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sábado, 6 de abril de 2019

La sombra del pasado

¿Cuál es la mirada propia, por tanto, la voz propia? A lo largo de la narración de La sombra del pasado (Werk ohne autor, 2018), de Florian Henckel Von Donnersmarck, se plantean tres modelos de representación en el arte, que no dejan de ser dictados de cómo debe ser, o a qué deben enfocar y plegarse las miradas, no sólo de los artistas, sino en un sentido más amplio, por las resonancias político sociales de las dos primeras. En la secuencia inicial un guía de afiliación nazí expresa, en el museo de Dresde, sus desprecios sobre la inconsistencia de las manifestaciones del arte abstracto. La exposición se ha titulado Arte degenerado. Esa calificación refleja el vacío de unas cuencas oscuras, como las que contempla en una escultura el niño. Tras la guerra, bajo el influjo del molde comunista, la representación se circunscribe al patrón del realismo. No hay otras opciones de representación. En la primera circunstancia, Kurt Barnett (Tom Schilling), aún niño acompaña a su tía. Elizabeth (Saskia Rosendahl), en esa exposición. Su tía, a la que sí le gusta ese arte abstracto, le expone otra posible forma de mirar y sentir: esa equivalencia indefinida, pero tan manifiesta, entre lo que hacen sentir esas pinturas abstractas y el sonido conjunto de las bocinas de varios autobuses. En esos intersticios, en esa escurridiza brecha de las cuadrículas sobre las que las miradas de la realidad normativa se enquistan, vibra ese arte, germen de miradas propias. Su tía, precisamente, por no encajar en el molde, será recluida, incluso esterilizada: es una forma de mirar o sentir, una voz incómoda, que debe ser neutralizada. En la segunda circunstancia, Kurt se acomoda al contexto, una realidad, cosificada, una realidad en serie, como los rótulos que pinta. Como estudiante de arte, como mirada en formación, se aplica a lo que el contexto exige: sus cualidades como pintor son meras herramientas ejecutoras de un modo de representación, como el mural que pinta, que será borrado después de que opte por huir a la zona occidental. En la academia en la que ingresa se confrontará con un tercer condicionante, un dictado más sutil. Se valora ante todo la originalidad, la singularidad. No importa, por tanto, demasiado lo que se expresa o si es la manifestación de una voz singular, personal, sino la peculiaridad, la apariencia que rompe moldes. La voz propia se difumina por tanto, en este caso, en la ruptura de cualquier molde.
Kurt encuentra su voz propia en un modo de representación que transfigura el registro real. Se basa en fotografías, sobre cuyos perfiles genera una pintura, con específicos colores, que más bien evidencian su ausencia, como si predominara la grisura difusa. Aún más, difumina la superficie, como si las figuras quedaran levemente emborronadas, como si una película se superpusiera como una imprecisa neblina. En algunos casos, combina rostros de diversas fotografías, como si interaccionaran en su memoria diversas implicaciones emocionales, con resonancias de una memoria emocional propia pero también colectiva (él es también una historia compartida). Se corresponde con la misma elección estética de la película, un trabajo visual, de color e iluminación hiperrealista (extraordinaria dirección de fotografía de Caleb Deschanel), que es una singular combinación de realismo aparente con transfiguración, como si la superficie estuviera empapada de una patina que hace sentir lo representado de un modo particular, entre lo real y la representación, entre el registro y lo subjetivo, esa condición tan indefinida que supone la vivencia de la realidad. Al respecto es interesante cómo en la rueda de prensa al no explicitar Kurt esas resonancias personales, sino más bien declarar que podría haber sido cualquier fotografía, sin que tenga particular relevancia la elegida, los periodistas se lo toman al pie de la letra. Convencidos establecen conclusiones sobre un arte que carece de biografía, como si el autor no existiera (de ahí la relevancia del título original, Trabajo sin autor), y por tanto no expresa nada personal. Los analistas o críticos no atienden a lo que expresa la obra sino a lo que dice el autor. La mirada receptora queda en evidencia. ¿Cómo miramos o discernimos?
La sombra del pasado interroga sobre la relación del yo con respecto al arte, en su relación con su realidad, pero también sobre el yo que analiza, siente, interpreta, una obra de arte, el receptor. Con respecto a lo primero se desmarca, por ejemplo, de obras como Dolor y Gloria, de Pedro Almodovar, que se restringe al yo de hablo de mí. En La sombra del pasado, se reflexiona sobre cómo se gesta una mirada propia, cómo se define, en su vínculo y relación con la realidad, cómo representa la realidad desde su propia singularidad, cómo se desmarca de lo que el entorno demanda o exige, cuestión, por tanto, que se extiende a la actualidad, en la que imponen unos modos de mirar o sentir (y sobre todo dictaminar), esa dictadura de lo políticamente correcto, o de lo que el consenso general marca. Las voces disonantes, singulares, siguen siendo incómodas, o siguen arriesgándose a la marginalización, o el estigma. Con respecto a lo segundo también plantea una incisiva interrogante, aún más considerando la sobrecarga de dictámenes que ha conllevado la implantación de la red virtual. Todo el mundo dictamina, pero no es la reflexión lo que predomina. ¿Y la capacidad de discernimiento y análisis?. Como en el caso de la película muchos, en sus aproximaciones criticas a las obras, han establecido como guía de relación con una obra lo que el autor declare, como si dependiera de la misma explicación más que de la experiencia de la propia obra. Según lo que indique, según lo que afirme o niegue, eso es lo que la obra es, no lo que el espectador, receptor, analista, sienta o piense. ¿Cuántos creadores se han mostrado elusivos con respecto a la pregunta de qué quieren expresar o qué significa ésto u aquello, o incluso, irónicamente, han podido, como el pintor en La sombra del pasado, indicar otra interpretación con respecto a lo que expresaba, o, aún más, trivializar su planteamiento?. La sombra del pasado plantea agudas interrogantes, expone cómo el yo, como creador, se puede plegar a lo que imponga un entorno, a los dictámenes del gusto predominantes, y el yo, como receptor intérprete, se puede plegar además de a un pensar o sentir predominante, por añadidura, a las indicaciones del mismo autor sean la que sea, como si no fuera capaz de discernir, como si careciera de mirada o voz propia.
Más allá de estas cuestiones, La sombra del pasado se revela como una obra muy estimulante, aunque no carezca de sus desequilibrios narrativos, en su primera mitad, cuando conjuga las diversas piezas de un pretérito que luego adquirirán cohesión a la par que la misma mirada del artista, cuando las ensamble en sus pinturas, en su mirada ya enfocada y definida. Un proceso que implica desasirse de esas obstaculizaciones que son imposiciones, como una mano que impide la visión (esa mano que, cuando niño, se pone delante de sus ojos cuando arrastran a su tía, pese a sus protestas, a la ambulancia que la trasladará a la reclusión del sanatorio), o las imposiciones de los escurridizos y camaleónicos, aquellos que tienen la capacidad de adaptarse a cada circunstancia, como es el caso del profesor Carl Seeband (Sebastian Koch), alguien que sabe sobrevivir bajo los diferentes regímenes, alguien que esteriliza mujeres bajo el gobierno nazi, como lo hará con su propia hija. Es la mirada que se oculta mientras sabe presentarse, aparentar, del modo adecuado en cada circunstancia, acoplado del modo más pertinente, y beneficioso para él.
Hay secuencias que destacan particularmente, como el brillante montaje secuencial que vincula pérdidas de la familia con el bombardeo de Dresde; el bello excurso narrativo en el que el profesor de Kurt, Van Verten (Oliver Masucci) comparte su vivencia cuando fue abatido, durante la guerra, el avión que pilotaba, y fue curado por aquellos a quien quería bombardear, un excurso dirigido hacia el cuestionamiento de que Kurt aún no está expresándose en sus obras sino acoplándose a lo que se supone que debe hacer por que hay que romper moldes; la hermosa secuencia en la que se reconcilia con su esposa, Ellie (Paula Beer): de nuevo, la sutileza, la corriente interna que se gesta bajo la superficie de la narración: entre ambos, se había dado una distancia más bien por la inercia que por disonancias (al respecto de su sintonía sustancial, la recurrencia de esa imagen que condensa su unión: sus dos cuerpos desnudos, uno sobre otro, en silencio). Y, en especial, ese excelso momento epifánico, propulsado por la magnífica banda sonora de Max Richter (que también adquiere más presencia manifiesta a medida que progresa la definición de la mirada de Kurt), en la que un rayo de luz que entra, cuando un golpe de viento abre los postigos, crea un efecto de perspectiva entre dos pinturas que determina la creación de un específico cuadro que, en sí mismo, condensa la mirada singular de Kurt, y su particularidad transfiguradora, con respecto a su propia realidad (una realidad que es la propia y la de un nosotros). Una composición de la bellísima banda sonora de Max Richter

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