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sábado, 20 de enero de 2018

Los músicos de Gion

Las geishas son una de las más ilustres tradiciones japonesas, como la ceremonia del té y el teatro No. Son las palabras de la directora de la escuela de geishas, en una de las primeras secuencias de 'Los músicos de Gion' (Gion Bayashi, 1953), de Kenji Mizoguchi, que transmiten una imagen de dignidad y realización, de 'música de ideal', como si fueran meras acompañantes con la gracia de su 'música', de su danza, de su canto, de su dominio del ikebana, como lujo de presencia ornamental que se admira. Eso es lo que cree Eiko (Ayako Makao), o eso es a lo que aspira, como aprendiz de geisha, recurriendo a una geisha establecida, Miyoharu (Michiyo Kogure), como protectora, para poder liberarse de una vida mísera, la demanda de su tío de que le pague con favores sexuales los gastos del funeral de su madre (hasta su padre, que vive en otra ciudad, la ignora, preocupado sólo por sus precariedades económicas). Pero Eiko descubrirá la falacia de ese ideal, que realmente son valores en alza o a la baja en un 'mercado de valores': cuando Eiko acude a solicitar la protección de Miyoharu es téstigo de la reacción despechada de un cliente que demandaba también correspondencia amorosa, y que intenta agredir a Miyoharu por sentirse 'engañado' (cuando se marcha podemos escuchar en la radio un repaso al mercado de valores). Esa reacción no es sino un indicativo o anticipo de cómo los hombres sólo ven en ellas una complacencia sin límites, la satisfacción sin restricciones de sus fantasías, deseos e ilusiones.
Porque no son 'músicos' sino que son sólo mercancías en una circulación de transacciones económicas, como las que intenta realizar Kusuda (Seizaburō Kawazu) con la empresa de Kanzaki (Kanji Koshiba), para conseguir el aporte económico necesario para salvar su negocio. Para conseguirlo, utilizará a Miyoharu, porque sabe que es objeto de deseo de Kanzaki, al mismo tiempo que él intenta convertirse en el 'dueño' de Eiko. Pero esta no reacciona como se espera de ella, no se pliega al supuesto papel al que tiene que aplicarse, aún no se considera una mera mercancía. Aún piensa que puede constituirse en una admirada geisha, sin tener que 'pasar la noche' con ningún hombre, o 'tomar un dueño' ( es decir, casarse, que es la manera más rápida de ascender en la profesión), o cuando menos no con alguien que no desea; aún piensa que puede tener capacidad de elección, es decir, 'voz propia'. No deja de ser significativo que su rebelión sea mordiendo la lengua de Kusuda cuando este la quiere poseer por la fuerza. Lo que implicará que ambas quedarán 'fuera de la circulación'.
Mizoguchi dibuja con implacable precisión, con una afilada distancia (hasta sus secuencias finales en las que la emoción brota como la herida hasta entonces encostrada), un conjunto definido por la mezquindad: aquel que se sintió rechazado en sus aspiraciones sentimentales ahora se regodeará con su éxito económico en la caída en desgracia de Miyoharu, o el padre que no quiso ni respaldar a su hija ahora se cree en el derecho de pedir dinero por el éxito que ha tenido su hija, aunque ahora ya le nieguen el trabajo porque ha sido estigmatizada. Hay hermosas y sutiles ideas de puesta en escena: el uso del espacio interpuesto cuando Kusuda comunica a Miyoharu la 'encerrona' que le ha preparado, pidiéndole que pase la noche con Kanzaki para salvarle el negocio: a él le vemos en el encuadre, mientras que ella está oculta. O, tras que Miyoharu más adelante haya aceptado 'pasar la noche' con Kanzaki, para que así ella y Eiko dejen de estar estigmatizadas,'fuera de circulación', el plano sobre Eiko, tras enterarse del hecho, con la puerta corredera cerrándose, puerta que asemeja a unos barrotes de una prisión, esa prisión de falsos brillos en la que están destinadas a permanecer cautivas como un brillo más para no ser una sombra más en los márgenes.

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