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sábado, 21 de noviembre de 2020

Están vivos

 

Nada es el apellido que se adjudica en los títulos de crédito al protagonista de Están vivos (1988), de John Carpenter, del que en ningún momento se sabe su nombre, porque es otro más de los integrantes de la clase trabajadora abocado a la nada. Sobre la nada giran los primeros pasajes, la nada de aquellos que erran en busca de un empleo, como Nada (Roddy Piper) con su mochila al hombro; la nada de aquellos que viven al margen, sin hogar, en arrabales donde erigen sus chabolas y chamizos. Supervivientes de una sociedad en la que se incrementa el número de pobres e indigentes, en la que la clase trabajadora no sólo es que esté cada vez más abismada en la escala social sino cada vez más sumida en los márgenes de la precariedad. Porque quienes dominan las elevadas posiciones del poder, es decir, de los privilegios económicos, no sólo imposibilitan su acceso a cualquier mínima asistencia social sino que incrementan sus privaciones y se esfuerzan en impedir que los que sobreviven a duras penas en  los más bajos escalafones de la pirámide económica, el tercer mundo de la sociedad del bienestar, puedan superar su precaria circunstancia (como el que empuja hacia abajo al que forcejea por no ahogarse para que se hunda aún más). Esto lo apunta Armitage (Keith David), un trabajador de la construcción que posibilita un puesto a Nada; Armitage es el prototipo del trabajador que mira hacia otro lado, o hacia abajo, para no meterse en problemas, para no perder el mínimo resquicio que le han permitido ocupar. Acepta un sometimiento, y la resignación sin cuestionamiento, porque su vida depende de esa conformidad. Su apellido, Armitage, está tomado del personaje protagonista de El horror de Dunwich de H P Lovecraft (al fin y al cabo nos hablan de El horror de la sociedad del bienestar), como Nada del apellido del protagonista de un relato gráfico con ese título, escrito por Ray Nelson, en colaboración con Bill Wray, publicado en la antología de comics Alien encounters (1986), inspirado en un previo relato corto escrito por Nelson en los 60, Eight O'Clock in the Morning.

Hay mundos ocultos, como también se reflejará en la posterior En la boca del miedo (In the mouth of madness, 1995), una de las obras maestras de Carpenter, y la más depurada traslación del universo del novelista de Providence. Mundos ocultos relacionados con los mensajes subliminales que lanzan las instancias del poder, mensajes mediante los cuales los ciudadanos corrientes asimilen y asuman la obediencia y el sometimiento, aturdidos, sin capacidad de reacción ni reflexión, conformes, sin pensamientos independientes ni cuestionamientos de la autoridad, las normas establecidas, las ocho horas de trabajo, sólo con el impulso o deseo de consumir y comprar lo que les vendan o ver la televisión como un entumecedor soma. Ciudadanos que son mercancías, peones y compradores sin capacidad cuestionadora. Reflejos de una corrupción social de un modo de vida, de sociedad capitalista, en la que el dinero es el centro neurálgico y horizonte divino, que se propulsó y alimentó en la década de los ochenta, y hacia la que Carpenter escupe con corrosiva virulencia esta mordaz sátira (aunque parece que fue contra el viento, o se quedó solo, porque la situación ha ido empeorando como un virus que se propaga implacable sin resistencia siquiera).
En el territorio metafórico, fantástico, de Están vivos, esos dominadores ocultos son extraterrestres que tratan a los humanos como ganado. Para ellos la tierra es un tercer mundo que explotar hasta que ya hayan extraído todo lo que sea posible, y dejen el planeta a su suerte. Metáfora de lo que la sociedad del primer mundo hace con la del tercer mundo y, dentro de su propio entramado social, con los trabajadores que están en las sucesivas posiciones bajas de la escala social (mientras cada vez son menos los que disfrutan de una posición más que holgada en las elevadas; la desproporción se ha ido incrementando), a los que se intentan adormilar, como muertos vivientes, para que no reaccionen ni se opongan (el emblema físico de ese sometimiento, o a esa aceptación sumisa, en este siglo es el gesto encorvado mirando la pantalla de un móvil). Carpenter utiliza en una secuencia la frase de un ejecutivo de un estudio de Hollywood: todo el mundo vende algo en algún momento. Por lo tanto, qué problema hay en corromperse, en aceptar una posición de privilegio aunque te previamente quejaras de tu suerte cuando ocupabas una posición baja en el escalafón económico. Simplemente, hay que aprovechar la oportunidad. El que está abajo, en posición precaria o suspendida, solo desea ocupar la posición de privilegio, no modificar la estructura de configuración de realidad (social).

Los medios de comunicación (perdón, de disuasión) se ocupan de incentivar bien de modo soterrado, y pernicioso, con un bombardeo constante, esa ansia de consumo y de posesión, y de deseo de ascender en la posición social. De ser Nada a ser algo, aunque dejes de ser alguien, porque ya sólo eres tu posición, algo corrupto, podrido, sin rasgos, intercambiable, cual cadáver en descomposición  (están vivos, pero podridos), como se revela que es la condición física de esos extraterrestres cuando son mirados con unas gafas que revelan la verdad, del mismo modo que revelan los mensajes subliminales tras los seductores carteles o las portadas y páginas de revistas y periódicos. Nada es un integrante de esa masa de nadas alguien que, en las secuencias iniciales, declara que le gusta su país, y que acepta las reglas, alguien conforme que sólo espera su oportunidad para ascender en la escala de privilegios, hasta que mira la realidad del modo que revela su real trama escénica, y lo hace por accidente, pero también por preocuparse de mirar con detenimiento las cosas, por preguntarse por la realidad circundante (su curiosidad inicial por los intrigantes movimientos en la casa donde se reúnen los resistentes).  La realidad no es como piensa que es, las reglas están amañadas, y fundamentadas en la conveniencia y la imposición. Las apariencias no son lo que parecen, como bien quedaba constatado también en La cosa (1982), donde no sabías quién o qué era el que estaba a tu lado, si su apariencia se correspondencia con su naturaleza. Entre ser y parecer puede haber un abismo no visible, e impredecible.

Nada es el currante que se rebela, y lo hace según sus posibilidades y cualificaciones: es un obrero de la construcción, su arma no es un discurso ni la articulación intelectual, es la fuerza física, el uso de las armas. Pero tendrá que buscar un apoyo, y para ello tendrá que enfrentarse a los insatisfechos que prefieren lamentarse de su situación pero sin nunca alzarse (acomodados en su vida programada, como los que se quejan de que el movimiento insurgente interrumpa con sus emisiones su programación televisiva), o la de los que no quieren meterse en problemas y perder lo poco que tienen (las migajas que se les permite), como Armitge, lo cual pone en evidencia, o cuestión, la imposibilidad del cambio por el hecho de que entre los sometidos, entre las clases desfavorecidas, no haya solidaridad y sí miedo o incapacidad para reaccionar, y construir unidos un proyecto, como también reflejaba, en otro territorio dramático o genérico, Mike Leigh en Meantime (1984). Nada decide enfrentarse, como buen héroe carpenteriano, a un mundo podrido que sólo merece un corte de mangas, el alzamiento del dedo corazón, o un una buena sarta de golpes y disparos que dejen en evidencia un mundo falsificado y manipulador, una mera pantalla en la que nada es real, y que a nada aboca a los que somete. Carpenter nos despierta, o lo intenta, con el suministro de un buen chute energético  a golpe de riff de guitarra o una de las más largas peleas rodadas, alrededor de seis minutos (inspirada en la final de Wayne y McLaglen en El hombre tranquilo, 1952, de John Ford), entre Nada y Armitage, cuando el primero intenta convencer al segundo de que se ponga las gafas y vea la realidad tal como es. Porque quizá para despertar hace falta más de un golpe.

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