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jueves, 17 de junio de 2021

Odio contra odio

                             

El título original de Odio contra odio (1957), de Joseph H Lewis, por el que de todas maneras es más conocido, The Halliday Brand, se puede traducir como La marca o hierro de los Halliday, el hierro con el que se marca el ganado. El hierro con el que Big Dan Halliday (Ward Bond), hacendado y sheriff, marca (o pretende marcar) todo, ya que actúa como si el mundo fuera de su propiedad, y tuviera, por tanto, que complacer su voluntad. Él dispone y juzga. De hecho, la narración de esta espléndida obra, como si estuviera marcada desde sus primeros planos por un hierro al rojo vivo, está caracterizada por una intensidad crispada de la que no se desprende, y que provee una atmósfera opresiva, enfebrecida. Pertenece a esa vertiente del western cuyo celuloide parece sacudido por unas espuelas, excesivo, extremo, convulso, sórdido  y turbio, como pueden ser, en color, Duelo al sol (1946), de King Vidor, Encubridora (1952), de Fritz Lang, El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges, o en blanco y negro, Forty guns (1956), de Samuel Fuller o El día de los forajidos (1959), de Andre De Toth. Pero es con Las furias (1950), de Anthony Mann, con la que se pueden apreciar más puntos de contacto, como la rivalidad paternofilial que vertebra el conflicto dramático, el contrapunto de las diferencias raciales, y un estilo hiperestilizado, sombrío hasta supurar, con un elaboradísmo  montaje interno entre diferentes términos en el encuadre. Ambos cineastas realizaron algunas de las más sorprendentes y creativas composiciones dentro del film noir: en el caso de Lewis, en dos cumbres del género, El demonio de las armas (1950) y Agente especial (1955), de los que Odio contra odio está más cerca en ingenio expresivo y en logros que otro de sus westerns, Terror in a Texas town (1958), desequilibrado porque chirría sobremanera el personaje ( y el actor que lo interpreta) del villano (que queda como figura de falsete).  


El turbulento duelo  dramático que tensa el relato acontece entre Big Dan y su hijo mayor, Daniel (Joseph Cotten). Big Dan actúa como una divinidad en ese territorio que, como enseña, también ha marcado con un tomahawk sobre un tronco (que clavó treinta años antes cuando hizo esas tierras suyas). Condescendiente, permite que los nativos indios tengan su espacio, pero no soporta la mezcla de sangre. Por eso, no acepta que su hija, Martha (Betsy Blair) quiera casarse con un nativo, Jivaro (Christopher Dark), pero sí permite, ausentándose, que sea linchado. El actor Ward Bond fue conocido por su tendencias ultraconservadoras, y en concreto, su apoyo al Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), linchador de comunistas; al respecto se suele destacar como fue utilizado, emblemáticamente, como linchador, por Nicholas Ray en Johnny Guitar, 1954; pero se resalta menos cómo es utilizado, emblemáticamente, en Odio contra odio, más aún cuando Betsy Blair, precisamente, estuvo en el punto de mira del Comité por sus afiliaciones comunistas, y si logró salir de la lista negra fue gracias a la influencia de su entonces marido, Gene Kelly (del que se divorció, precisamente, ese año).  Daniel no aceptará sus designios, o su abuso de poder, e incluso se enamorará de la hermana de Jivaro,  Aleta (Viveca Lindfors), pero en su obcecado afán de contrariar a su padre, quemando propiedades o robando el banco del pueblo,  cruzará ese umbral en el que se convertirá en alguien semejante a su padre, como le señala Aleta. Sus conductas no difieren, como la falta de razón en sus actos. ¿En qué momento te conviertes en aquel contra el que luchas?

El relato se estructura en flashback, ya que se inicia seis meses después, cuando Daniel accede a retornar para ver a su padre gravemente enfermo, porque cree que ha empezado a modificar su actitud al permitir que su hermano menor, Clay (Bill Williams), se case con Aleta. Ya desde la primera secuencia resalta un recurso de estilo recurrente a lo largo de la narración, los largos y dilatados planos, con grandes angulares, en los que se juega con los movimientos de los actores dentro del encuadre, en conjugación con los movimientos de cámara. Esta elección de estilo,  incide en crear esa atmósfera opresiva, cargada, como si los encuadres fueran un encierro en el que los personajes boquearan para lograr respirar, en ocasiones con cuatro personajes en el encuadre; un juego de simetrías que hace sentir que las mismas figuras fueran barrotes. Siempre lindante (y hasta traspasándolo) con el artificio, propicia una atmósfera fructíferamente abstracta, con personajes, con su rostro vuelto hacia cámara, que hablan de espaldas a otros (como si fueran recitados que señalizan distancias insalvables, cautiverios en los propios interiores, y la ausencia de razón, como si se la buscara en el fuera de campo), y que Lewis convierte en una armónica conjugación de aliento fúnebre e irreductible convulsión. La presencia de Lindfors y esos ocasionales fondos de decorado, tenebrosos, de cielos encapotados (como en la bella secuencia de la conversación entre Aleta y Daniel, cuando la primera ha hecho una fogata por la muerte de su padre, y hablan de los fuegos y cargas interiores de cada uno, conversación en la que se gestan las brasas de su amor) hace evocar Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, también rebosante de turbio romanticismo (el reencuentro de Aleta y Daniel en el cobertizo, entre sombras, que parecen separarles en sus besos que se buscan con desesperado anhelo; son las sombras de la obsesión de Daniel) y de un desaforado y desbordante sentido del artificio.

Esa tendencia a desarrollar la narración sobre secuencias casi construidas en un solo plano, se quiebra en ocasiones, sobre todo en secuencias en las que hace acto de aparición la violencia. Quizá la más sobresaliente sea la del linchamiento de Jivaro, con un estremecedor uso del fuera de campo (de ausencia de Razón): la soga rompiendo el cristal tras los dos hermanos, Daniel y Clay; las piernas de la turbamulta ascendiendo la escalera; el plano general de los dos hermanos ante la celda, intentando liberar a Jivaro, que son arrastrados por una cuerda; el rostro en sombras de Jivaro al que atraen hacia el fuera de campo. No hay rostros, porque no hay Razón. La secuencia posterior compuesta a través de varios planos, es también sobrecogedora: Martha ante el cadáver de Jivaro, ya colgado, del que sólo vemos sus piernas. No es de extrañar que Daniel utilice la cuerda del ahorcado como símbolo de su enfrentamiento, de su rebelión. Cuando el padre entra en su despacho, se encuentra ante esa cuerda que pende en mitad de sus dominios.

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