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jueves, 12 de noviembre de 2020

La vida en un hilo

                            

¿Y si fuéramos espectadores de la vida que podríamos haber vivido si hubiéramos tomado otra decisión en determinado momento de nuestra vida, o aún más, espectadores de la vida feliz, no anodina, que podríamos haber vivido si en determinado momento hubiéramos sido más decididos, superando miedos e inseguridades? Es lo que le sucede a Mercedes (Conchita Montes), en La vida en un hilo (1945), de Edgar Neville, cuando, tras asistir al funeral de su marido, conoce en el tren a una adivinadora (¿o imaginadora?) que le relata lo que hubiera sido su vida si aquel día en una floristería hubiera aceptado la invitación del primer hombre, Miguel Ángel  (Rafael Duran), que se ofreció, ya que llovía, a acercarle a su casa en el taxi que cogía, en vez de aceptar el ofrecimiento del segundo, Ramón (Guillermo Marín) que se convertiría en su marido; ofrecimiento que aceptó porque se arrepentía de no haber aceptado el primero, es decir, de su indecisión. De todos modos, Mercedes no es de esas personas que les corroa el y si…, por lo que están atrapadas en el engranaje de los remordimientos preguntándose qué hubiera ocurrido con su vida si las decisiones hubieran sido diferentes.


Mercedes más bien está entumecida, atrapada en el engranaje de la vida anodina, cautiva de una resignación que se acomoda a lo poco que le da la vida, pero que resulta suficientemente mullida para dejarse llevar por la inercia del recorrido establecido, de estación en estación, hasta la muerte. Es una durmiente que no se percata de mucho de lo que sucede a su alrededor.  De hecho, tan vagamente recuerda aquel día que no puede evocar cuáles eran los rasgos de aquel otro hombre, una figura incierta que pasó como un soplo, pero que, según la adivinadora, pudiera haber sido el hombre que la hubiera hecho feliz, con el que realmente hubiera conectado. Miguel ángel es la encarnación de lo imaginativo, artista, escultor para más señas, que no deja de dar rienda suelta a su ingeniosa elocuencia verbal. Mientras que Ramón, ingeniero, es la representación de la mente provinciana, del hombre sin estilo, casi se puede decir que intercambiable con otros muchos, que pronto deja de fijarse en su esposa, como si ya fuera parte del mobiliario, como no se percata de lo que a su esposa puede alegrar o satisfacer. Es significativa la secuencia en el restaurante, en la que mientras ella está arrobada con la música que interpretan los músicos, además con el violinista pendiente de ellos, Ramón  saluda, de modo vocinglero, a un amigo en la otra punta del bar y entabla una conversación con el camarero sin advertir que la figura de este oculta la figura del violinista, quien tiene que escorarse de un lado a otro, para no perder la mirada de Mercedes. Pero Ramón sí la ha perdido, porque ya no se preocupa de su mirada.

Neville conjuga ambas vida en paralelo, la vida que fue, episodios de su vida con Ramón, y lo que pudiera haber sido, episodios de una vida imaginaria con  Miguel Ángel, con retornos al presente, a la conversación de Mercedes con la adivina en el tren, comentando la acción como si fueran tertulianas de un cineforum o comentaran en la moviola las jugadas del partido. En ciertos momentos, ambas vidas confluyen. En la boda que pudiera haber sido con Miguel Ángel, aparece Ramón para reemplazarle, como el sueño fue reemplazado por la resignación. La familia de Ramón es del Norte, de donde era natural Francisco Franco. La vida posible con Miguel Ángel era la vida que pudiera haber sido si no se hubiera impuesto, o no se hubiera optado por, la dictadura. Todo es una cuestión de qué o quién permites que te lleve. En ocasiones, en la vida posible se refleja, a través de otros rostros, lo que la vida de Mercedes ha sido, aunque de modo amplificado, puya corrosiva a la gazmoñería de una sociedad más preocupada del valor de imagen, hipócrita a la par de que despellejadora del prójimo, para anular toda ansia de salirse de la norma, como la secuencia en la que una amiga le relata cómo no puede ver a sus anteriores amigas, como ella en su vida con Ramón, porque la familia de su marido de mente alicorta las asocia con su vida anterior, la del circo, la de la vida licenciosa y disipada para esa mentalidad pacata y mezquina que estigmatiza y piensa, por ejemplo, que si Mercedes posa ha debido posar desnuda para las esculturas de su marido, cual emblema de una desvergonzada vida de perdición.

Esa figura excepcional de Miguel Angel se convierte en emblema de una vida deseada, en cuanto representación de la ruptura con una amorfa mentalidad predominante en la sociedad española. Es el elemento extraño, desapegado, imaginativo, además de atento con su esposa: en la secuencia posterior a la citada del restaurante, Miguel Angel dice que sí a todas las peticiones de su esposa, a los diversos planes a realizar esa tarde, sin protestar ni oponerse, siempre con una sonrisa: un hombre que no tiene nada que ver con el tradicional, y que poco tiene de Pygmalioniano, ya que no quiere convertir a Mercedes en una estatua, ajustada a su modelo, una figura subordinada, relegada al hogar, sino complacer su voluntad, disfrutar de lo que ella desea, porque ambos sintonizan; y por ser complaciente, feliz de satisfacer la voluntad de ella, no tiene por qué ser un pelele (otros de esos anquilosados fantasmas del imaginario español). No dejan de resultar sorprendentes, considerando el año de su producción, todas esta corrosivas cargas de profundidad contra una mentalidad predominante. La vida en un hilo es una vivaz comedia que propone un modelo de vida que se convierte en demolición del preponderante, aquel que entierra a la imaginación y alienta el miedo y la represión, el revenido conformismo y el anquilosado adocenamiento.

 

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