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sábado, 11 de julio de 2020

Días del cielo

Días del cielo (Days of heaven, 1978), de Terrence Malick, y la inmensa La puerta del cielo (Heaven’s gate, 1981), de Michael Cimino, comparten varios aspectos, aparte de (elocuentemente) la palabra Heaven/Cielo en su título. La acción de ambas trascurren en tiempos próximos, una a principios del siglo XX, otra en la década final del XIX. En una se remarca la consolidación de un país como empresa, esto es, la imposición de unos pocos, pertenecientes una clase privilegiada, sobre unos muchos, constituidos fundamentalmente por inmigrantes (el mapa del territorio, o país, se diseña acorde a los intereses o la voluntad de quienes extienden su emporio económico; o dicho de otro modo, afianzan su posición de poder en la progresiva extensión de sus apropiaciones o posesiones); en la otra se remarca, desde las secuencias iniciales, cómo la industrialización se consolida, y lo hace también sobre una relación jerárquica, establecida sobre la imposición (que, por otra parte, encuentra su correspondencia en el espacio rural: el latifundista o señor feudal poseedor de extensas tierras). Ambas obras se constituyen en alegorías de la raíz tumorosa de los desatinos y despropósitos del presente (un sistema económico tramado sobre la desproporción en la distribución de riqueza y la extrema separación de las llamémosles 'clases'), aún más beligerantemente explícita en la segunda (la apropiación no duda en utilizar las herramientas de la violencia; la neutralización de toda sublevación que pretenda derruir un estatus). Ambas son un emblema de un cine insurgente característico de la década de los 70, ya en sus últimos coletazos: el colapso económico de la segunda propició una drástica reestructuración en la industria que despojó a los cineastas de su independencia (o redujo su margen decisorio). Nada de directores autores sino de directores subordinados a los requerimientos de la industria (dominada ya por ejecutivos ecónomos); y así llegó la infausta década de los 80 de yuppies y héroes musculosos. Malick, exhausto por la experiencia del rodaje y montaje de Días del cielo, y frustrado por tener que abandonar su siguiente proyecto debidos a dificultades surgidas durante la búsqueda de localizaciones (recuperaría ideas de este proyecto, Q, para El árbol de la vida), se trasladó con su pareja a París, y no volvería a hacer cine hasta veinte años después, con La delgada línea roja (1998).
Ambas obras también comparten un vínculo estético y narrativo con cierta sensibilidad rusa. En Malick, en concreto, con Andrei Tarkovski, cada vez más acentuado con el paso del tiempo, por su tratamiento de la duración, la narración como espacio interior e inmersión, como partitura; y también por sintonía conceptual o vital: la interrogante de por qué el ser humano no puede vivir en armonía consigo mismo, los demás y su entorno. Aunque si Tarkovski tiende a los planos de larga duración, Malick más bien a una planificación más analítica, y una narración más fragmentada (o astillada: esa es su condición paradójica: la fluencia en la fragmentación; la música, en este caso de Ennio Morricone, conduce la narración). Ambos coinciden en su prodigioso sentido del tempo, en la relevancia, como un personaje más, que tiene la naturaleza. Richard Gere se lamentaría de que muchas escenas, dialogadas, que evidenciaban la excelente labor de los intérpretes, quedaran fuera del montaje final. Pero Malick, durante proceso de montaje, decidió que quería que fuera expresado a través de la emoción, de una atmósfera emocional. Para Malick, como para Tarkovski, lo prioritario no es la trama sino la modulación y atmósfera emocional, una transfiguración perceptiva que, en asombrosa alquimía, capta y resalta la singularidad del detalle (de un gesto, de una figura, de un cambio de luz, del movimiento de unas nubes) y teje una visión de conjunto (su entraña).
El entramado argumental es escueto: Bill (Richard Gere), que trabaja en una fundición, la cual abandona tras enfrentarse y golpear al capataz (una secuencia que condensa lo que son unas circunstancias de trabajo, de vida, con alteraciones de montaje -planos sin sonido que anuncian el enfrentamiento posterior- que revelan su desquiciamiento), se marcha de la ciudad, en compañía de su hermana Linda (Linda Manz, luego protagonista de la mejor obra de Dennis Hopper, Caido del cielo de 1980) y su pareja, Abby (Brooke Adams), como si fueran ganado, pero encima de los vagones, como tantos otros desposeídos itinerantes, en busca de trabajo, que encuentran como jornaleros en unos campos de trigo: imponente, y significativa, la soledad de la mansión del granjero, encarnado por Sam Shepard, que con su aislamiento refrenda esa separación de los privilegiados: el aislamiento representa una cerca invisible). Cuando termina el tiempo de la cosecha y los jornaleros deben abandonar las tierras, Bill toma una decisión (consecuente con su presentación inicial, que ya define su hartazgo con un estado de cosas o modo de estructurar la sociedad con compartimentos estancos): Sugiere a Abby que se case con el ranchero, ya que le han diagnosticado un año de vida, para heredar su fortuna y así poder liberarse de su permanente incertidumbre y precariedad: una acción que revela que no se puede acceder al Cielo sino es usando las herramientas de quienes dominan el sistema (que no alienta las capacidades ni el talento sino el arribismo y el atajo expeditivo). Lo imprevisto irrumpirá cuando Abby se sienta atraída de verdad por el ranchero. Como no deja de ser significativo que esta constatación, que supone una ruptura, y el abandono de las tierras de Bill, sea la aparición de un circo itinerante (con dos avionetas que aterrizan junto a la casa).
Malick dedicó dos años al montaje, algo habitual en él. La sintaxis, el tempo, la hilazón, asociación y yuxtaposición de sus componentes (porque están conectados y son parte de un conjunto) es la piedra filosofal de su excepcionalidad como narrador transfigurador. Por eso, también, le daría, progresivamente, más relevancia a la voz en off, que pertenece a Linda (Linda Manz), un personaje periférico en relación al conflicto dramático. Ejerce de singular distanciamiento que al mismo tiempo abre a más ángulos (o perspectivas) los acontecimientos, acorde a la decisión de Malick de no aislar el principal conflicto dramático, esto es, que se convierta en principal dinamo narrativa que emborrone al resto (de nuevo, toda está conectado: las experiencias de unos, lo que uno vive, adquiere otra dimensión para los demás; todo es según la perspectiva: el núcleo flamígero de la propia vivencia conflictiva es más bien un reflejo para quien es testigo de los acontecimientos, un pasaje más en un trayecto de vivencias: la narración culmina con Linda alejándose de la escuela, una fuga que conecta con el talante insurgente de su hermano). Por eso, la esencia de esta magna obra no está en la trama, sino en su narrativa descentrada, pura deriva o fluencia de momentos, en las que el paisaje y los elementos de la naturaleza son un personaje más: al respecto es clave, como circunstancia previa a la tragedia que tendrá lugar en el último tramo, la plaga de langostas que asola las tierras (como si encarnaran el desbordamiento inminente de los celos del dueño, aunque para éste sea la correspondencia con la langosta que ha derruido su armonía marital, Bill). El fuego que todo lo arrasa es generado por el propio dueño cuando intenta matar a Bill.
Malick y el director de fotografía Nestor Almendros (sustituido después por Haskell Waxler porque Almendros tenía apalabrado colaborar con Truffaut en el El hombre que amaba las mujeres) optaron por utilizar sólo luz natural (como en el cine mudo) sin ningún tipo de difusor lo que provocó la perplejidad de los técnicos que no estaban acostumbrados a trabajar así, como tampoco a la tendencia a la improvisación de Malick (cual ojo al acecho que capta ese momento de sensación verdadera), dando como resultado una obra de deslumbrante belleza pictórica (inspirada en cuadros de Andrew Wyeth, Johannes Vermeer o Edward Hopper; la casa que diseñó, y erigió, el director artístico Jack Fisk parece extraída de la pintura House by the railroad, de Hopper). La luz y el tiempo, de este modo, se convierten en elementos fundamentales en una obra de corrosiva entraña simbólica y epifánica fluencia sensorial. Como en el cine de Tarkovski, la materia, los elementos, la luz y las sombras, cobran importancia fundamental, como la misma expresión, o movimiento de los cuerpos (persiguiéndose, danzando, tocándose, acariciando, relacionándose con vegetación y otras criaturas…). Días del cielo es una obra que logra ese equilibrio, al alcance de pocos, entre lo concreto y lo abstracto, entre la captación del cimbreo de la hierba y las resonancias simbólicas del porqué el ser humano no ha logrado hacer de la tierra un Cielo.

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