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domingo, 9 de mayo de 2021

Una vida de mujer

                          

Marie (Romy Schneider) afirma, en las primeras secuencias de Una vida de mujer (Une histoire simple, 1978), de Claude Sautet, que se debe amar al otro como es no como debería ser, pero reconoce que tanto ella, como su actual pareja, Serge (Claude Brasseur), no son capaces de hacerlo. Viven entre reflejos, como Marie es reflejo (y viceversa) de otras tantas vidas a su alrededor, de otras relaciones que van y vienen, duren más o duren menos. En las últimas secuencias, Marie reconoce a una de sus amigas que se desplaza por la vida a trompicones, torpe, como si no supiera qué hacer con ella. Entre esa torpeza y la incapacidad, o dificultad, para articular las emociones y lograr habilitar las relaciones, por causa de las ofuscaciones, los desenfoques, las amarguras por lo que es (o lo que se siente que no puede ser) y los anhelos de lo que debería ser, palpita, confusa, la vida, esa simple historia (el título original, más preciso que el aquí encasquetado), esa vida ordinaria, de Marie y de tantos otros, esa trama deshilachada de instantes, vacíos, rituales y rutinas, colisiones, vacilaciones y tanteos. Una vida de mujer está constituida por trozos de vida; no hay trama, sino rupturas, reencuentros, muertes y nacimientos, y las interrogantes sobre uno mismo y la difusa materia de la vida, que parece deshilachada y escurridiza.

Hay un rasgo, en particular, que me cautiva del cine de Sautet, muy simple, pero del que logra extraer tanto una inusual naturalidad como una densa transcendencia de lo más suti: las conversaciones de personajes en lugares públicos como bares y restaurantes: espacio de lo real y escenario dramático singular: Espacios públicos, escenas íntimas, y desencuentros, como si siempre se interpusiera algo, como en ocasiones esos reveladores encuadres a través de las cristaleras, por lo que sobre los rostros se refleja la circulación de figuras y coches; mediante el uso de espejos y reflejos se logra transmitir la sensación de que los personajes están encapsulados, aislados, en su drama, del resto que les rodea, pero también, más allá, en su vida, incluso ignorantes de lo que interponen con respecto a ellos mismos.  Memorables serán las secuencias que acaecerán entre Daniel Auteuil y Emmanuelle Beart en Un corazón en invierno (1992), como lo había sido la secuencia final, dolorosamente reveladora, entre Piccoli y Schneider en Max y los chatarreros (1971). Por eso, el estilo realista de Sautet es más elaborado; su tratamiento visual no es un mero registro de lo real, no es un realismo tosco, sino más estilizado, por el empleo de una textura visual más densa (con falta de colores vivos y una iluminación encapotada), y el uso de unas focales largas, que amplifica esa sensación de vidas comprimidas.

Los personajes se desenvuelven torpes, conteniéndose, como lacónicas o sonrientes máscaras; en un caso se asemejan a la losa de un sepulcro, en el otro, son sonrisas que son más bien temblor de una tensión en vilo; a veces, se quiebra el vidrio de las buenas maneras, de la congestión emocional desconcertada, y acontece el estallido, como cuando Serge espera en la noche a Marie y la golpea, descargando toda su frustración porque ella decidiera romper la relación, pero también, o quizá sobre todo, por cuánto (cree que) la necesita, necesidad que no compartió ni expreso en previas conversaciones, y dejó latente como un quiste que ahora aflora violentamente, entre reproches, buscando, desesperado, esa causa que explique la historia, el porqué de la ruptura, un porqué consolador, por ejemplo que había otro, porque para romper tiene que haber otro, no puede ser sencillamente porque ella sentía que su relación se había terminado, que ya no iba hacia ningún lado. Pero ese fugaz estallido pronto se recompone, y Serge se retira del escenario, y reconducirá su vida en otra relación. Estallidos dramáticos que pronto serán olvido, como una cinta que se reinicia virgen para otra película. Esa vida subterránea, que no se manifiesta, y cuando lo hace es de modo explosivo o drástico, se insinúa, y explora, a través de la planificación, siempre atenta a los gestos y miradas, que son los que hilvanan el montaje, más allá de que las secuencias tengan un aparente centro de atención externo (las conversaciones o diálogos de otros personajes), como esa comida familiar planificada sobre las miradas preocupadas de, y entre, Marie y su amiga hacia el marido de esta, Jerome (Roger Pigaut). Esa vida subterránea, enquistada,  se condensa, y a la vez encuentra su reflejo extremo, en este personaje secundario/reflejo, Jerome, quien al saber que va a ser despedido, decide suicidarse con una sobredosis, pero será salvado por su esposa y Marie. Durante la narración penderá siempre la duda de qué hará de nuevo ese personaje, si reincidirá, aunque los que estén a su alrededor se preocupen por reconducir su vida, como Marie, que logra encontrarle trabajo a través de Georges (Bruno Cremer). Jerome es el reflejo extremo de la pregunta qué hecho con mi vida. Si Serge es el reflejo de ese permanente estado de tensión y crispación, de enajenación por la hipertrofia de un molde de vida laboral asumido como un debe que ejerce de inercia, Jerome es el del vaciado progresivo cuando se produce el cortocircuito y ya no se deja llevar por la inercia de la cinta corredora de las rutinas laborales, de los propósitos, que se revelan inconsistentes, y las expectativas, meros espejismos que conducen a la nada. Se mira a sí mismo y no encuentra nada.

Georges, por su parte, es el que, en principio, parece más estable, menos desbordado por sus emociones, y sí más controlado y equilibrado, sin explosiones ni implosiones emocionales reflejos de un desquiciamiento de modo de vida. Es quien, por otro lado, al resurgir del pasado (ya que  mantuvo con Marie una relación de la que salieron dolidos y agraviados), suscitará en Marie el impulso de reconducir su vida sentimental, que siempre parece desajustada (como dice al final, tener un hombre y un hijo en su vida no parece que pueda ser a la vez). Representa la ilusión de estabilidad. Quizá retomar esa relación sea una forma de restituir su pasado, y la ilusión de que las relaciones y los otros puedan ser cómo esperaba que fueran. Quizá porque aún palpita en Marie un impulso de vida del que carece por ejemplo Jerome, quien representa a aquel que renuncia a luchar y a la misma vida cuando pierde incentivo.  Marie aún cree que, por la imagen de fortaleza y estabilidad que transmite Georges, sin aparentes desquiciamientos, el hombre que ama sí puede ser como cree que debería ser, no como es, lo que determina la deriva en un engaño hasta que llega a su fin, porque la misma estabilidad de Georges es ilusoria, como si reflejara al inclemente propio sistema (que elimina a los que no son válidos; él es una pieza aún útil, cumplidora y eficiente en el engranaje; pero como refleja su  expresión grave durante la carrera de motos, su vida también se sostiene sobre ilusorias certezas, las de una mera carrera o competición con sus normas y reglas que él hace cumplir como instrumental esbirro). Su estabilidad es el camuflaje de otro tipo de vacío, ese que solo se preocupa de los mecanismos del engranaje funcional de la vida.

En la primera secuencia de Una vida de mujer, Marie, madre de un hijo adolescente, decide abortar, una acción que tiene también mucho de simbólica, de propia afirmación, porque implica corroborar que su relación con Serge no tiene futuro porque no tiene presente (él es un mero cuerpo desbocado más ausente que presente). La planificación ya anuncia, de modo sutil, esa vida que parece clausurada o cerrada (en la que los gestos y miradas se convierten en puntos de fuga de lo no dicho o de lo anhelado o proyectado). La cámara realiza un suave travelling, que se interrumpe, hacia las ventanas cerradas con unas persianas bajadas, tras las que Marie está siendo intervenida. En la secuencia final, aunque la vida alrededor quizá no haya variado mucho (algunos cambios en las piezas del tablero, quién está relacionado ahora con quién, quién ya no, quién ya no está), el talante de Marie, que ahora espera un hijo de Georges (pero con quien la relación no fructificó) es más luminoso. Afirmada en sí misma, se estira, tumbada en la hamaca, recibiendo sonriente el sol. En la secuencia inicial decide no dar a luz. En la conclusión está decidida a darse (a) luz.

 

 

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