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jueves, 21 de marzo de 2019
Dolor y gloria
La vida es un apósito que se me escapó. Manchas, líneas, cicatrices. Durante los títulos de crédito de Dolor y gloria (2019), de Pedro Almodovar, se suceden diversas manchas de pintura. Los colores primarios, en especial los rojos, salpican los decorados, los planos, como colores que buscaran un latido. Esas manchas encadenan con unas líneas, como si siguiéramos en otro tipo de lienzo. Es el suelo de una piscina, que encadena con la línea de una cicatriz en un abdomen, el de Salvador (Antonio Banderas), quien aguanta la respiración bajo las aguas. Una cicatriz porque esta es una obra que brota de las entrañas, y evoca heridas que no han sido cerradas. Salvador es un cineasta que ya no dirige porque su cuerpo ya no responde. Ahora la vida le dirige, y parece que para desvanecerse, como respiración que se pierde gradualmente. Los colores en su organismo ya son desvaídos, desparramados en múltiples dolencias. Los colores de la vida ya no parecen responder, porque su cuerpo es ya un lastre, una molestia que entorpece su misma imaginación, por eso busca aturdirse con analgésicos, o incluso heroína. Parece que ya su vida se hubiera detenido en el entumecimiento. No dispone del latido del primer dibujo que hizo de él su primer objeto de deseo. Su cuerpo deserta, y ocupa su lugar la memoria, los recuerdos. Manchas, como esos colores primarios, rojos o verdes, del decorado o de las vestimentas, como celdas o campos de color de un cuadro de Rothko, o más bien prótesis desajustadas de los cuerpos. El primer recuerdo tiene que ver con el agua, con las canciones a la orilla del río que entonaban su madre (Penélope Cruz) y sus amigas mientras limpiaban las sábanas. Entonces el agua fluía, como el impulso de las emociones, incluso de la imaginación. Ahora los recuerdos parecen dominar, como respiración asistida del que se siente ahogar, por eso cualquier detalle, el agua, una música, le retrotraen a su infancia, cuando aún todo era posible, y no dominaban en su vida las manchas. Pero el pasado no se sólo se invoca, como quien se refugia en una ilusión edénica, sino que también reaparece, a veces de modo indirecto, casual, como si la vida se urdiera con mimbres escurridizos, cuya partitura o secuencia ignoraras, para recordar las direcciones truncadas o interrumpidas. La vida es una narración que no controlas, aunque te empecines en que así sea.
La narración de Dolor y gloria, como una fractura, como un amasijo de manchas, de líneas que se entrecruzan sin que su diseño sea previsible, alterna sus evocaciones de la infancia, con las reapariciones en su vida de relaciones dañadas. Alguna relación laboral interrumpida, como con el actor Alberto (Asier Etxeandia), el protagonista de su primera película, al que extirpó de su vida por los desacuerdos de enfoques. Ahora reexamina su interpretación, y reexamina la relación, y reconoce sus errores. La mirada cambia, y cambia la relación, con los otros, con la misma vida. Reaparece también la relación truncada de su primer amor, Federico (Leonard Sbaraglia), que ahora, incluso, parece su réplica física, aunque sin tantas dolencias físicas. Como si brotara el pasado que no fue (o no pudo ser) como un cuerpo intacto, sin cicatrices. Relatos que dejaron de ser y que corresponden a sus primeros pasos en las relaciones sentimentales y profesionales, alrededor de treinta años atrás. ¿Su vida hubiera sido diferente si las decisiones hubieran sido otras?. Tampoco sabes cómo juega el azar. Tu voluntad mancha la posibilidad de un lienzo, de una dirección en la vida, pero también el azar. Aunque puede ser a la inversa, cuando algo cobre forma, y se perfile de un modo que no esperabas ya, como un dibujo reaparece cincuenta años después, cuando tu cuerpo ya sólo es el residuo de heridas y dolores, por las colisiones e intransigencias, los remordimientos y resentimientos, que ahora ya parecen haberse hecho materia, tu mismo cuerpo. Glorias soñadas, imaginadas, interrumpidas, que se mancharon porque las entrañas saltan y emborronan posibilidades. Es lo que tienen las emociones. Se ofuscan y convierten la realidad y las relaciones en salpicaduras de manchas. Su cuerpo parece haber absorbido, somatizado, todas esas ofuscaciones y todos esos desatinos emocionales, en incrustaciones calcáreas en su esófago o problemas de ciática. Como quien nunca dijo lo que debería haber dicho, o se movió por la vida con la rigidez de la mente demasiado inflexible e intolerante.
Dolor y gloria se empapa de la propia vida del cineasta (a través de un juego de reflejos), como si Salvador fuese una especie de trasunto, o variante, del mismo Almodovar, y, de modo bastante autocomplaciente, echara la mirada atrás, aunque más bien resulte un Orfeo con mirada un tanto envarada, como quien paraliza a Euridice, la propia realidad, con su autoindulgencia. La fractura narrativa más bien deviene desajuste. La narración, irregular, deslavazada, fluctúa entre momentos logrados, o que respiran dramáticamente (en buena medida gracias a las prestaciones de ciertos actores), y otros más impostados, o simplemente, inconsistentes, o poco inspirados (las evocaciones de su infancia, la secuencia de la filmoteca, las citas con los médicos, los pasajes con su madre...). El cine de Almodovar siempre ha lindado con lo impostado. Sorprende, a estas alturas de su carrera, también patente en su obra precedente, Julieta (2016), que, en ocasiones, quede evidente, de modo torpe, la carpintería, como si no extrañara que dijeran corten en cualquier momento. No es que se desentrañe, con agudeza, un artificio (o los difusos límites entre representación y realidad), sino que resulta artificioso. Incluso transmite cierto amateurismo en términos más básicos de realización y producción (dicho coloquialmente, canta).
En Dolor y gloria intenta conjugar la reflexión, evidenciando la misma condición de representación, y difuminando límites entre personajes y persona real, entre un yo y un él, con la emoción de la entraña o raíz del melodrama, pero esta se le escurre, o brota, de modo amortiguado, en instantes muy puntuales. Lejos, muy lejos, de la potencia emotiva de las secuencias finales de Mula, de Clint Eastwood, o de modo particular, del cineasta que ha transitado del modo más genuino e inspirado, en las últimas décadas, las corrientes del melodrama, Terence Davies. El cineasta británico combina estructuralmente los tiempos como si la narración fuera una partitura, mientras que Almodovar no logra, ni siquiera, encontrar la cohesión entre las partes. Contrastar la secuencia de la excelsa El largo día acaba (1992), en la que el niño protagonista, encarnación del propio cineasta, mira con admiración y deseo a un albañil, y aquella en Dolor y gloria en la que el niño, trasunto del cineasta, observa desnudo a su primer objeto de deseo, evidencian la distancia que separan el talento, el refinamiento expresivo y la capacidad de generar emoción de uno, con el rudimentario y desaliñado estilo y la falta de sutileza del otro. En el cine de Davies, la inventiva formal armoniza con las entrañas de la emoción expuestas con la desnudez más descarnada. En Dolor y gloria no hay entrañas, sino apósitos.
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