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viernes, 22 de octubre de 2021

The French Dispatch

                            

En una de las últimas secuencias de Isla de perros (2018), se lee un haiku que asocia la desaparición o muerte de los perros con la hecatombe o degradación terminal de la naturaleza. En aquella distopia, el cuerpo que representa esa naturaleza degradada es el del animal que simboliza la entrega o la lealtad, el perro. El gran hotel Budapest (2014) comenzaba con una adolescente que visitaba la tumba del escritor que había escrito la novela El gran Hotel Budapest, a quien se nos presenta en la siguiente secuencia, años antes, en la década de los ochenta, con el rostro de Tom Wilkinson. Con otra nueva elipsis se retrocedía casi veinte años, para encontrarnos ya en el Hotel Budapest, donde el autor, ahora con los rasgos de Jude Law, conocía a Zero Moustafa (F Murray Abraham), con cuyo relato, el que protagoniza él en su juventud, con los rasgos de Tony Revolori, botones del hotel que dirigía Gustave (Ralph Fiennes), quien ya en ese tiempo, un año antes de que el nazismo se impusiera en Alemania, parecía pertenecer a un tiempo pretérito, en particular por la integridad que definía sus actos. The French Dispatch (2021) comienza con el obituario del Arthur Howitzer (Bill Murray), editor de la publicación The French Dispatch (homenaje a The New Yorker y sus periodistas) en una imaginaria población francesa cuyo nombre ya indica en qué muerte o degradación se centra esta nueva excelente obra de Anderson, la de la imaginación. La población se llama Ennui-sur-blasé, que se podría traducir como Tedio sobre Apatía. El pasaje, o la nota, final, tras los tres relatos (la particularmente excepcional The concrete masterpiece, Revision to a Manifiesto y The private dining room of the pólice comissioner), vinculados con sus correspondientes artículos, que componen la parte nuclear de la narración, remarca cuál es el talante del enfoque, el homenaje o la celebración de la imaginación. Como en las otras obras mencionadas, aun con su substrato sombrío, el tratamiento es luminoso, lúdico, un derroche de imaginación en el que cada plano llega a ser una película en sí, tal es la elaboración minuciosa de los encuadres.


En la introducción, un personaje sube un edificio, cuya fachada dispone de una configuración que evoca el edificio en el que vivía Monsieur Hulot (Jacques Tati), en Mi tio (1958). En ambos casos se mantiene el encuadre fijo mientras la persona sube las correspondientes escaleras, como si se desplazara por los pasajes de diversas viñetas, como en un sentido horizontal, de continuidad, es la narración de The french dispatch. En múltiples ocasiones, se encuadra edificios o aviones como si fueran casillas de viñetas o tableu vivants de recortables (hay planos en los que los personajes quedan en estado estático en diversas posiciones). Anderson realiza una singular variación espacial, o musical, de ese enfoque de los espacios particulares en un conjunto que realizaba Tati en su obra magna, Playtime (1966); cada espacio es una composición o coreografía musical por la disposición de volúmenes y figuras y por las acciones y movimientos de los personajes. La cámara, en varias secuencias, efectúa movimientos de cámara en horizontal que recorre diversas habitaciones, o encuadres, con diferentes figuras. Es una celebración del encuadre, o de la composición, como un espacio de infinitas posibles combinaciones, según las historias o las relaciones que se establezcan.


El espacio es tan diverso como también los personajes. Esa peculiaridad distintiva de los rasgos y de las caracterizaciones de sus múltiples personajes conecta con Federico Fellini. En las secuencias iniciales desgrana una sucesión de singulares colaboradores de la publicación que se asemeja a la que realizaba Fellini con los profesores en Amarcord (1973), como supone una variación, en cuanto escenarios, la posterior presentación de los diversos espacios de la ciudad a través del artículo que realiza el periodista Sazerac (Owen Wilson). Es particularmente reseñable cómo presenta, encuadra, a los periodistas de los tres artículos en los que se centrarán los tres relatos centrales (ausente del encuadre, una figura de espaldas, minimizada, en la zona izquierda del encuadre, con una pared desnuda dominando la composición, o sólo apreciándose sus pies). La imaginación relegada abriéndose paso con la imaginación de sus enfoques. Al respecto es interesante cómo uno de los autores no quiere publicar un fragmento en el que un personaje habla sobre la vida definida por la falta (sea de lo que se anhela o sea del pasado). Es la melancolía que se despliega como una sombra subyacente en el despliegue imaginativo de los tres relatos, como en el segundo los decorados se mueven y desplazan, en ciertas escenas, para reconfigurar el espacio. Variaciones, modificaciones, transitoriedad. Los encuadres se asemejan a viñetas de una novela gráfica porque lo real y lo ficticio se enmarañan o difuminan sus límites (en el tercer relato una persecución se realiza como si fuera una secuencia de animación), como en diversos momentos se alterna el blanco y negro con el color o los mismos formatos. Habitamos una ficción, pero si algo nos distingue, como bien se apuntaba en la excepcional Los límites del control (2009), de Jim Jarmusch (un cineasta con el que no por casualidad colaboran actores habituales de Anderson: Bill Murray, Tilda Swinton o Jeffrey Wright), usa tu imaginación. Anderson demuestra que hay muchos límites que pueden transgredirse para desplegar en un relato o en una sola composición una multiplicidad de universos, como lo puede ser un mismo rostro, o una expresión. Si se usara la imaginación de ese modo, en vez de priorizar otras inercias o meras conveniencias acomodaticias o cómodas, no se habría degradado ni la naturaleza ni la integridad ni la misma imaginación. Por eso, esta obra es el más vital y colorido obituario posible, un desplegable narrativo de las posibilidades de la imaginación.

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