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martes, 5 de marzo de 2019

True detective (3ª temporada)

La vida es imprevisible, cualquier accidente puede ocurrir cuando menos lo esperes. En las primeras secuencias de la tercera temporada de True detective (2019), creada por Nic Pizzolato, dos niños, hermanos, se alejan de su hogar en bicicleta. El niño aparecerá muerto días después, con las manos en la misma posición que en su pose para la primera comunión (pero no la hay en la muerte; esta irrumpe como un vacío que genera dolor y desesperación). La niña desaparecerá, y las pesquisas que se realizan entonces, en 1980, o diez años después, cuando se reabra el caso, no lograrán encontrarla. En las secuencias finales, dos niños, hermanos, se alejan de su hogar en bicicleta. Son observados por su abuelo, Wayne Hays (Mahershala Ali), el hombre que, ya septuagenario, en 2015, ha logrado unir las piezas de modo definitivo, y ubicar a la figura o pieza desaparecida, que no logró resolver (en buena medida, por impedimentos ajenos), cuando era detective al cargo de la investigación, junto a Roland West (Stephen Dorff), en las dos ocasiones que el caso estuvo abierto. Las piezas encajan, pero no obsta para sentir, como reflejan los planos finales, que la realidad es, o se siente, como una selva en la que no sabes qué puede ocurrir cuando te internas en su espesura. Y las mismas relaciones, como una relación de pareja, en concreto la que él mantuvo con Amelia (Carmen Egojo), es, o se siente, como una espesura en la que no sabes cuántos enfrentamientos y cuántas contiendas, cual intercambio bélico, desgastarán, o minarán la relación, cuántos recelos o inseguridades deberás superar, cuántos pulsos y reproches a los que sobrevivir para que la relación se mantenga sin que las heridas de combate se tornen desilusión, apatía y renuncia.
El primer capítulo está dirigido por Jeremy Saulnier, también a cargo del segundo, mientras que el tercero, que en principio iba a realizar, pero del que se desentendió por diferencias creativas con Pizzolato, lo rodó Daniel Sackheim, como el sexto, séptimo y octavo, encargándose el mismo Pizzolato del cuarto y quinto. El tiempo es una cuestión fundamental en la obra de Pizzolato, ya manifiesto en su novela Galveston, con el contraste entre distintos tiempos (entre lo que ya es evocación, y a la vez reflejo de un deterioro, de finitud y pérdida, y lo que es en proceso, cuando es acontecimiento, y aún no sus residuos, sus heridas, y faltas, lo que ya no está), aspecto no tan presente en la discreta adaptación dirigida por Melanie Laurent, lo que hace que pierda densidad y desgarro (no sientes del mismo modo que el presente no será). También era manifiesto en la primera temporada, con una construcción de la narración que combinaba tiempos, con una separación de diecisiete años, entre 1995 y 2012, con un tiempo intermedio, en el 2002. Una sensación de repetición que incidía en ese fatalismo de que no hay manera de enfrentarse y superar a los poderes invisibles, a los que tan difícil resulta dotar de rostro, y por lo tanto detener. En las primeras secuencias del primer capítulo de la tercera temporada ya queda manifiesta la fractura temporal. Se alternarán, sucesivamente, los tres periodos de tiempo,casi como si fueran uno o tres ángulos del mismo cuerpo, porque esa estructura se relaciona con, o refleja, una fractura, la que padece el protagonista, y que ha marcado, o surcado, su vida, como flecos irresueltos, nexos no dilucidados (como quien no logra la comunión con la realidad, pero no deja de demandar protección (amparo, apoyo, atención), o más bien, complacencia, como si la realidad fuera una escolta).
La primera temporada de True detective (2014), se configuraba sobre la dualidad, el contraste entre la pareja de policías (encarnados por Woody Harrelson y Matthew McConaughey), en sus contrapuestas actitudes. En la segunda temporada (2015), son cuatro los protagonistas. La primera temporada radiografíaba una infección moral y unas tinieblas emocionales bajo el influjo del thriller que marcó nuevos rumbos en el género, la visionaria Seven (1995), de David Fincher. Su territorio era el de la siniestra abstracción. La segunda temporada se empapaba de las turbiedades y convulsiones, de las radiografías de la corrupción de las instituciones y de la naturaleza humana, que ha realizado un autor que marcó también nuevos senderos en la novela negra, James Ellroy, quien, a menudo, recurre a varias líneas narrativas, generalmente tres, protagonizadas por personajes que en un momento dado convergen. Esta segunda temporada tuvo una recepción menos entusiasta, quizá porque se esperaba que redundara en la misma línea que la primera, como una marca de fábrica; más allá de las cualidades de la primera temporada, la segunda me parece, en conjunto, más armónica y menos irregular. La tercera se centra primordialmente en un personaje, en Hays, como si no abandonara su cápsula mental, su fractura interior, los límites de su mente, o de su incapacidad de cohesionar los nexos del caso, de la realidad, y, en especial, de sus emociones ( y relaciones), por eso, aún más que el caso, resulta fundamental el curso de su relación sentimental con Amelia.
Esta tercera temporada de True detective reincide en los territorios de la primera, y abunda en la paleta de la extrañeza y de la pesadumbre, como una inmersiva sinfonía exuberante de adjetivos (de tonalidad y atmósfera) enturbiados que empapan con el extravío y la desolación, de nuevo, como una infección que no logra atajarse ni curarse, en suma, iluminarse (en un sentido amplio). Adjetivos acordes a la afectación de Hays, a su inclinación al victimismo, o a sentir que todo (la realidad) acontece con respecto, o aún más, contra él. En la primera temporada, Rust, el nombre del personaje de Matthew McConaughey, significaba óxido, herrumbre. Rust había oxidado su aliento de vida, su impulso vital. Esos límites que su compañero, Marty, considera necesarios (aunque no consiguiera desenvolverse en los mismos, como evidenciaban las fisuras en sus relaciones afectivas), para Rust eran un espejismo, una construcción ficcional que suministra ilusión de seguridad y certeza. Pero no existe. Para Rust se evidenció, con la pérdida, tiempo atrás, de su hija, por un accidente, al ser atropellada, que la vida, la existencia, es accidental, y los que la habitamos somos pasajeros de una ficción. Por eso, se había convertido en un espectro que se siente condenado, porque sentía y pensaba que la espiral es, a la vez, un círculo, que la imposibilidad volverá a evidenciarse. Si hay una circularidad en el tiempo, en la dinámica de los acontecimientos, sólo refleja esa fatalidad. No hay posibilidad de superación, de transformación, de logro (al final, la asunción de la herida conducía a la iluminación del discernimiento). En la tercera temporada, Hays vive en una fractura, el tiempo son astillas, amplificado por el deterioro que sufre su mente. Pierde el hilo, la continuidad temporal, no se puede fiar de sus recuerdos, o de repente, no sabe dónde está, como si su mente se reseteara y olvidara lo que estaba haciendo los minutos previos o no recordara que llevaba hablando un buen rato con esa persona que ahora saluda como si la viera por primera vez. Habita un tiempo fracturado, descentrado.
En el curso del relato, exploración de su fractura, con saltos adelante y atrás, se evidenciará que los añicos no son sólo los del deterioro, por la edad, sino por su misma naturaleza, o cómo Hays ha habitado la realidad, su vida, cómo se ha relacionado con los demás, cómo ha confrontado los sucesos, lo que no controlaba, las contrariedades y adversidades, sus dudas e inseguridades (ese espacio entre el es y el se siente, entre realidad y sujeto, que puede tornarse abismo, espesura, fluctuación, como una pantalla incierta, escurridiza). Un sujeto en constante conflicto que constituía su relación con la realidad fundamentalmente de acuerdo a lo que a él le afectaba, como si fuera una película que se desarrollara en función suya, como protagonista. No deja de ser elocuente, que sí Hays canaliza o reconvierte su desvalimiento en coraza, su compañero, Roland, con el tiempo, esa intemperie vital la asuma (cuando se mira con aquel perro abandonado, tras dejarse apalizarse por la impotencia de no haber logrado resolver el caso, o haber tenido que matar a un hombre por sus torpezas), y decida habitar en ese hogar aislado en el que convive con perros (como si él asumiera su condición de perro abandonado por una realidad que le supera, pero ante la que no reacciona con suficiencia o con sentimiento de agraviado)
Al fin y al cabo, la revelación final del enigma no es sino un reflejo de las inconsistencias de Hays, esas a las que no ha dejado de confrontarse, pero sin lograr enfocarlas (o lo logrará cuando, paradoja, su mente sufra un deterioro biológico): Una mujer que no había logrado afrontar la pérdida, la fractura emocional, en su vida, la pérdida en un accidente de su marido e hijo, y apoyada en su condición de hija de hombre acaudalado, decidió secuestrar a una niña, como si fuera una sustituta de su hija fallecida, como quien lleva la inconsecuencia al extremo: no le importa cómo afecte a la vida de sus padres, no le importa drogarla con litio durante años para mantenerla controlada, y no le importa haber matado al hermano, aunque fuera de modo accidental. La vida gira alrededor de su particular drama, ella es la protagonista de su película, y alrededor no existen los demás, otros dramas, otros pesares, otras carencias. Dispone de su bunker de realidad, cual cámara aislante, como ese mismo cubículo en la mansión de su padre donde mantiene escondida a la niña, en una habitación rosa, reflejo de su enajenación, de su relación ficcional con la vida, como quien extirpa la negrura de la pérdida y la pesadumbre. En buena medida, como se refleja en su relación marital, o con su compañero Roland (que adquiere esa condición de contraste, como el de Marty con respecto a Rust en la primera temporada), Hays no deja de ofuscarse, entre contradicciones, y de forcejear con una realidad que le contraria, o con la que no sabe lidiar sin desprenderse de su orgullo o ensimismamiento. En ocasiones, las amarguras de las frustraciones con las que no ha sabido lidiar, empapan sus reacciones, o las descarga con los otros. No deja de fluctuar, como quien siente que la realidad es una espesura amenazante, como la que recorría durante la guerra de Vietnam. Dispone de la capacidad de advertir las inconsistencias, como quien advierte que hay una adulteración de la realidad (las manipulaciones que realizan en el caso), pero también dispone de su reverso, el recelo remarcadamente susceptible de quien sospecha actitudes con segundas intenciones, como se evidencia, en especial, en su relación afectiva con Amelia, amplificado por el hecho de que su esposa tambíén es una investigadora del mismo caso, aunque sea para escribir un libro. No deja de ser también un reflejo de sí mismo que la figura que intenta identificar durante décadas sea la de un hombre con un ojo ciego, blanco, esa mirada insuficiente que le define.
La estructuración temporal de la narración, con saltos hacia delante o hacia atrás (que reflejan su irresolución, su desorientado o insuficiente enfoque; es todo un detalle elocuente que se cuestione que haya leído tan tarde, ya septuagenario, el libro que su esposa escribió sobre el caso, lo cual refleja como todo lo limitaba en función de sí mismo, de su perspectiva) propicia que ciertas informaciones no sean desveladas en su orden. Por ejemplo, se revelará en las secuencias finales cómo en la primera investigación, en 1980, fue relegado a tareas administrativas porque se negó a plegarse a la voluntad de sus superiores, o a su cierre del caso, con el que no estaba de acuerdo, ya que, aparte de no compartir la resolución de quien querían declarar como culpable, hacerlo implicaba poner en entredicho a la mujer que amaba, en concreto, por el artículo que ella había escrito. Pero ese gesto no obsta para que después le reproche a ella, con aspereza, que se siente utilizado por ella. Al gesto generoso le sucede el gesto agraviado, como quien no logra hilar con coherencia los nexos de sus emociones, expuesto más que a una fractura, a una escisión, una falta de cohesión (inteligencia) emocional. Entonces, se percibe de modo más nítido el por qué de los posteriores reproches a su esposa, que se sentían tan desquiciados, cuando ella proseguía con la investigación. Esos reproches evidenciaban la amargura de su frustración al verse relegado al trabajo de administración policial, como si no hubiera superado el resentimiento.
De ahí, que en las secuencias finales se remarque (cuando ya los nexos de la trama policial están resueltos) la condición de la realidad como posibles narrativas alternativas, expuesto, además, por el fantasma de su esposa ( o reflejo de su mente fracturada). La narrativa de la vida puede ser, o configurarse, de un modo u otro. Puede que no encuentres esa pieza que faltaba, con la que todo encaja, la pieza desaparecida que te hace sentir que siempre hay algo que falla, o puede que logres encontrarla porque logres discernir, sin la interferencia de las ofuscaciones de tu inseguridad u orgullo, los nexos entre las piezas. Del mismo modo, en una relación, puede primar la confianza y la entrega, o en cambio no conseguir desprenderte de los reproches que brotan de las frustraciones, resentimientos y remordimientos, como si la realidad fuera una espesura en la que los accidentes imprevistos también son los resultantes de la incapacidad (de algunas voluntades) para aceptar esa misma condición imprevisible: no encajar o aceptar que la realidad nunca la podrás controlar como quisieras. No sabes qué podrá suceder a los que se alejan del hogar con sus bicicleta, pero sí puedes relacionarte con la realidad y los otros sin sentir que es una jungla rebosante de amenazas hacia ti. La vida son posibles direcciones, no sólo dependen de los accidentes, sino también de las actitudes, de los enfoques de nuestras voluntades.

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