¿Por qué realizar en la actualidad una nueva adaptación de la excelente novela El callejón de las almas perdidas, de William Lindsey Graham, publicada en 1946, y que fue adaptada al cine un año después, en la espléndida producción dirigida por Edmund Goulding? Es una obra que, en su momento, reflejaba las turbias aguas de la sociedad estadounidense de la posguerra. Del mismo modo que Spielberg se planteó realizar una nueva versión de West side story para reflejar una circunstancia social, la agudización del conflicto étnico, quizá esta obra también refleje las turbiedades manifiestas que han prevalecido durante el mandato de Donald Trump, emblema de ese capitalismo que es capaz de realizar cualquier truco de prestidigitación que sirva de arma persuasiva para extraer beneficios a costa de cualquiera. En apariencia, El callejón de las almas perdidas (2021), de Guillermo Del Toro, parece desmarcarse de la línea predominante de producción cinematográfica estadounidense (aunque no televisiva). Quizá haya sido factible por la posición privilegiada en la industria del cineasta mejicano Guillermo del Toro, cuya obra precedente, La forma del agua (2017), había triunfado en los premios de la industria estadounidense, los Oscar. Por otro lado, ¿Es una obra que se ajusta a las señas caracterizadoras con las que se identifica a Del Toro? Quizá en cierto grado desconcierte como ocurrió con Mank de David Fincher, como si se consideraran más bien esfuerzos para apuntalar un prestigio más allá del éxito, o meros caprichos de fetichismo cinéfilo. A la salida del cine, escuchaba a un par de críticos que parecían esforzarse en rastrear qué es lo que podía haber seducido del proyecto al cineasta mexicano. Quizá sus periféricos vínculos con el cine negro, quizá la ambientación en una feria de atracciones. Se podría tomar otra dirección de rastreo o acceso especular. En su anterior obra, La forma del agua, enfocaba, de forma metafórica, en la categorización y estigmatización del diferente u otro; diferente con respecto a quien se considera normal o detentador del relato que tipifica qué es normal y qué es anómalo, sea porque pertenece a otra especie (además anómala por desconocida) u a otra etnia (los negros a los que un camarero no permite entrar en su bar), o porque es homosexual. La mudez también convertía a la protagonista en otro tipo de ser defectuoso. La ambientación en los años en los que la tensión entre Guerra Fría entre los bloques se encontraba en una de sus etapas más críticas remarcaba ese cuestionamiento de la tendencia humana a fundar la relación en hostiles confrontaciones (la necesidad de un rival o de quien denominar monstruo) en vez de en la conciliación que no estable fronteras de ningún tipo (como representa la relación de la protagonista muda con esa anómala criatura anfibia).
En El callejón de las almas perdidas esa tendencia a estructurar la relación con la realidad en categorías se centra en la piramidal o vertical de las posiciones sociales. También se fundamenta en extremos. Quien está en la base, como un desecho social, es un engendro, que sirve incluso como atracción de fiera. Quien está en lo alto, por herencia o por su capacidad de maniobra, en la que la falta de escrúpulos es crucial, dispone del control de los acontecimientos ( y de las vidas ajenas). Por eso, resulta sugerente la ocurrencia de usar como punto de vista a una figura que realiza ese asalto a las cúpulas de las posiciones privilegiadas, como eficiente arribista, desde el escalafón más bajo, gracias a sus dotes de observación. La primera secuencia define mediante la insinuación. Stan (Bradley Cooper), quema el interior de un hogar que parece desvencijado. Es una figura en sombras. No dejará de ser una sombra por mucho que se esfuerce en dotarse de luz como figura de centro de escenario. En el exterior, es una figura en un extenso campo en el que resalta, al fondo, la casa en llamas. Una figura mínima en un espacio que se esforzará en ser figura sobresaliente que controle el escenario social. Pero no cuenta con la capacidad de maniobra, o el retorcimiento más eficiente, de otros (contendientes escénicos), ni con el azar, ni con su propia condición falible (por forzar demasiado la cuerda de la suficiencia). Las secuencias posteriores, excelentes, se hilan, precisamente, a través de la mirada, u observación, de Stan. Viaja en tren, desciende en una estación, en donde se fija en un enano que se dirige hacia una feria. Durante las posteriores secuencias, ya en el recinto ferial, no dice palabra alguna. Cuando diga sus primeras palabras estarán relacionadas con un personaje que representa lo contrario de lo que quiere ser, aquel al que llaman el engendro, y que es utilizado por el director de la feria, Clem Hoately (Willem Dafoe), como si fuera el extremo de degradación en el que puede convertirse un ser humano, una figura desaliñada y mugrienta, que se asemeja más a una bestia, que es capaz de morder el cuello de una gallina viva. Stan no solo se adapta a ese escenario social en el que, en principio, es una figura periférica, y un mero subordinado, sino que con su habil capacidad de observación y maniobra es capaz de utilizar convenientemente a quienes le pueden suministrar los necesarios conocimientos para perfilar su persona escénica, con la que asaltar un escenario social más amplio que pueda propiciar más beneficios. ¿Por qué restringirse el recinto ferial si puede infilitrarse en los ambientes de clase privilegiada con sus números de adivinación mental en locales nocturnos urbanos?.
La sugestión es un arma fundamental. Su capacidad de observación y desciframiento de las personalidades o circunstancias de los otros es el basamento con el que urdir sus capciosas pero persuasivas redes ilusorias de engaño. No es de extrañar que establezca cierta alianza cómplice con la psiquiatra Lilith Ritter (Cate Blanchett). Uno y otra tienen la posibilidad, gracias a sus habilidades, de sugestionar a quienes son capaces de descifrar con agudeza, y de los que aprovecharse por su circunstancia vulnerable. Stan cimenta su progresiva mejora de posición, y por tanto influencia, social, en su capacidad de urdir escenificaciones, engaños. Es una sombra que juega con las falsas perspectivas de las sombras (de los dolores ajenos, de sus remordimientos, penas o sentimientos de culpabilidad). Para él los demás son meras sombras que utilizar para tejer su escenario posicional de privilegio. Proyecta o urde películas o escenificaciones para los demás para apuntalar su propio escenario, la película de realidad que aspiraba a configurar desde que borró o quemó, como una película que abandonar, aquella realidad que despreciaba, controlada o perfilada por su padre, al que, ya inerme en su cama, como se revelará en las secuencias finales, mató antes de quemar aquel hogar del que huir para buscar no solo otro escenario de realidad sino un escenario de realidad que controlar sin preocuparse de los medios que fueran necesarios para apuntalarlo. Pero hay otros como él en el escenario social, contendientes que saben urdir mejores escenificaciones con las apariencias de realidad, y que propiciarán su caída libre tras que él cometa, antes que nada, el error de la suficiencia que confía demasiado en sus cualidades. Dos acciones violentas, la que ejerce en las secuencias iniciales contra el engendro, y en su última escenificación, contra el magnate que no actúa o no reacciona como él tenía previsto (como quien se sale de su papel asignado en el guion de su mente), asocian un inicio de ascensión social y un inicio de caída social no sólo para volver a la casilla de salida sino para precipitarse en la sima de la que precisamente quería huir, la de ser un engendro. Lástima que la obra carezca de la atmósfera turbia y tenebrosa de la versión dirigida por Golding. Como suele ser característico de la filmografía de Del Toro, la película destaca en su apartado de diseño visual, su dirección escénica y de fotografía. Siempre ha brillado más como director escénico, o compositivo, que narrativo o atmosférico. No desmerece en exceso de La forma del agua, que sin tampoco parecerme una gran película, me parece su obra más armónica, pero su demoledora conclusión resulta más teórica que efectiva.
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