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miércoles, 10 de enero de 2018

Doctor Zhivago

En 'Lawrence de Arabia' (1962), Lawrence (Peter O'Toole) fracasa en su intento de lograr esa armonía entre las diversas facciones en juego, sean árabes o inglesas,y hasta él mismo se pierde en su afán visionario bienintencionado. En 'La hija de Ryan' (1970), Rosy (Sarah Miles) y Charles (Robert Mitchum) abandonan un pueblo en el que predomina la inflexible ceguera que considera al otro representación, una furia que avasalla el amor, no carente de confusión o escisión, que no sabe de uniformes ni de facciones. 'Doctor Zhivago' (1965) refleja, como las también magistrales 'Lawrence de Arabia' y 'La hija de Ryan', que las únicas revoluciones que Lean considera factibles son las individuales, y éstas es fácil que queden arrumbadas entre la colisión de fuerzas ideológicas sectarias enfrentadas, incapaces de llegar al diálogo o al entendimiento. El otro siempre será un rival. Zhivago y Lara son figuras que erran en un paisaje en transformación que deriva en degradación. Viven sus más bellos momentos compartidos en el interior helado de la casa de campo de Varykino, fugaces como el hielo que inevitablemente se derretirá. Ese hielo es a la vez una prisión, porque helada está la entraña de un país crispado y congelado en una dolorosa transformación social y política, en donde los inflexibles sectarismos, las rivalidades, vencen sobre la calidez del sentimiento. Su amor queda representado en ese resplandeciente amarillo de los girasoles: esos pétalos que caen en primer plano, mientras Zhivago desaparece al fondo del encuadre, tras su primera separación al finalizar la guerra, y que irradian esplendor, después, en los campos alrededor de esa casita de Varykino. Las emociones se hielan, como las del esposo de Lara: el idealista revolucionario Antipov (Tom Courtenay) se transforma, tras sufrir heridas durante la guerra, en el inflexible líder bolchevique, y acerado autómata, Strelnikov.
Los cristales interpuestos se convierten en emblemas de esa incapacidad de ver al otro. Y contrasta con la mirada doliente, por empática de Zhivago, la mirada que padece porque siente al otro. En su secuencia de presentación, cuando niño, durante el funeral de su madre, la imagina en el interior del ataúd. Su mirada se eleva hacia las alturas, hacia el movimiento de las hojas que son arrancadas de los árboles. La mirada de Zhivago, entregada, curativa, es capaz de ver las entrañas de la realidad, de los otros, no se queda atascada en la superficie de los uniformes o de las facciones. Su mirada se eleva, como su poesía, busca la experiencia trascendente, esa que se gesta y fluye en la conexión íntima con el otro, en especial en la relación amorosa. Pero no deja de ser arrancado, como esas hojas, de la posibilidad de una armonía conciliada, separado por los conflictos bélicos, sea de su esposa, Tonya (Geraldine Chaplin), primero por la guerra, y después cuando es obligado por unos partisanos comunistas a servir como médico durante dos años. En su presentación como adulto, se destaca las células que observa a través del microscopio, reflejo de su mirada investigadora, que busca más allá de las apariencias, que busca descifrar y comprender la vida. Esa forma celular no difiere del charco de sangre que contempla después tras la carga brutal de los soldados del zar contra los pacíficos manifestantes comunistas.
Lo individual se conjuga con lo colectivo, las decepciones y las corrupciones personales con las colectivas: en esas primeras secuencias, que siguen, en paralelo, la evolución de la adolescente Lara y del estudiante de medicina Zhivago, Lara sufrirá su primera decepción, al quedar obnubilada por Komarovksy (Rod Steiger), amante de su madre, Amelia (Adrienne Corri), quien intentará suicidarse. Heridas que se abren, como esa salpicadura de sangre en la nieve. Hay cargas brutales sobre un colectivo, pero también individuales, las de quien carece de escrúpulos y daña las ilusiones de quien proyectaba lo que no se correspondía con la realidad. De ahí, la constante presencia de espejos y cristales interpuestos: en esas secuencias compartidas con Komarovsky, Lara se refleja en varios espejos (habita reflejos, no ve realmente cómo es Komarovsky); la noche que Zhivago acompaña a su profesor, el doctor Kurt (Geoffrey Keen), para atender el intento de suicidio de la madre de Lara, es testigo a través de un difuso cristal de las atenciones de Komarovsky a Lara; Lara advierte una incierta sombra a través del bruñido cristal de la puerta, y cree que es Komarovksy, pero no es sino su novio Antipov, que requiere ayuda para la herida que ha sufrido en su rostro tras la carga de los soldados del zar. A través de un cristal empañado por el frío, se percibe la vela que arde en el interior del hogar de Lara, acompañada de Antipov. Desde su coche de caballos Zhivago se fija en esa ventana. Posteriormente, habrá un plano parecido, con cristal empañado y otra vela ardiendo en un interior, en la casa de campo que comparte Zhivago con Lara, como si aquella mirada precedente, la mirada soñadora, se hubiera realizado.
El azar y las perspectivas. Durante los años, Zhivago, primero, es testigo periférico, puntual (incluida su conclusión cuando ella dispara en público sobre Komarovsky) de la historia particular de la decepción que sufre el primer amor de Lara. La guerra une, pasajeramente, sus destinos, cuando ella se convierte en su enfermera al ser requerido Zhivago como doctor de campaña durante la primera guerra mundial. Pero cada uno retorna a sus diferentes vidas, y matrimonios, hasta que de nuevo el azar disponga que se encuentren en Yuriatin, una localidad cercana a la casa de campo de Varykino donde Zhivago reside con Tonya y su padre Alexander (Ralph Richardson). Y el amor hasta entonces contenido se deshiela, y abre fisuras en la conciencia de Zhivago, pues aprecia a Tonya, quien espera otro hijo suyo, ya que ha disfrutado de un matrimonio que no ha sido infeliz. Cuando forcejea con sus sentimientos, con qué decisión tomar, en una de sus vueltas al hogar de casa de Lara, el azar le arranca de nuevo del curso de la vida que intenta definir, y de nuevo determina que su dirección sea otra, que suspende su decisión, hasta que dos años después retorne al amor de Lara, ya que mientras Tonya y su familia han sido deportados a Paris. La mancha de sangre siempre arrancándole del curso de los acontecimientos, oscureciendo el esplendor luminoso, como un cuerpo enterrado que no logra, por lo menos con la duración que deseara, habitar la superficie radiante de la vida. Cuando Lara se aleja de él, tras ser arrancada de nuevo de su vida por Komarovsky, o la turbiedad de la dinámica de la política de facciones enfrentadas, rompe el cristal de una ventana en el piso superior, para contemplar cómo se desvanece en la distancia del horizonte. Ese horizonte se hará presente en las calles de Moscu, pero esta vez será el fallo de su corazón el que le arranque de la vida cuando ya no le deje tomar una dirección o dejarse arrastrar a otras que le imponen los demás.
Siempre, por tanto, como una salpicadura constante de sangre, como una herida que no parece poder cerrarse, la desoladora concepción del azar, la funesta concatenación de circunstancias y de la intervención de los otros. La primera ocasión que Zhivago y Lara cruzan sus destinos, sin verse, es en un tranvía que logra el primero coger tras correr para encaramarse en él. Pero se sienta detrás de Lara, sin fijarse siquiera en ella. Al final, después de su forzada separación, tras años sin verse, Zhivago, subido en un tranvía, la atisba en la calle. Desesperado, pugna por salir pero le resulta arduo por la cantidad de gente que hay. Cuando sale, e intenta correr tras ella, el corazón le falla y muere. No se puede ser más dolorosamente bello, ni más bellamente desolador. La excepcional banda sonora de Maurice Jarre

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