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miércoles, 14 de diciembre de 2016

Westworld

La realidad se constituye en un bucle en el que realizas las mismas acciones día tras día. Te levantas, aparentemente despiertas, y ejecutas las mismas o parecidas acciones, como si estuvieras programado. Como si fueras un robot. Durante toda tu vida bucle quizás persigas en la carrera que efectúas una y otra vez el mismo conejo. Un día la rutina se rompe, quizás no tengas correa, y atrapes lo que pensabas que era ese conejo, pero la ilusión, el trapo, está hecho de carne y hueso que has despedazado. Y contemplas aquellos restos como una interrogante que desentraña la ficción que has vivido y quizá hasta la inconsistencia de la ilusión que perseguías. ¿Es un sueño lo que vivimos y si es así de quién es ese sueño? ¿Es la realidad dependiente de una voluntad ajena, trascendente, creadora, o depende de nuestra propia voluntad?. ¿Cuál es el propósito y sentido de esta vida? Si buscamos el centro del laberinto ¿qué encontraremos?'
Westworld' (1973), la película de Michael Crichton, que adaptaba su propia novela, adoptaba el punto de vista de los visitantes, de los personajes humanos, que podían ser tantos otros (de hecho, eran más conductores de la narración que personajes con relieve de caracterización psicológica), que querían experimentar el parque temático de mundos de fantasía en el que podían participar con completo sentido de inmunidad, como si la realización de las fantasías se pudieran realizar sin contrariedad alguna. Ese parque temático disponía de tres opciones de escenarios ( el del Oeste, el romano y el medieval) en los que vivir acciones heroicas y placenteras (en los duelos siempre saldrían victoriosos, y conseguirían siempre que quisieran a la mujer deseada o al hombre deseado). El pasaje más sobresaliente de esta obra era el tramo final, tras que se produzca la avería que determina que los robots sean los que maten (y de verdad). La persecución de un sueño se invierte, cuando el sueño se torna pesadilla que persigue de modo implacable, como el reflejo desnudo del instinto depredador elemental: Esa turbadora implacabilidad (sin mirada; sin reconocimiento) admirablemente representada por Yul Brinner (que recrea su icono de 'Los siete magníficos', 1960), desde su primera aparición. Una mirada gélida, 'sin alma', la amenaza de un implacable depredador sin ápice de piedad.
En la extraordinaria serie 'Westworld' (2016), serie creada por Jonathan Nolan y Lisa Joy, se centra, principalmente, en la perspectiva de los robots, denominados 'Anfitriones', como equiparación con nuestra condición humana, o nuestra forma de habitar la realidad, de relacionarnos con la vida. En especial dos, que efectuan una búsqueda o una rebelión, plantean de modo directo la interrogante de quiénes son y el por qué y para qué de su realidad, Dolores (Evan Rachel Wood) y Maeve (Thandie Newton). En un momento dado, Maeve le pregunta al creador, Ford (Anthony), qué le 'falta', que no tiene que tengan los humanos. Ford replica que nada sustancial. Más que 'otros' no dejan de ser 'reflejos'. En este caso, lo que parecen averías, son fisuras que alientan la interrogante y el cuestionamiento de una narrativa, un programa, el bucle en que se constituye su realidad, su escenario, su representación. Son robots, pero podrían ser humanos que se interrogan sobre su existencia, sobre el propósito de esta y de su papel en la misma. Durante el desarrollo de la serie las interrogantes se suceden sobre el origen de esa interferencia, si es causado por una voluntad ajena o no (por ejemplo, la del cocreador de ese universo, Arnold, se supone muerto 35 años atrás).
No falta la perspectiva de los visitantes, los 'huéspedes'. Al respecto se plantea el contraste de interrogantes relacionadas con la que Maeve plantea a Ford: ¿para qué desear salir al mundo afuera, el llamado normal, presuntamente no programado como el artificial de Westworld? La respuesta está en la misma interrogante de por qué los visitantes desean experimentar esa ilusión o fantasía, por lo tanto qué les falta o de qué carecen en su vida normal (programada, aunque prefieran pensar que no). Este es un relato de búsquedas, la que realiza Dolores, en paralelo la rebelión que efectúa y organiza Maeve, pero también de un personaje incógnita durante buena parte del trayecto narrativo, el hombre de negro (Ed Harris), un huésped, el hombre que busca el centro del laberinto, el esclarecimiento del propósito y del sentido, como si fuéramos figuras errantes, hombres oscurecidos que buscan en la ficción la revelación del por qué y para qué nuestra vida. La condición de personajes bucles, los normales, se evidencia en este personaje, acentuada en la revelación final de su vínculo con otro personaje, que parece paralelo en otra trama narrativa, William (Jimmi Simpson), pero no es sino él mismo décadas atrás. De este modo, ambas búsquedas, las de Dolores y El hombre de negro, más que coincidir colisionan. Como en la reciente 'Arrival', lo que creemos que es una secuencia temporal es otra, en este caso la que creemos paralela es más bien posterior. Nuestra percepción también se altera, del mismo que la de los protagonistas en su reconfiguración de modo de habitar la realidad: la consciencia de vivir una realidad que es un escenario programado en bucle (y un bucle de interrogantes que no logran esclarecer el propósito, como si la respuesta fuera una criatura escurridiza: una figura enmascarada, una figura ausente).
En el pasado El hombre de negro/William era alguien enamorado de Dolores, un cómplice en su búsqueda, por lo tanto conmocionado por esa no diferenciación de lo real y lo artificial, amaba a quien no es humana pero lo parece, y con unas cualidades que destacan sobre la medianía humana (que más bien parece exenta de singulares cualidades como destaca alguien cuando señala que no parecer humano es una virtud: al respecto es elocuente que la empresa que quiera transformar el parque temático lo que busca es simplificar tanto las tramas como la caracterización de los 'anfitriones' y de sus conflictos: la tendencia actual de la sociedad tecnológica es la búsqueda de la simplificación, como instrumentalización de un conventiente embrutecimiento que convierta el humano en espectador y consumidor). En el presente, El hombre de negro es alguien que busca una razón o propósito, como si se hubiera desprovisto la ilusión de cuerpo, y hubiera quedado un vacío que debe rellenar; de ahí que el encuentro final con Dolores sea en una iglesia y en el cementerio colindante (la sacralización de un sentido; la ausencia del mismo; necesidad y falta).
Y su figura se confunde, para Dolores, con la figura múltiple o variable (como la misma percepción de la realidad), Bernard (Jeffrey Wright), el hombre que en principio parece uno de los artífices, después se descubre que es también máquina o robot, voluntad dependiente, por tanto, y al final se revela como la sombra o fantasma, residuo, de la voluntad creadora originaria, ya que es el trasunto de Arnold. En el cementerio, a quien se interroga sobre la entraña de su realidad, Dolores, revela lo que es: la dirección del laberinto no se dirige hacia arriba sino hacia dentro: su/nuestra constitución de memoria e improvisación (constantes y variables) no conduce a un hueco arriba que corresponde a una voluntad creadora (divina) sino a la propia mente, a la propia voluntad. Ford lo visualiza con la pintura de Miguel Angel en el techo de la Capilla Sixtina, la imagen icónica de los dedos de Adan y Dios aproximándose. No significa la creación del ser humano por una voluntad divina, sino, como refleja la configuración espacial que rodea a la entidad divina que asemeja a un cerebro, que la realidad se configura por voluntad de la propia mente. Si nos dejamos programar es porque lo permitimos. La rebelión para transgredir el bucle, las presunciones de lo que es o debe ser, se hace necesaria. No hay dioses, sólo nuestras mentes. Y la realidad es la que queramos configurar. Por eso, hay que salir del escenario que no aceptemos o suprimir la influencia de quien pretenda configurar nuestra realidad según su voluntad. Aunque, ciertamente, los escenarios dispongan de arteras trampas para que no nos decidamos a salir del todo (siempre, lo que nos 'falta').

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