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lunes, 17 de mayo de 2021

Arco de triunfo

                             

Arco de triunfo (Arch of triumph, 1948), de Lewis Milestone es un áspero y sombrío melodrama, en cuyas dos horas y cuarto casi no hay casi respiro. Las sombras, presencia constante, son tan oscuras que parecen supurar. La narración está dominada por una espesura de negrura (delineada por el admirable trabajo de iluminación de Russell Metty). Era la segunda ocasión en que Milestone dirigía una adaptación cinematográfica de una novela del escritor alemán Erich Maria Remarque, tras la también excelente Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), que adaptaba la homónima novela publicada un año antes, la cual había provocado las iras del tercer Reich, por lo que fue quemada en las hogueras. Remarque fue otro de tantos que abandonó Alemania al ascender al poder Hitler. Emigró a Suiza, y a finales de los 30 a Estados Unidos. La novela Arco de triunfo fue escrita, durante su exilio, entre 1939 y 1945, año en el que fue publicada primero en inglés. Milestone se involucró de tal manera que cuando el primer guionista, Irwin Shaw, no quiso proseguir tras cinco meses de trabajo porque no divergía de lo que pretendía Milestone, optó por desarrollar el guion junto a Harry Brown. El resultado fue una obra de cuatro horas, que fue cortada, y reducida a dos horas (aunque ampliada en doce minutos cuando fue restaurada). La censura también intervino. Joseph Breen exigió que fuera mitigada la crudeza de ciertas secuencias violenta. Arco de triunfo, como otras películas que adaptaron novelas de Remarque, Tres camaradas (Three comrades, 1938), de Frank Borzage, Tiempo de amar, tiempo de morir (Time to love, time to die, 1958), de Douglas Sirk o Así acaba nuestra noche (So ends our nignt, 1941), de John Cromwell, se vertebran sobre una relación amorosa destinada a la tragedia, en los desoladores tiempos de guerra (o preguerra). Con la tercera, además, coincide en centrarse en un personaje refugiado, Ravic (Charles Boyer), un cirujano alemán cuya situación, como la de los protagonistas la película de Cromwell, al no disponer de papeles, pende constantemente de un hilo: si son apresados serán deportados del país, aunque pueden intentar regresar de nuevo (hasta la próxima vez que sean otra vez deportados), o transitar de país en país cual figuras errantes. Los nombres no reflejan sino esa condición fantasmal. Ravic no es su real nombre sino uno de tantos que usa como falsa identidad de hombre sin papeles.

El comienzo de Arco de triunfo es impactante: Ravic, sentado en un café, entrevé a través de las cristaleras a Haake (Charles Laughton), un oficial nazi. Un expresionista flashback, que juega con las desmesuradas sombras y perspectivas especiales (sin contornos), evoca cuando Ravic y su esposa fueron torturados por Haake, y  ella murió al no poder resistir las torturas. Como contraste, la iluminación se hace blanquecina, sin sombra alguna, en la secuencia que nos muestra a Ravic intentando, infructuosamente, salvar a una mujer en la mesa operatoria; una mujer que musita el nombre de un hombre; una mujer que morirá por las inadecuadas condiciones en la que le fue realizado un aborto; una mujer que nombra a quien ama pero como señala Ravic, quién sabe dónde estará ese hombre; todas las ilusiones románticas quedan reducidas a un entorno blanquecino donde se pierde la vida, como una pantalla que se ha desintegrado. Torturar, salvar, sombras, luces.

Ravic vive en un hotel de refugiados en el que habitan huidos de las torturas o de la desolación (una galería de rostros derrotados y dolientes), pero también un grupo de defensores del alzamiento franquista, a quienes el mejor amigo de Ravic, Morosov (Louis Calhern), ruso, muestra un total desprecio cuando intentan que se unan a su celebración. Ravic, en uno de sus paseos, cual sombra exiliada, por las solitarias calles, en este caso bajo la lluvia, se encontrará con una sombra extraviada, Joan (Ingrid Bergman), al borde de cometer suicidio. Su amante, al que acababa de abandonar, ha muerto repentinamente. Ravic la salva y ayuda, encontrándole trabajo en el club donde trabaja Morosov de portero. Su historia se gesta a trompicones, por la reserva de él, como quien contiene la mecha de una explosión que dispone del rostro de quien abrió en sus entrañas una herida aún no cerrada, y por el ofuscado atolondramiento de quien no sabe cómo desenvolverse con sus emociones, y necesita taladrar esa reserva para percibir la brecha que evidencia que él la corresponde del mismo modo. Ese forcejeo incluso está presente, con provocaciones de celos, en el momento de pausa de tiempo de permiso en el horror (como los días que viven los protagonistas de Tiempo de amar, tiempo de morir) cuando disfrutan de unos breves días en la costa francesa. Pero también la circunstancia y el azar intervienen, de modo más determinante, para dificultar la relación. El azar entra en juego, pero a la contra, cuando Ravic, ya de vuelta en París, por atender a una mujer accidentada en la calle, y así salvarla, sea detenido y expulsado del país.

Esa divergencia, o contraste, de actitud y carácter dota de una cualidad singular a una historia de amor particularmente turbia y menos convencional de lo habitual. Ravic es más templado, alguien ya curtido en la precariedad, el dolor, las esperas, la amenaza permanente sobre su vida y la vulnerabilidad, mientras Joan es más frágil (o menos capaz de afrontar la fragilidad), más inconstante y menos madura. No es capaz de afrontar la soledad y el dolor, la incógnita sobre la espera de la vuelta de Ravic, por lo que opta por acogerse (refugiarse) en los brazos de otro hombre (que la ama). Pero cuando Ravic regrese tres meses después no logrará aceptar su reacción tan razonable y templada  (o dicho de otro modo, como señala el mismo Ravic, ella hubiera apreciado signos indicativos de su amor en su desolación manifiesta o en un arrebatos de celos). Ese equilibrio y esa calma de Ravic contrasta con la desaforada conducta de Joan, inestable, y escénica (como si viviera una obra teatral en la que la temperatura del amor se mide por la temperatura de la dramatización de los gestos). Sus emociones la desbordan, como, ofuscada, no logra discernir con precisión.
Ravic, al mismo tiempo, no ha olvidado a Haake. En cierta secuencia confluyen ambos dramas en el espacio y tiempo, en un café: Ravic está pendiente de Haake, que le ha visto (aunque no sabe si porque le ha reconocido), y espera que se acerque a él, y a la vez entra en escena Joan que sigue sin aceptar que Ravic no parezca, o se muestre, lo afectado que debiera: el horror real contrastado con una exasperada e inmadura dramatización. Sus actitudes colisionan de modo irreparable. Enfocan el amor de modo distinto. Las sombras desquiciadas prevalecen. Joan necesita seguridad y amor, pero no puede encontrar la primera en Ravic, por su situación vulnerable e incierta. Por eso su amor no puede fructificar, porque ella necesita encontrar la seguridad en otro, y no resulta posible mantener esas dos relaciones a un mismo tiempo. Ironía sangrante: quien le reportaba seguridad (material) será quien, por un arrebato de celos, dispare sobre ella. El falso refugio resultó una trampa de sombras movedizas. Ravic, infructuosamente, intentará salvarla, en unas hermosas secuencias finales en la que su luz vela junto a la cama donde ella agoniza con las sombras que no pudo esquivar.

 

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