y sus diversos percances, no exenta de apuntes mordaces, sobre todo con respecto a un cineasta al que, más allá de su capacidad creativa, sí parecía que le sobraban infulas de genio singular. Junto a Mal genio, indaga en las entrañas de un icono, y conforma un estimulante díptico crítico con respecto a una figura influyente en el curso de la historia de la cine. Otra cuestión es si una película icónica, tan admirada y reverenciada como Al final de la escapada merece esa consideración, aunque la historia del cine parece caracterizada por la inercia de la herencia de las valoraciones críticas.

martes, 16 de septiembre de 2025

Mis textos en Dirigido por Septiembre 2025

En Dirigido por nº septiembre 2025 mis textos sobre Blue sun palace, de Constance Tsang, Materialistas, de Celine Song y la serie Vicios ocultos.
 

domingo, 7 de septiembre de 2025

Presentación de John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar (Providence)

Ayer, día 6 de septiembre, fue el día de la presentación de mi libro John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar (Providence), en el acogedor espacio de la librería Enclave. Un muy momento muy especial, por lo que significa para mí este libro. Y una muy grata experiencia (si no me paran pudiera haber estado horas hablando sobre el cine de este gran cineasta). Inmensas gracias a los que asistieron y en especial a mi querido amigo Israel Paredes por su estupenda introducción, y a Nuria Pérez y Nacho Cagiga por posibilitar que esto sea una realidad.

martes, 2 de septiembre de 2025

John Sturges durante el rodaje de Shadowed y For the love of Rusty

 

En su etapa más desconocida, la inicial, bajo contrato con la Columbia, entre 1946 y 194, supo desenvolverse con la suficiente habilidad para que le asignaran, dentro de esas limitaciones, algunos de los proyectos que le parecían más atractivos. Realizó con Columbia, entre 1946 y 1949, ocho 15-wonders, producciones de serie B que se realizaban en 15 días, y que se exhibían en sesiones dobles, como complemento o entrante. Su nivel medio oscila entre lo estimable y lo excelente. Con su notable ópera prima, The man who dared, ya dejó constancia de su eficiencia: rodó quince planos en su primera jornada de rodaje. Tanto su primera obra como Shadowed podrían calificarse como noirs, así como El signo de Aries como melodrama de raigambre gótica. Otras no son tan fáciles de etiquetar: Alias Mr Twilight, Keeper of bees (película perdida) y Best man wins se podrían definir como relatos de picaresca, el primero una amalgama de comedia, drama y thriller (subgénero de robos), y las otras dos colindantes con el Americana. For the love of Rusty (que contiene un magnífico plano secuencia introductorio) era la tercera de una serie de películas protagonizadas por el perro Rusty. Es la etapa de su carrera en la que estaba etiquetado no como director de acción sino como director de películas lacrimógenas.

Quizás una coincidencia, pero no deja de ser curioso que Sturges fuera padre por primera vez en 1947, en este periodo, entre 1946 y 1948, en el que exploró diferentes ángulos sobre la actuación o enfoque paternal, o la concepción de la función progenitora. El absentismo negligente (Best man wins), en la que un padre que ha estado ausente ocho años dedicado a la picaresca de las apuestas intenta recuperar el amor de su ex esposa y de su hijo y, en el otro extremo, la rigidez de la actitud estricta, controladora (For the love of Rusty), que incluso puede adquirir rango de enajenación que pone en peligro la vida de los vástagos (El signo de Aries). Y, por otra parte, la interrogación sobre cuán frágiles e ilusorios pueden ser los vínculos (Shadowed): Es tu padre, pero de un segundo a otro, puede concebirse como un extraño. Ante un desconcertante cambio de conducta de su padre, sus dos hijas piensan que puede estar involucrado en algún crimen, cuando precisamente ese cambio se debe a que ha sido testigo de uno. El padre de For the love of Rusty está presente, como figura permanente en el hogar, durante el mismo periodo de tiempo que el padre ausente de Best man wins, pero durante todo ese tiempo no logra conectar con su hijo, más bien no deja de ampliar el distanciamiento con su estricto y restrictivo código del debe, una dinámica de relación definida por la posición respectiva y fundamentada en la autoridad (del padre). Desde la perspectiva de este, es una relación más bien unidireccional: el hijo acata y complace los designios paternales. El hijo no debe subvertir, alterar o reconfigurar su orden. La irrupción de un personaje nómada, equiparable al pícaro timador de Alias Mr Twilight que cuida de su nieta, poseedor de una actitud más flexible y desapegada, posibilitará, por su contraste (como figura paternal sustitutiva y alternativo modelo de vida), que el padre reenfoque su actitud. Por lo tanto, una serie de películas vertebradas por las interrogantes de ¿Qué es ser un padre? Y ¿Cómo es realmente tras el rol que ejerce o la pantalla con la que se le concibe? Cuestiones que analizo en John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar (Providence).