Still walking (Aruitemo Aruitemo, 2008), de Hirokazu Kore-eda. La mirada serena. La delicadeza de la captación de los pequeños detalles. Una reunión familiar, la mente inmóvil de un padre, Kyohei (Yoshio Harada), el desgarro de un hijo, Ryota (Hiroshi Abe), que no se siente reconocido, el peso de la ausencia de un hijo muerto en el pasado, la sinuosa ambivalencia de una madre, Toshiko (Kirin Kiki). El gesto adusto del padre, la distancia que se hace gesto huraño, una mente que no entiende que una mujer pueda influir en las aspiraciones de su nieto, como no asimila aún que su hijo Ryota no haya seguido sus pasos como médico. Los paseos como rituales, como péndulo que mantiene la respiración entre la vida y la muerte. Aún caminando, en las mismas reducidas e inflexibles casillas mentales. Las palabras no dichas, los sentimientos no reconocidos, la música que deja en evidencia cómo se elude el pasado o cómo se añora, los recovecos de los secretos guardados tras sonrisas que cualquier día pueden escupir su veneno. La aparición de mariposas nocturnas no son la lírica emanación de una nostalgia, de la de un hijo muerto, sino el reflejo de una enajenación, como mariposas disecadas prendidas de un alfiler. Los lazos de sangre pueden ser una maraña que confronta con la consciencia de que son extraños que sólo comparten la sangre.
Still walking es una extraordinaria obra del cineasta japonés Hirokazu Kore-Eda. A través de una reunión familiar, la que se realiza en cada aniversario de la muerte del primogénito, Junpei, fallecido doce años atrás por salvar a un chico de morir ahogado, se narra una colisión, un desencuentro, irreparable, de generaciones y mentalidades. Si deja algo en evidencia el paso del tiempo es cómo desperdiciamos la vida en fútiles reproches o confrontamientos, a veces explicitados, en otras contenidos (arrastrados en el tiempo bajo la alfombra de una latencia enquistada). O cómo el afecto es el sacrificado por malentendidas nociones del orgullo y el peso de rígidos valores (como el arcaico patriarcado sostenido en una jerarquía que subordina a la mujer o a los hijos, y en la aquiescencia de quienes aceptan su posición en ese diseño de vida), o por falaces modelos de dignidad de vida que erosionan las relaciones de los seres humanos.
El aliento del cine de Yasujiro Ozu, pero también el de Mikio Naruse, palpita como soberana influencia, y a la vez reflejo implícito de la inmovilidad de la sociedad japonesa, anclada en un inflexible tradicionalismo que tanto Ozu, cincuenta años atrás, como Kore-eda ahora, evidencian con un sutil y exquisito lirismo. Las viudas, como aquel entonces, siguen siendo figuras de devaluada imagen, y que por extensión devalúan la de quienes las elijan. Entonces, su destino parecía abocado a ser apósitos de la familia del hijo muerto que, en cierto momento, podían convertirse en perturbaciones incómodas, como el mueble que se desea tirarse para mejorar el diseño del espacio familiar. En Still walking, Ryota , el hijo pequeño, el que aún vive, el que no quiso seguir la tradición familiar y no quiso ser médico, sino restaurador de cuadros, ha elegido también a una mujer que no posee la imagen modélica, la imagen deseada para la esposa de un hijo, ya que es viuda. Y, como apunta la madre, es peor que una divorciada, porque esta al menos decidió abandonar a su esposo (ser viuda, por tanto, acentúa la imagen de 'producto de segunda mano). Por ello, Ryota visita a su familia como quien se dirige a un frente, con el gesto tenso, como quien espera en cualquier momento que descarguen algún obús sobre él, sea por la elección de esposa o por su trabajo (por eso prefiere aparentar que su situación laboral no es precaria). Las apariencias son trama y sustento de estas vidas, de los valores que promulgan la generación de los padres.
A este respecto es reveladora la actitud de la madre, Toshiko (Kirin Kiki), amable y sonriente, pero que no duda en soltar invectivas sobre la elección de mujer que ha realizado su hijo, esperando que la relación fracase prontamente, o cómo, aunque hayan pasado doce años, sigue deseando que la vida sea una tortura para el chico que salvó Junpei. Por eso, sigue esperando que acuda cada aniversario a visitarles, como quien desea que el recuerdo de que su vida se debe a la muerte de otro no deje de ser fuente de amargura permanente. Ese veneno latente tras la sonrisa se manifiesta también en la secuencia en la que recuerda una canción de especial significado en su vida, que tararea con emoción, junto a su familia. Pero es una emoción engañosa, aparente. En profundidad de campo, posteriormente, recuerda a su esposo, en primer término, cómo es la canción que escuchaba cuando, muchos años atrás, le sorprendió con su amante. Las superficies, los primeros términos, no son lo que parecen, mientras en las corrientes subterráneas se agitan emociones que no son sino remolinos turbios. El tiempo pasa, pero las inquinas, los resentimientos, permanecen, y a veces afloran como rocío emponzoñado. El tiempo pasa, y promesas y gestos no se cumplen ni realizan. Vínculos de apariencia, afectos que se convierten en garfios, miradas huidizas, rutinas que se realizan como si ya se fuera un mero resorte, una tortuosa obligación, como quien introduce la tarjeta en cada inicio de jornada laboral. El recuerdo de una muerte se revela como la inconsciente manifestación de unos vínculos mustios como una flor ya sin agua. Como la piedra de las tumbas que vanamente se humedecen.
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