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viernes, 1 de septiembre de 2017

El rapto de Bunny Lake

Preminger plantea, con 'El rapto de Bunny Lake' (Bunny Lake is missing, 1965), una nueva desestabilización de las certezas, llevando la narración hacia el terreno de las interrogantes que nos enfrentan a una movediza realidad, a las grietas de lo posible: se plantea la duda de que la niña presuntamente desaparecida realmente exista, de que quizá sea invención fruto del trastorno de la madre, Ann (Carol Linley). 'Bunny Lake falta', es la traducción del título original. Preminger hace de una incógnita, o misterio, la desaparición de una niña, una perturbadora e inquietante incursión, de tenebrosa y afiladas sombras, en la inestabilidad e incertidumbre de la percepción de la realidad. Ya no sólo la cuestión de si existía o no esa niña que desapareció tras que su madre la dejara en el colegio (nosotros espectadores tampoco vemos a la niña), sino que el rasgado de telón de las apariencias es aún más incisivo. Lo que no puede decirse no puede verse. La institución de realidad se sostiene sobre lo que puede decirse y puede verse, lo decible y lo visible. Preminger, en sus producciones previa a ésta, había realizado una irreverente y demoledora visión, y reflexión, sobre la presunción de certeza de cualquier institución, sobre sus fisuras y falibilidad, sobre sus contradicciones e hipocresías, sobre sus inconsistencias y falacias, desde la judicial ('Anatomía de un asesinato') a la militar ('Primera victoria') pasando por la religiosa ('El cardenal), la política ('Tempestad sobre Washington') y la de la identidad nacional ('Exodo').
Con 'El rapto de Bunny Lake' vuelve a descascarillar el rostro de la institución familiar como había hecho en 'Buenos días, tristeza' (1958). En esta la inconsciencia de una hija determina la desaparición de una posible madre, una desaparición que es erradicación de la amenaza de una mujer que ocupe la posición de su madre muerta, o sobre todo, que sea la nueva pareja de su padre. Su deseo de que no lo sea, por inconsciencia de las posibles consecuencias de sus urdimbres conspiratorias para extraerla de su escenario íntimo, familiar, determina, aunque no fuera esa su intención, la desaparición radical, que esa mujer ya 'no sea', ya que propicia su muerte accidental. En 'El rapto de Bunny Lake', el desquiciamiento de un hermano, Stephen (Keir Dullea), que no acepta que haya una figura intrusa en la arcadia idealizada de su relación fraternal implica el intento de erradicación de la principal amenaza, la hija de su hermana.
En el cine de Preminger, esa indefinición que parece poner en evidencia, ese ángulo ciego del juicio, ya estaba presente en 'Juana de Arco', como la difuminada frontera entre lo real y lo imaginado en 'Laura'. El escenario de la realidad se transmuta en un espacio amenazante, porque cualquier cosa o percepción puede ser posible, como cualquier persona puede esconderse bajo una máscara, o ser sus actos o comportamientos factibles de poder interpretarse desde diferentes prismas, caso de Ada, la directora del colegio que vive en lo alto del mismo (interpretada por Martita Hunt, siniestra madre de vampiro en 'Las novias de Dracula', de Terence Fisher), o Wilson, el crápula casero sin escrúpulos ( Noel Coward). Ambos evidencian un turbador comportamiento, como si habitaran una realidad infectada. Ella parece desequilibrada, cual trasunta de Miss Havisham de 'Grandes esperanzas' de Dickens, que décadas después seguía portando el traje de novia tras ser abandonada el mismo día de la boda; vive aislada en su espacio de penumbras, de cortinas corridas, y sus grabaciones con voces de niños, como si ya habitara los residuos de un tiempo pretérito, o más bien su derrumbe. La descomposición de Wilson dispone de otros atributos, de otro tipo de degradación, el aislamiento relacionado con la carencia de empatía, como si sus entrañas hubieran degenerado en quiste sebáceo, como evidencia con su fusta y presunta calavera del Marques de Sade, y sus acercamientos procaces a Ann, insensible a la angustia que padece por la desaparición de su hija. Ambos, de un modo u otro, son reflejos corpóreos de lo que se camufla bajo las apariencias inocuas en Stephen.
Pero ¿la niña de verdad ha desaparecido?¿No es casualidad que Ann tuviera una amiga imaginaria con cinco años a la que llamaba igual, como revela su hermano, Stephen? La desaparición de Bunny (cuyo sobrenombre provenía del conejo de un relato infantil) es como si hubiera desaparecido el conejo de Alicia, y ésta quedara desamparada en una realidad que desconoce, escurridiza y amenazante. Esa es la sensación, que con su preciso estilo, sabe crear Preminger, y con la que lidia el templado inspector Newhouse (un magnífico Laurence Olivier). El fuera de campo, lo no visible, o hurtado a la mirada, se convierte en un equívoco espacio de lo posible que impregna las secuencias de una turbulencia contenida. La mirada de Newhouse, como si nombre evidenciara la consecución de una segura y cierta forma de habitar la realidad, la consecución de una raíz de firme certeza, intenta esquivar una realidad escurridiza, rebosantes de trampas, desvíos y callejones sin salidas.
La secuencia inicial, como el inicio de un hilo en el laberinto ya se inicia con una imagen que ya anuncia o apunta la revelación final. Stephen en el jardín de la casa, junto a los columpios, recoge un osito de peluche. Acto seguido abandona la casa, que será habitada por Ann y su hija, recién llegadas de Estados Unidos. Posteriormente, en una conversación entre Newhouse y Stephen, en la habitación de recreo del colegio, con el inspector sobre un caballo y Stephen sentado en un columpio, contiene en varios sentidos, por lo que se ve y por que lo que se dice (pero camuflado aún), lo que al final se verá revelado, en el escenario de la secuencia final, el jardín, aunque ahora ya no en hora diurna sino nocturna, y con el columpio como figura crucial (emblema del tiempo en el que ha quedado atrapado Stephen en su desquiciamiento), en el que Ann insta a que Stephen le empuje más fuerte para distraer su atención de su hija, a la que quiere matar.
Los magníficos títulos de crédito de Saul Bass, esos pequeños trozitos que se rasgan de la pantalla, como trozos de realidad, en la que la percepción del conjunto de ésta, el puzzle completo, no pudiera apreciarse, y sólo restara el ángulo ciego, anuncia la compleja entraña de esta excelente obra. Una tienda de muñecas, convertida en tenebroso espacio, pondrá de manifiesto lo que se escondía sobre la imagen de la normalidad ( ese rostro que puede parecer un inofensivo rostro de una muñeca, el de Stephen). Por eso, la posterior huida del hospital de Ann, a través de su tenebroso y sórdido sótano, parece la superación de un laberinto infectado. Ya no sólo es que las apariencias sean equívocas, una maraña de imágenes y máscaras, como interferencias y distracciones, y el juicio y la percepción puede sugestionarse fácilmente por ellas, o por la presunción (una madre soltera ya porta en sí una imagen factible de estigma y sospecha), sino que es en aquel que porta la legitima imagen de la normalidad, donde no se aprecian fisuras ni asomo de conducta calificable como 'desviada', donde reside el horror.

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