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lunes, 2 de noviembre de 2020

Lo que queda de luz (Sexto piso), de Tessa Hadley

Alex le había dicho en una ocasión que debía abandonar sus esperanzas de totalidad, de significado absoluto, porque eran una ingenuidad. (…) Tenía los dedos manchados de polvo y al limpiarse en la oscuridad, en el grueso papel granulado de su mesa, pensó que al menos ya había dibujado el primer trazo, ya había empezado algo. Una muerte inesperada, y todo parece que se resquebraja, pero quizá evidencia que hasta entonces la línea de puntos de la vida más bien era una sucesión de brechas sorteadas o disimuladas. Lo que queda de luz (Sexto piso), de la escritora británica Tessa Hadley (1956), se inicia con la irrupción de lo que no se podía imaginar o prever por la falta del más mínimo indicio, la muerte de quien suministraba a quienes tenía alrededor la sensación de cimientos firmes. Pero no lo eran. Todo es provisional, se dijo a modo de advertencia, en las próximas horas nuestras percepciones cambiarán una y otra vez en una evolución acelerada. Pero ¿no había sido, de una manera u otra, siempre así, como quien no advierte sus dedos manchados de polvo? La narración de Lo que queda de luz alterna tiempos, los que suceden a la muerte de quien, en la cincuentena, cayó inesperadamente mientras conversaba fulminado por un infarto, y la evocación de cómo se trenzó la línea de puntos de las relaciones, definidas por los vaivenes, por lo retenido o inconsciente, ignorado o disimulado. Si hay una certeza es que, aunque sí lo crean en cierto momento, no saben los cuatro protagonistas qué quieren, e incluso que es posible, como si fueran dando bandazos pese a que porten el estandarte de una convicción o determinación. Zachary, tratante de arte, estaba casado con Lydia, una mujer que se dedicaba al plácido ejercicio de no hacer nada. Christine, pintora, y Alex, profesor que una vez aspiró a ser poeta, también casados, eran sus mejores amigos. Pero como revela el pasado, los trayectos y las narrativas se definen por un enmarañamiento encubierto. Lydia se quedó prendada de Alex, antes de que Christine pensara siquiera en él como alguien con el que establecer una relación, mientras iniciaba una con Zachary aunque en sus primeros pasos tomara constancia del impacto que le causaba Lydia. Pero luego el curso de sus relaciones fue otro (por resignación, amoldamiento o reconfiguración como si nuestras emociones pudieran resetearse; por lo que sí puede ser o por lo que se cree que es mejor que sea, o porque es la opción que se prefiere pensar que es lo que tiene que ser).

Cómo se sienten los personajes, y cómo actúan, poco tiene que ver, en bastantes ocasiones, con cómo les perciben los demás. Lydia se limita a seguir lo que piensan los demás y quizá solo existiese en la medida en que los demás pensarán en ella, aunque para Zachary la veía como una diosa y él era tan humilde que ni se planteaba que una diosa pudiera dignarse a mirarlo, y para Alex su presencia era demasiado potente, con esa piel azulada y su máscara de belleza. Zachary no solía pedir que le dedicaran atención, su amabilidad tenía una cualidad refractaria, y solía declarar que dedicaba tanta atención a los demás porque no sabía lo que quería (como si realmente se ocultara en esa atención a los demás), pero a veces asoma la brecha: La insatisfacción de Zachary era palpable e incómoda como una tercera persona. Christine no se sentía relajada con este nuevo Zachary más hastiado, más de este mundo. La imagen que se proyecta de contento y conciliación, como los bomberos que saludaban en el prólogo de Terciopelo azul (1986), de David Lynch, oculta la consciencia de que bullen, como insectos, insatisfacciones no resueltas, ni siquiera expresadas; es una obra en la que, de repente, alguien cae fulminado en su jardín mientras riega sus flores (lo imprevisto deja en evidencia en telón, o lo abre en canal). Los personajes bregan con sus contradicciones, sorprendiéndose con sus propios actos. Christine solía pensar que Alex andaba como si su camino estuviese señalado en la acera y él fuese el único que viese esas señales. Pero Alex, pese a la rotundidad, en ocasiones severa e inflexible, de sus pronunciamientos y actos, también se ve arrastrado por lo inesperado en él mismo. Es como si no fuese él, el hombre negociador que conocía, sino un hombre distinto. Quizá su escepticismo, tiznado de corrosión, no fuera sino una máscara protectora con respecto a su incapacidad o frustración por consolidarse como poeta. A diferencia de Zachary, Alex no creía ni en el progreso ni en la capacidad de cambiar las instituciones. Christine pensaba que había una contradicción entre su apasionado escepticismo y su compromiso con la educación de los niños. Quizá Alex creía que no era nada posible, como una forma de arrinconar en su mente la no asunción de lo que no pudo realizar. Por eso, quizá también la atracción que sintió por Christine tuviera que ver con ese vacío en sí mismo, de ahí la atracción que sintió por sus pinturas de objetos sin presencia humana alrededor, pero que dejaban constancia de su ausencia. Le gustó la solidez de aquellas formas y su enigma, el modo en que proponían un acertijo visual: definir una forma por su ausencia. Quizás por ello, como le señala Christine, hablas siempre de muebles en tus poemas. ¿Qué habita en él, mera forma construida, como una identidad conveniente con la que sentir una certeza, que proyecta con tajante celo a los demás?

 ¿Qué es lo que les falta a unos y otros que es tan determinante en su vida, o lo es en cierta circunstancia? ¿Por qué se toman ciertas decisiones, por qué se cree que se siente algo por alguien cuando en otro momento lo sentía por otra persona, por qué ese vaivén, y en qué medida influye la circunstancia vital? Ambos se sabían inmersos en el pánico y la confusión, y sentían que en la oscuridad de sus cuerpos se agazapaba, inmóvil, una violencia contenida. Y de esa convulsión puede surgir cualquier reacción que necesita un desvío en la dirección de una vida que se siente como estancamiento aunque no se manifieste (al otro o hasta a uno mismo). Quizás todo esté vinculado a los relatos que nos contamos a nosotros mismos, los que tejemos en nuestra mente, en la que quedan atrapados como insectos en una tela de araña, los demás, como personajes de esa ficción. Te inventaste una historia romántica y tu testarudo corazón se ha aferrado a ella. Es una obra de tu voluntad, le dice Alex a Lydia, pero, ¿Cómo vive la gente, si no?, contesta ella. ¿Cómo se discierne el relato de lo real, la porción de la emoción que se genera por proyección o falta de la que se gesta en la real conexión? ¿Qué somos más allá de esos relatos sobre los que configuramos nuestras vidas? Christine ya no tenía el mismo concepto de la verdad: la de un núcleo oculto bajo una serie de ofuscaciones y disfraces. A largo plazo ¿no eran los disfraces igual de interesantes, no era también reales? (…) Unidos por la casualidad en su juventud, la casualidad de que la escogiera por lo que creía que era ella. Desde aquellos inicios, ambos habían mudado de piel muchas veces. El matrimonio simplemente significaba aferrarse al otro durante la sucesión de metamorfosis. O no conseguirlo.

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