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martes, 28 de marzo de 2017

El pueblo de los malditos

Paradoja: De la brecha de la incógnita brota el monstruo de la mente con plenas facultades controladoras pero carente de empatía. Ante lo que se ignora o las circunstancias complicadas, entre lo inextricable o lo difuso, u otras voluntades que resultan escurridizas, por contrariar o ser difíciles de discernir, la mente humana puede responder con el desquiciamiento por no encontrar la complacencia para esa compulsión de control (de los ingredientes o componentes de la realidad, constituida por circunstancias y otras voluntades así como la indefinida índole de la propia existencia, que puede parecer tan colindante con lo aleatorio). La narración de la producción británica 'El pueblo de los malditos' (Village of the damned, 1960), de Wolf Rilla, adaptación de la novela 'The midwich cuckoos' (1957), de John Wyndham se inicia con unos sucesos integrantes, una ruptura radical del curso rutinario de los acontecimientos de la vida en el pueblo británico de Midwich. Todos sus habitantes, a un mismo tiempo, parece que pierden el conocimiento. Dentro de un muy determinado perímetro, en extensión y altura, cualquier ser vivo que se encuentre en sus contornos en ese específico momento, o que traspase su invisible umbral, caerá desmayado, sin sentido. Y así será durante varias horas, hasta que súbitamente, todos a la vez despierten, o recuperen la consciencia. No se sabe muy bien qué les ha podido ocurrir. Cuál puede ser la causa. Lo imprevisible ha sacudido unas vidas de un modo inexplicable, como una interrupción de la continuidad. Un agujero negro en el tiempo.
Otra revelación conmocionará sus vidas, ya que las mujeres en edad fertil descubren que están preñadas. Incluso, quien era virgen. Para el resto de las mujeres, la alegría se combina con cierta perplejidad, por esa anómala coincidencia. Esa circunstancia insólita, por otro lado, parece relacionada con aquel espacio en blanco, o agujero negro, de su pérdida de consciencia. El extrañamiento, como una neblina gris casi imperceptible, se extiende en la narración, como para el mismo profesor Zellaby (George Sanders) quien había recibido la noticia del embarazo de su esposa, Anthea (Barbara Shelley), como la más jubilosa satisfacción de su vida. Pero la suma de sucesos intrigantes, entre los cuales intuye un nexo siniestro, aun todavía difuso, le desconcierta. Siente que su vida, o la de los habitantes de ese pueblo, nunca será la misma. El curso rutinario ha sido violentado para siempre. Y se hará cuerpo, fisura, brecha, con el crecimiento de los niños, quienes comparten unas características físicas, un pelo rubio, una misma forma de vestir (atildado e impecable), un desarrollo físico y mental que parece cuatriplicarse para lo que suele corresponder a su edad, una poderosa e irresistible capacidad telepática, y, como si compartieran un mismo cuerpo, o fueran partes de un cuerpo indefinido, todo lo que aprende o experimenta (goza o sufre) cada uno lo asimilará el otro, como si compartieran una correa de transmisión mental. Se comportan como adultos, pero su inclinación no es la de mostrar afecto o compasión, sino la de ejercer el control mediante la lectura o manipulación y conducción de las mentes ajenas. Conforman un enjambre uniformado que no carece de escrúpulo alguno en eliminar aquellas vidas que puedan suponer una amenaza para su existencia (aunque haya podido ser de modo accidental, como al conductor del coche cuya mente manipulan para que se estrelle contra un muro porque ha estado a punto de atropellar a uno de ellos).
Un muro en su mente es lo que interpondrá quien intentará destruirles. Un muro para que no logren discernir que oculta una bomba en su maletín. En otros países había tenido lugar el mismo fenómeno. En Rusia, habían optado por la solución de lanzar una bomba atómica sobre el pueblo en cuestión. El eco de los miedos a la bomba atómica, por las tensiones de la guerra fría, palpita entre las hechuras de la narración, como en otras obras de ciencia ficción de esa década (una característica común en el trazo de los representantes de la ideología comunista era la de la falta de sensibilidad, como si fueran mentes uniformadas que consideraban la realidad en términos de funciones, una mente común de la que había sido extirpada la individualidad y la empatía, cual servidores de un engranaje o enjambre). La película transciende esa limitación de perspectiva, ya que más bien responde a la elegancia del más refinado y transgresor cine fantástico. De hecho, para evitar ese lanzamiento en la villa británica, Zellaby, quien en principio había demostrado su admiración por las excepcionales cualidades, fuera de lo corriente, casi suprahumanas de los niños, decide sacrificarse, como quien sacrifica la tendencia humana a la arrogancia, al deseo de controlar todos los ingredientes y componentes de la realidad, la voluntad de los otros y de la existencia.

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