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martes, 23 de abril de 2019

La importancia de llamarse Oscar Wilde

Caída y deterioro del príncipe feliz. El título original de La importancia de llamarse Oscar Wilde (2018), de Rupert Everett es The happy prince. El príncipe feliz es uno de los relatos infantiles, dedicados a sus hijos, que fueron publicados en 1888 (El príncipe feliz y otros cuentos). Su utilización en la secuencia inicial y final evidencia cómo se modificó, degradó, la vida de Oscar Wilde (Rupert Everett). En la secuencia inicial, en los inicios de su esplendor creativo ( y de reconocimiento), les narra el relato a sus dos hijos, en cama, antes de dormir. En las secuencias finales él agoniza en la cama, y su relato es como el estertor que comparte con los amigos que le acompañan en sus últimos instantes. Como el reflejo desfigurado de lo que fue, como la pintura al final de El retrato de Dorian Gray, aunque en su caso por el deterioro de la pesadumbre, la desesperación y el tiempo. En el relato, la estatua del príncipe feliz toma consciencia, desde sus alturas, de las precariedades y carencias de muchos humanos que viven bajo él, y pide a una golondrina, que no se había ido con el resto porque se había enamorado de un junco, que reparta las joyas que le adornan. Hasta que los rigores del invierno determinan la muerte de la golondrina, motivo por el que se rompe el corazón de la estatua. Cuando esta sea fundida por su deterioro, su corazón, lo único que no puede fundirse, será arrojado al vertedero, junto al cadáver de la golondrina. Cuando Dios indica a un ángel que le traiga las dos cosas más hermosas que encuentre, el ángel le trae tanto el corazón de la estatua como el cadáver de la golondrina. Una bella fábula sobre la piedad.
La importancia de llamarse Oscar Wilde se centra en los años posteriores a su excarcelamiento, los tres que viviría antes de su fallecimiento con unos cuarenta seis años que evidenciaban un acusado deterioro. Wilde había conocido las alturas del reconocimiento y el éxito, de la opulencia material, y su corazón había sido quebrado cuando fue condenado a dos años de cárcel por indecencia. Reconocería que su corazón antes era de piedra, y que gracias a esa reclusión tomó consciencia de lo fundamental que es la piedad (aunque hubiera escrito años antes el relato de El príncipe feliz ya no sólo era un relato, o ya no la enfocaba desde esa distancia o intelectualización). Esa estancia, o ese pasaje, que supuso una demolición en su vida, de la que no se recuperó, es narrada de modo condensado en un magnífico breve montaje secuencial que concluye con un plano, desde la perspectiva de la mirilla de la puerta, de Wilde, desolado, contemplando el reducido espacio de su confinamiento. Su encuadre de vida ya es otro. En otro momento, alguien le pregunta cuándo dejó de creer en Dios, y él replica que fue en la estación en la que esperaba el tren que le conduciría a prisión, cuando fue increpado por varios ciudadanos. Un ejemplo, como también en la recientemente estrenada Donbass, de esa inclinación humana a congregarse en grupo para humillar y despreciar, escupir y golpear, y hasta matar, a alguien, indefenso, que ha sido estigmatizado. Everett nos hace partícipes de esa vertiente mezquina humana, encuadrando desde la perspectiva de Wilde, como si también recibiéramos el impacto de sus escupitajos.
Everett tardó diez años en materializar este proyecto. Fue determinante, para conseguir la financiación, la participación de su amigo Colin Firth. Aunque este estuviera involucrado desde un inicio, su conversión en estrella, o mejora de status, por los reconocimientos y premios que cosechó con Un hombre soltero y El discurso del rey, ayudó a que lograra al fin la necesaria inversión. Everett dinamiza la narración, que se libera de los corsés del envaramiento o de la contención ortodoxa en las aproximaciones al periodo, con un vibrante montaje sincopado, con variaciones de ritmo (y focales), saltos en el tiempo y apariciones fantasmagóricas, que transmiten la lograda impresión de lo que expresa Wilde, en los minutos iniciales, dirigiéndose a cámara: esto es un sueño, es decir, una representación transfigurada de la realidad, de la experiencia específica que vivió Wilde durante esos tres años, ese trayecto entre sombras, esa lenta caída libre hacia su desaparición, como el cuerpo que se deteriora acorde a su ánimo malherido tras su reclusión.
En prisión escribió La balada de la cárcel de Reading, algunos de cuyas frases recita, en off, el propio Wilde, en uno de los pasajes más hermosos de la película: Aquel hombre había matado lo que amaba, y por eso iba a morir. Aunque todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado, algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello.
Wilde oscila entre su intemperie y sus caprichos. Se apoya en su amigo Bossie (Edwin Thomas), que le suministra ayuda material siempre que necesita, pero le arrincona cuando reaparece en escena su amado Lord Alfred Bosie Douglas (Colin Morgan), cuyo amor fue el que le condujo a prisión al ser denunciado por el padre de Lord Douglas. No puede evitar llorar cuando se reencuentra con él en la estación, como mira con cálida añoranza la fotografía de su esposa, Constance (Emily Watson), quien también le proporcionó ayuda material aunque estuvieran ya separados. Wilde también podía convertirse en un parásito que se nutre de los que le quieren, como indica Reggie Turner (Colin Firth) a Robbie, del mismo modo que de él también se nutre alguien como Bosie, con quien desafía las reglas, pero se extravía en sus márgenes, esos que no proporcionan red. Contradicciones, esos difusos límites en los que puedes matar, aunque sea de modo figurado, lo que amas. Como también a los que te aman, aunque no sea esa tu intención. La piedra y el corazón que no se funde pero se rompe porque se entrega con la piedad. El junco flexible y las alas que no se encierran en la inmovilidad, pero quedan expuestas a los rigores del frío de la crueldad y la hipocresía, porque los monstruos más terribles se esconden bajo la máscara de la virtud.

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