Sagitario (Acantilado), de Natalia Ginzburg, explora con agudeza las sombras, y las arenas movedizas, de la necesidad de sentir que se es protagonista de un presente que no deja de ser un acontecimiento (con mayúsculas). Esa necesidad de sentir que la vida no es una sucesión de rutinas que abren en canal la vida como una concavidad vacía. Esa necesidad de romper con esa trampa de exasperadamente familiares contornos que se siente como prisión, ya que el tiempo no existe, cada momento es la repetición de otro precedente, y el mismo espacio es una distorsionada presencia gastada por su condición de decorado de costumbre. Sagitario es el nombre de un sueño, el nombre de un establecimiento que se espera convertir en galería de arte, el proyecto de una mujer, la madre de la protagonista de Sagitario. El sueño de quien siente de que su vida en un pueblo de provincias es ya una cinta desgastada y rayada que chirría cada vez más con su estridencia silenciosa, y quiere que su realidad se asemeje más a una galería de arte en la que varían las exquisitas obras que se exponen. No quiere resignarse a que su vida sea una condena que asumir como un erial inexorable. Mi madre sintió entonces un gran vacío en su interior. En lo más profundo de su alma, en el mismo lugar en el que habían revoloteado todos aquellos hermosos sueños, ya no era capaz de encontrar nada. Más que nunca le invadía la sensación de hartazgo hacia Dronero, hacia aquel lugar del que se sabía de memoria hasta las piedras y en el que anidaban por todas partes primos y parientes, y ardía en deseos de vivir en una gran ciudad donde poder entretenerse con cientos de cosas, donde hasta pasear por la calle era una diversión.
Pero en la ciudad, cuando se decide a realizar ese traslado que propicie esa muda vital, esa opuesta sensación de habitar la realidad, o de sentir que realmente se habita la realidad, y no se es un cuerpo que parece arrastrarse como un mero mueble de esa realidad, colisionará con las mismas sensaciones en cuanto el espacio y el tiempo se tornen, de nuevo, repetición, paisaje y mecánica familiar. Había días en los que mi madre se aburría en la ciudad casi tanto como en Dronero. Se sabía de memoria todas las calles del centro. Se lo había recorrido arriba y abajo buscando un pequeño local y coqueto en el que poner la galeria de arte. Ansía sentirse distinguida y especial, no una mera sombra del decorado, una figura intercambiable con tantas otras que pululan por el mismo escenario una y otra vez. No quiere ser una figura marginal que desaparece como un eco más entre otras tantas figuras que pasan de puntillas, inadvertidas, por una realidad en serie. Encasquetaba sus opiniones sobre cualquier materia política y artística, con la esperanza de que la oyeran los otros clientes y entre ellos hubiera alguna persona culta y refinada que pudiese apreciar su espíritu y se interesara por ella. Pero no ocurría nada, y los días se sucedían siempre vacíos y sin sentido.
En ese estado vital de insatisfacción y frustración, la rabia se proyecta hacia el exterior. La negativa a mirarse como un fracaso, como la causa de ser una figura ordinaria más, deriva en la ofuscada descarga de culpas y responsabilidades en circunstancias o en otras figuras de su entorno, como si se sufriera una injusticia. El fracaso se debe a un impedimento o condicionamiento externo, a interferencias que dificultan que pueda ser, o que pueda ser advertida (porque ser es la apariencia de lo que representa para los demás), sin las cuales hubiera logrado sobresalir en el conjunto de la película social, como una obra de arte en una galería. Cuando comparaba las atrevidas fantasías que había acariciado con la vida monótona que llevaba ahora, trataba de encontrar el sentido de aquella injusticia que le había tocado vivir. No sabía bien a quién culpar de aquella injusticia. Pero esa pertinaz insatisfacción también determina la posibilidad de ofuscarse. Por cuanto, la obcecación por desprenderse de los lastres de sus rutinas puede determinar la ofuscación de no saber discernir. El autoengaño puede invocar a los engaños. La necesidad de sentirse alguien puede invocar las imposturas. No verse como una imitación puede determinar que los brillos de cómo se ansía ver cieguen el discernimiento de una realidad que tampoco es lo que parece, o cómo se presenta, y que incluso se revele como unas traicioneras arenas movedizas, pantanosas como es toda doblez. Ya queda insinuado en el hecho de que la mujer que ella piensa que puede ser su ruta de acceso a la distinción en el conjunto sea alguien que pinta una realidad dominada por los barrotes, como si en ella proyectara sus ansias de superar la sensación de vida cautiva. Provocaba un efecto un poco triste, un efecto como de estar en el interior de una prisión, aunque quizá la señora Fontana pintaba tantas rejas sólo por el barrio, porque era un barrio triste, un barrio que recordaba a una prisión. El contrapunto de su segunda hija, Giulia, una tenue y frágil figura que parece contentarse con el mismo silencio, con ser una presencia que meramente se acomoda en un rincón o a un marido que le haga sentir que la realidad al menos es confortable tras sufrir la frustración del amor truncado por las circunstancias, es el sutil y descarnado contrapunto de una vanidad ofuscada que se atropella a sí misma con sus ansias e ínfulas. Era la sonrisa de quien prefiere que le dejen al margen hasta desaparecer poco a poco en las sombras.
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