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miércoles, 29 de marzo de 2017

La cura del bienestar

El conejo blanco y las anguilas. ¿Cuantas variaciones se han podido realizar sobre Alicia en el País de las maravillas? O dicho de un modo más preciso, ¿cuántas obras se han podido inspirar en la magna obra de Lewis Carroll?. La particularidad de La cura del bienestar (2017), de Gore Verbinski, reside en que Alicia y el conejo blanco coinciden en una misma persona, Lockhart (Dane DeHaan, uno de los actores con más talento y carisma de su generación). Su reloj, en dos momentos distintos, antes y después de un accidente que sufre, indica la misma hora. En la primera circunstancia refleja cuánta prisa tiene. En la segunda, el reloj se detiene. Lockhart, incluso, tiene una pierna enyesada. Ya no puede gestionar la realidad con celeridad, como si el tiempo fuera un comprimido. Sus acciones se ralentizan, y no deja de encontrarse con obstáculos. Y a eso no estaba acostumbrado. El conejo blanco ya se sabe que tenía mucha prisa. El modo de vida que representa Lockhart también. Nos presentan al personaje conectado, a la vez, a la pantalla del ordenador y a la del teléfono móvil. Su mirada y su oído están absorbidos por una realidad definida por la urgencia, una pujante velocidad de contactos y estrategias e inversiones y cálculos. La realidad es una sucesión de números, una entidad intangible definida por la expectativa de fusiones empresariales beneficiosas o su reverso, hecatombes financieras por inadecuadas inversiones (o puñaladas traperas con sonrisa refulgente). Ese universo, el nuestro, el que nos rige, nos es presentado, como una entidad siniestra, edificios acristalados en sombras en cuyo interior múltiples pantallas esperan, en la franja horaria de pausa laboral, su reactivación para los ojos y miradas que se conecten como dispositivos de premura y eficiencia. Su velocidad tiene sus riesgos, como refleja esa secuencia introductoria: el comercial del mes sufre un infarto. Pero no importa que se sufra alguna baja porque habrá otros tripulantes de esas naves acristaladas: su relevo es, precisamente, Lockhart, a quien se encarga una misión definida por una urgencia que probablemente provocaría otro ataque al corazón al mismo conejo blanco. Hay que recobrar a un integrante de la junta directiva cuya firma es necesaria para la consecución de una anhelada fusión que pueda evitar el naufragio de la empresa. Pero ese integrante, de nombre Pembroke (Harry Groener), dejó escrita una carta, antes de ingresar en un balneario de los Alpes suizos, en la que dejaba constancia de que el modo de vida que hasta ahora había seguido como un ambicioso conejo blanco en pos del éxito, el beneficio y la consecución de la posición más privilegiada en la pirámide financiera, no es sino un espacio hueco acristalado que consume y corrompe por dentro.
El viaje al otro lado del espejo que realiza Lockhart es un viaje al reverso que revela la carne tumefacta bajo el fulgor de la apariencia. Lockhart se desplaza por el laberinto de múltiples alas y estancias y niveles del sanatorio y se confronta con una realidad que asemeja a un puzzle en el que convergen diversos tiempos,el ya huidizo y desconcertante presente, con diferentes pasados, el propio y el de ese sanatorio, y, por añadidura, el imaginario, porque, por supuesto, durante la narración no dejamos de interrogarnos si las versiones de la leyenda que se narran, y que no cesan de modificarse, acerca del barón que regía doscientos años atrás el castillo sobre el que se edificó el sanatorio son reales, o cuál es la versión cierta o completa, y si transitamos realidad o sueño, como algún personaje mismo se lo plantea. O quizá no, y esa sea la cuestión, como la misma figura de bailarina que cierra los ojos, porque no cree que esté soñando, forjada por la madre de Lockhart para que se la lleve en su viaje. La música que suena cuando se pone en funcionamiento el engranaje de esa bailarina es la misma que tararea una joven, Hannah (Mia Goth), que Lockhart avista, por primera vez, sobre una almena en el sanatorio, como la figura romántica que mira al abismo o que no lo teme. Y es la misma voz que se escucha en la secuencia introductoria mientras la cámara se desplaza en el atardecer entre los acristalados castillos de nuestro tiempo, como si la realidad, y en concreto Lockhart, aún no hubiera abierto los ojos del todo, por eso la luz parece siempre, durante la narración, un tanto amortiguada, como cubierta por una sutil película de neblina. Se vive en un sueño, y por tanto se puede vivir un engaño, y puede ser en un sanatorio en los Alpes suizos o entre edificios acristalados en Wall street. Lockhart no sabe cuándo discierne lo real o meramente alucina, como con las anguilas que no deja de ver, o con las que no deja de alucinar, una y otra vez, sea en cisternas, piscinas, vientres rajados de vacas o vasos de agua que ingiere.
Según los monarcas de este imperio acristalado se pierde la cabeza cuando se quiere salir de la circulación, cuando no se anhela ya seguir mirando hacia arriba, con ambición, para escalar posiciones. Aunque quizás más bien se recobra cuando se prefiere mirar hacia abajo sin preocuparse de lo incierto, sin que sea la mirada desesperada, como la del padre de Lockhart, que decidió lanzarse desde un puente cuando los números decidieron estrangularle con la caída de las inversiones. Aunque realmente encubrían el juego sucio de quienes se aprovecharon de su honestidad, esos números con forma humana, competidores que sólo se preocupan de ser el que sobreviva, como el conejo blanco que es en principio Lockhart, ajenos a las vidas que extraen o de las que se aprovechan, como en las leyendas se dice que el barón extraía la vida, el agua, de los cuerpos de los campesinos para la cura de su amada, y quizás, o eso sospecha Lockhart, es lo que haga el doctor Volmer (Jason Isaacs) con los prósperos empresarios y exitosos ejecutivos, o conejos blancos ya retirados por su provecta edad, que son los actuales pacientes (o quizá, nutrientes, como quien varía radicalmente de posición en la pirámide nutricional) del sanatorio. Desde luego, aunque sea de modo figurado, es lo que no dejan de hacer los regentes de Wall Street. Nuestro organismo está compuesto en sus tres terceras partes de agua, pero los hay que parecen resecos aunque no dejen de sustraer vida con las anguilas escurridizas de sus números y cálculos. Anguilas escurridizas puede haber en cualquier ambiente, y disponer de variadas apariencias.
La narración de La cura del bienestar se desplaza como una sucesión de recodos o recovecos en los que se no se sabe qué puede ocurrir, cuál conduce a un muro, qué aparente muro insinúa entre la película de vapor otra dirección, o qué revelación del puzzle puede modificar la visión del conjunto. No se sabe si la realidad es escurridiza y juega al escondite, o si quizás la mirada necesita desprenderse de velos que entorpecen su discernimiento. La mirada de Lockhart se libera de la pantalla del cálculo definida por los números y se enfrenta a una realidad que se presenta como una sucesión de escurridizas incógnitas (o realidades injertadas como apariencias de realidad). Puede que haya pasajes o recodos en los que la tensión y la atmósfera se resientan, como aliento que desfallece, pero Verbinski orquesta una propuesta singular, arriesgada en su concepción, que se toma su tiempo sin precipitación y más bien con calma (hasta casi anestesiar al conejo blanco, o más bien recordándole cómo la lentitud, que suele rimar internamente con serenidad, puede ser la mejor manera de encontrar la salida del laberinto).
Sin duda, 'La cura del bienestar' es otra muestra de la peculiar personalidad de Verbinski, al que le atraen los desplazamientos narrativos, incluidos excursos o desvíos, surreales o excéntricos, como en la estupenda secuencia inicial, con la nave en el desierto, de la tercera, y mejor entrega, de Piratas del Caribe, una concepción de la realidad como posible trampantojo, como en su notable El llanero solitario o en la excelente Rango, y el extrañamiento vía humor absurdo de mirada impasible, como los divertidos spots de las ranas de Budweisser o la estupenda El hombre del tiempo, cuyo estrenó se retrasó meses porque a la productora le parecía demasiado deprimente (a Verbinski le atraen también las paradojas). Rango tenía un comienzo magnífico que ya nos ubicaba en el territorio de un suculento contraste, entre la vida sin historia o la sensación de sentirse nada y el sueño de vivir una historia, de habitar el acontecimiento, en el que no sólo sentirse alguien, sino el protagonista del escenario. El inicio de El llanero solitario nos situaba en la incertidumbre así como ante la evidencia de un escenario, de una representación. Durante su desarrollo se cuestionaba la fiabilidad del mismo narrador. Y nos acababa planteando si la cuestión no será que resulta difícil discernir si la realidad no será meramente la atracción de una feria. En El hombre del tiempo, David (Nicolas Cage) era la versión futura frustrada de Lockhart. Hombre del tiempo en un canal televisivo que hace gestos ante una pantalla de croma verde, una pantalla sin sustancia real, como lo es su vida. Pronostica, pero sin duda todo lo que había previsto para su vida se ha frustrado. Quién sabe qué va a ocurrir si depende de los vientos, le dice un compañero. Nada hay previsible ni simple, le dice su padre (Michael Caine), escritor de éxito, cuyos pasos ha intentado seguir infructuosamente David con su inacabada novela. Y como añade en la última secuencia juntos, 'en esta vida de mierda hay muchas cosas que tenemos que tirar'.
Lockhart, con su peripecia, logra salirse de un escenario que le tenía cautivo, ignorante de que era un prisionero utilizado como esbirro eficiente que sabía cuándo realizar las oportunas trampas que revirtieran en su propio beneficio o cuándo tirar a otros que estorbaran para la realización de sus ambiciones. Se sale del guión enfrentándose a otro escenario en el que tiene que discernir cuál su guión, su trama (o trampa), que resulta ser el reflejo distorsionado, y en carne viva, del escenario acristalado que abandonará, del que se desprenderá como una máscara, porque no era sino una pantalla de croma verde, una atracción de feria, el universo virtual, depredador y voraz, de la ambición, una historia en la que creía ser y sentirse alguien, el protagonista del escenario, pero no era sino nada, otro número, otra función, otro ser hueco, que podía ser tirado del escenario por otra anguila competidora más escurridiza o, simplemente, cuando sufriera un infarto. Quizá la apuesta no le haya salido redonda a Verbinski, pero desde luego no merece la desangelada recepción dispensada. La insurgencia de salirse de los moldes no parece ser bien recibida, sobre todo si su etiqueta no se corresponde con la sustancia de su mirada. El cine de Verbinski es más escurridizo de lo que indica su posición en el paisaje industrial cinematográfico. Un cuerpo extraño, como en la primera entrega de Piratas del Caribe lo era el capitán Sparrow entre las convenciones del subgénero de piratas. Quizá sea la neblina de los que etiquetan demasiado apresuradamente la que desenfoca, y por tanto menosprecia, su entraña, que consideran convencional y banal. Bienvenida la salaz e irreverente excentricidad de su cine. Benjamin Wallfisch compuso una extraordinaria banda sonora para una de las más singulares obras estrenadas este año.

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