Robert Redford transmitía nobleza. Es uno de sus actores, que más allá de sus aptitudes actores, era una presencia, una cualidad tan relevante como la misma capacidad interpretativa. Hay intérpretes que quizá no sean grandes actores, pero disponen de esa importante cualidad, caso de Clint Eastwood. Podría decirse lo mismo de Redford, aunque ciertamente no pudo, como él quiso, interpretar papeles, más turbios, que se salieran del molde de esa persona cinematográfica que afianzó con su éxito. Hay quienes sí lo lograron, y demostraron su versatilidad de modo convincente, como Tony Curtis, con El estrangulador de Boston (1968), de Richard Fleischer, o Robin Williams, con Insomnia (2003) y Retratos de una obsesión (2003), de Mark Romanek. Redford era un hombre bello, pero también representaba integridad y ecuanimidad, porque la transmitía con su presencia, su mirada, su forma de estar o reaccionar. Por eso se ajustaba también a la personalidad de quien quería aplicar medidas justas en el escenario carcelario, en Brubaker (1980). O a la mirada que intentaba descifrar los relieves de la camuflada corrupción institucional en Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J Pakula (fue el propio Redford quien compró los derechos del libro para hacer la película). Como ese mismo año, era una figura perseguida, que intentaba desentrañar las cloacas de un sistema corrupto, en Los tres días del Condor, de Sidney Pollack. Por eso, su presencia, como perseguido, hacía aún más doliente, y desesperante, la contemplación de la mezquindad humana que se desplegaba como una infección purulenta en los ciudadanos del pueblo tejano en La jauría humana (1966), de Arthur Penn. Por eso, podía representar la mirada empática, curativa, de emociones heridas, en El hombre que susurraba a los caballos (1998), la película que prefiero entre las películas que dirigió, junto a Quiz show (1994).
Por eso, sin aparente esfuerzo, podía representar la ecuanimidad que es capaz de resistir, con infinita paciencia, sin perder los estribos, al desquiciamiento hecho mujer, su pareja, encarnada por Jane Fonda, en Descalzos en el parque (1967), de Gene Saks, y exponer al final con el desbocamiento de su conducta que su contención no implicaba necesariamente restricción. En la obra que le lanzó al éxito, Dos hombres y un destino ya destilaba, con su presencia, esa actitud templada, integra. Era otro perseguido por la ley, por los atracos que había perpetrado, pero lograba hacer sentir que no existía mezquindad ni turbiedad en sus propósitos. Tocaba esa tecla que hacía sentir que no se deseara que se detuviera a los que se dedicaban a robar bancos o trenes porque no sabían hacer otra cosa. Y algo parecido se podría decir del atracador que interpretó en su último papel protagonista, The old man & the gun (2018), de David Lowery, ya que su elección de modo de vida representaba lo opuesto a la convencional e inercial vida de rutinas y apoltronamientos que dan por sentado que se vive la que debe ser porque es a la que debemos aspirar.
Su presencia no desentonaba. Nunca se salía del carril, como podía pasarle a su coprotagonista en Dos hombres y un destino y El golpe (1973), de George Roy Hill, Paul Newman, quien a veces podía tender a la sobreactuación. Y demostraba, sutilmente, su capacidad de ser diferentes personajes en diferentes circunstancias como, en un mismo año, 1972, con su político en El candidato, de Michael Ritchie, y en dos de sus más estimulantes obras, como (de nuevo) atracador, en Diamantes al rojo vivo, de Peter Yates, o hombre que rompe con su vida, adoptando la identidad de un hombre muerto, para amoldarse a otro modo de vida, desconocido para él, en la agreste naturaleza, en Las aventuras de Jeremiah Johnson. Esa capacidad de hombre que se enfrenta, como insignificancia que debe adaptarse y a la vez luchar para sobrevivir, la desarrollaría en Cuando todo está perdido, de JC Chandor, con el hombre que brega con el océano para no ser un naufrago que acabe en sus profundidades. De nuevo, esa naturaleza que tanto admiró y respetó Redford, y con respecto a la cual no dejó de aleccionar para su protección y respeto.
Disponía de esa cualidad particular que hacía creíble esa figura que no se sabe si es real o mito, pero dispone de cualidades fuera de lo corriente, en El mejor (1984), vertiente que, en cierta manera, resplandecía, como singularidad, en su personaje de Memorias de África (1985), de Sidney Pollack. Esa particularidad de un actor que era bello, pero resplandecía sobre todo por esa nobleza que, en otra de las películas de las que dirigió, la estimable Leones por corderos (2008), exponía que en la vida no hay que dejarse dominar por el “nada puede hacerse” sino que hay que luchar por dejar oír la propia voz, aún más si es discrepante, aunque vaya a ser silenciada o amordazada. Es el gesto, el esfuerzo, lo que importa, se consiga o no el propósito. Por eso, en Quiz show expuso otro tipo de corrupción, reflejo de una sociedad tan preocupada por la imagen que proyecta o compró los derechos de aquel libro de unos periodistas que sí lograron desvelar la corrupción de un sistema de poder. En ocasiones, sí puede ser. Por eso, la desaparición de un actor como Robert Redford nos recuerda cómo podría ser la realidad que hemos permitido que se deshilache, degrade y corrompa sin que hagamos nada por impedirlo. Estas son mis quince películas preferidas de y con Robert Redford.
1. The old man & the gun (2018), de David Lowery2. La jauría humana (1966), de Arthur Penn3. Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), de Sidney Pollack4. Diamantes al rojo vivo (1972), de Peter Yates5. Brubaker (1980), de Stuart Rosenberg6. El hombre que susurraba a los caballos (1998), de Robert Redford7. Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J Pakula8. Cuando todo está perdido (2013), de JC Chandor.9. El gran Gatsby (1973), de Jack Clayton10. Quiz show (1994), de Robert Redford11. Los tres días del condor (1975), de Sidney Pollack12. Dos hombres y un destino (1969), de George Roy Hill13. La sombra de un secuestro (2004), de Pieter Jan Brugge14. El mejor (1984), de Barry Levinson15. Descalzos en el parque (1967), de Gene Saks16. El valle del fugitivo (1969), de Abraham Polonsky17. El candidato (1972), de Michael Ritchie






















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